Pintura de Margaret Keane
Para Ana
María Matute, autora de la que estamos leyendo en bachillerato su libro Luciérnagas (1947, finalista del premio Nadal), la infancia es un periodo
cenital de nuestra vida. Y su abandono, una tragedia. Esa es la adolescencia,
un periodo trágico donde se encuentran muchos de sus personajes. La autora
barcelonesa dice que ella se quedó fijada en los doce años (1938), la edad que
tiene Sol, la protagonista de la
novela en el comienzo de la narración. Mis alumnos tienen en torno a los
dieciocho años. Ya están al otro lado más bien, de esa turbulencia dolorosa que
es la pubertad y la adolescencia, periodo en que uno se aleja definitivamente
de la niñez. Ya no hay remisión. Probablemente ese sea uno de los aspectos más
violentos y oscuros de nuestros alumnos, inmersos en un cruce de mundos e
inyectados de hormonas en una especie de montaña rusa emocional. Hoy he querido
hacerles reflexionar sobre ese abandono obligado de la niñez, sobre ese ser que
eran cuando tenían seis años y preguntaron a su padre si él moriría también. O
dos o tres años cuando descubren que existe la sombra que les persigue bajo el
sol. O el instante en que advierten que el reflejo del espejo son ellos mismos.
Son momentos plenamente filosóficos de una intensidad tal, en un niño todavía no
marcado por los estereotipos, que raramente se vuelven a producir con la misma
fuerza. Los niños son puros, incontaminados todavía por el mundo de los
adultos. Cuando digo puros no quiero decir que no puedan ser malvados y
crueles: hasta extremos que ya no
queremos recordar. No hay maldad que no
anide en la mente de un niño. Cuando digo puros me refiero a que su universo
mental todavía está limpio de la hojarasca que tenemos los adultos: ambigüedad,
medias verdades, mentiras, pragmatismo, acumulación de tópicos, rencor,
envidias ... esa turbiedad que constituye el mundo moral en que hemos de
debatirnos en el interior de tremendos dilemas morales. A los niños les decimos
que han de ser generosos y compartir con sus amigos pero nosotros no lo
hacemos. Les hablamos de justicia pero como adultos somos indiferentes a la
desigualdad que existe en el mundo y a mil dramas que nos rodean. Tal vez no
todos, claro está.
El caso es que es un drama salir de la
infancia para adentrarse en el mundo proceloso de la adultez. Quien no recuerda
poderosamente su infancia como un periodo de un magnetismo perturbador es que
no vivió la infancia como tiempo mítico. Puede ser. No puedo extender a todos
los que me leen lo que yo recuerdo de aquel tiempo y que me lleva a coincidir
con Ana María Matute en su consideración de aquello. Ella se quedó en los doce
años. Luego posteriormente arrastró una depresión de veinte años. Sus primeras
novelas son tristes, llenas de pesimismo. Entiendo que el pesimismo es una
demostración de inteligencia. El optimismo es, por contra, simple química del
cerebro, no una conquista de la razón. Me atraen los autores pesimistas.
Siempre logran alegrarme el día. Por eso el mundo de Matute me gusta
especialmente en su fase realista, cuando vivía con desgarro ese proyección de
su drama en sus personajes adolescentes. Tras la depresión se vio subsumida en
un universo fantástico que no llegó a interesarme tanto. Fue su modo de
retornar a la infancia. Siempre fue una niña, una fabuladora extraordinaria.
Mis alumnos se han sentido atraídos por
la novela que empezamos a leer. Han manifestado que efectivamente les costó
dejar la niñez, quién la va a querer dejar, me dicen. No son invenciones
mínimas los personajes de Peter Pan
de Matthew Barrie, el niño que no quería
crecer o la moderna recreación de J. D.
Salinger en su inolvidable El
guardián entre en centeno en que el adolescente que siente náuseas por el
universo adulto es Holden Caulfield.
El autor de esta novela proyecta en ella la angustia y el miedo que pasó en su
participación en la segunda guerra mundial pues estuvo en las batallas más
duras y terribles tras el desembarco en Normandía (Las Ardenas, el bosque de Hürtgen) y posteriormente su encuentro con el campo
nazi de Dachau. Tras ese mito de la
niñez como espacio mágico puede haber mucho dolor ante el hecho de crecer y descubrir
la textura moral del mundo real. Para ello nos hacemos adultos y hemos de
convivir con nuestras contradicciones si es que llegan a serlas. Hay muchos
adultos que no tienen contradicciones. Esta claridad siempre me ha parecido
temible. Igual que me inquietan todos los hombres públicos que alardean de que
no tienen nada de que arrepentirse y de que se hallan muy tranquilos. Ayer Pujol en el Parlament lo hizo. Dijo que estaba muy tranquilo. Supongo que tiene
motivos para saber que nada llegara a nada en la comisión de investigación.
Esto es ser adulto: afirmar que no te arrepientes de nada y estar tranquilo.
Yo, sin embargo, no lo veo así. A mis seis años ya me quedé fijado como persona.
Y todo lo que ha venido después ha sido desarrollo de aquel boceto inicial. En
ese sentido puedo entender muy bien a Ana
María Matute, su personalidad, el sentido de su narrativa, su tristeza
primigenia, su atracción por los adolescentes y los niños: su malestar, su búsqueda
de un mundo puro, no adulterado por parte de algunos y otros ya definitivamente
inmersos en la turbiedad del tiempo que inevitablemente ha de venir.