iluminada por la luz del atardecer,
frente a un tejado de chimeneas
y gatos grises que nos miraban,
atónitos por nuestra felicidad,
mis horas más hermosas.
El resto: grisura y vacío.
Estrépitos, chirridos, gritos,
cuchillos en el alma,
miedo y termes corroyendo
mi corazón ya cansado de vivir.
Sin embargo, ¡qué poderosas
visiones de aquel tiempo
de infancia que vuelven
cada hora de mi vida,
paseando por aquellas calles
junto al río y la gran plaza
en la que tañían cada mañana
las campanas y yo, desnortado,
como un perro sin dueño,
vagaba enloquecido de dolor
y soledad aturdida!
La Cruz, el verdín
de la fuente, las arrugas
de los viejos,
la gran basílica,
las grises palomas
revoloteando en círculo
siniestro sobre la plaza
de los cipreses,
siempre solitario como
un faro de luz
aniquilada.
Solo ella me daba consuelo
Me miraba con dulzura
y veía mis ojos de marino
sin estrella ni navío.
A veces cruzaba el río
turbulento y sentía deseos
de tirar cubos y palas
por lo alto de la pasarela.
Mi ser más íntimo
era herido cada día,
traspasado
por mil flechas de angustia
y tormento inenarrables.
Sentía que era un monstruo,
nada aliviaba mi dolor
de ser culpable y deforme
a los ojos de Dios.
Aprendí a vivir
en las tinieblas, a observar
en las tinieblas, a observar
los instantes en su eternidad,
a cruzar bajo el agua
de los hombres que regaban la plaza
cada día en que yo lloraba
por el hecho de haber nacido,
y anhelaba morir cada instante
de mi vida de niño.
Solo aquella niña de ojos negros
estaba junto a mí, dándome la mano,
en aquella buhardilla que se abría
a un tejado, que era un espejo
prodigioso
que algún día yo
-estaba seguro-
convertiría en literatura.