No hay nada que se tema más en esta sociedad que el
aburrimiento. No soportamos estar aburridos, no soportamos que nuestros hijos
digan que se aburren. Inmediatamente nos rebelamos contra tan horrible estado y
propugnamos actividades y nuevos estímulos que nos saquen de tal abominable
sensación de postración anímica. Tenemos que llenar el tiempo de actividades
para salir del aburrimiento. Ayer caminaba por la calle para comprar el pan y
me encontré con dos personas que andaban cerca de mí totalmente abstraídos en
el móvil. De igual manera cuando estoy esperando a que comience una película,
hay numerosos espectadores que matan el tiempo enviando wassaps; en el metro o el autobús, para qué decir, la mitad del
vehículo está manipulando el móvil. No se soporta el tiempo vacío. Es una
especie de horror vacui el que ha
invadido nuestra época, y hemos de estar llenando de cosas intrascendentes el
tiempo.
Recuerdo que hacia 1987 me recluí en un pueblo de las Alpujarras de Granada en pleno invierno y comienzos de la primavera. Pasé allí
dos meses esperando la llegada de una mujer que me sacaría de allí. Me había
llevado numerosos libros en una caja voluminosa. Era invierno y anochecía
pronto, y pronto observé que el tiempo se hacía elástico e interminable. Estaba
en una fonda con vistas al valle de los Bérchules,
me atendía una señora mayor que quería alimentarme bien. Leía cada día varias
horas, pero me terminaba cansando y las tardes se me hacían eternas. Comencé a
llevar un diario detallado de todo lo que pasaba por mi ánimo, incluidos los
frecuentes sueños que me asaltaban. Empecé
a sentir angustia por mi soledad en las montañas que plasmaba en mi
diario. Tenía mapas de las Alpujarras
e hice numerosas caminatas de veinte, treinta y cuarenta kilómetros que me
ocupaban todo el día. Hablaba con los pastores preguntando los nombres de las
plantas. Me invadía una sensación de infinitud caminando ocho o diez horas
hasta llegar al atardecer. Alguna noche incluso, con un planisferio celeste,
observaba el cielo e intentaba descubrir las constelaciones. Solía a veces ir
al bar del pueblo a tomar unos vinos y hablaba con la hija de la dueña, veía la
televisión. Todo era un cúmulo de sensaciones que se me producían en la soledad
casi absoluta en que estaba. El tiempo iba pasando y la primavera se
aproximaba. Escribía cartas a Barcelona
y alguna vez me llegaba contestación lo que me producía júbilo.
En esos meses me tuve que relacionar íntimamente con el
tiempo para llenarlo con algún sentido. Y no es que me planteara cuestiones de
cómo llenarlo. No, surgió espontáneamente y caminaba y escribía y leía en una
mezcla que no puedo recordar sino como densa y enriquecedora. Fue un tiempo en
cierto sentido doloroso y a la vez profundamente productivo. No pude aburrirme
aunque a veces se me echaba el tiempo encima y miraba las nubes encima de las
montañas, e intentaba describirlas con palabras y dibujarlas. Por la noche era
una mezcla de insomnio y sueños muy agitados, algunos eróticos.
Recuerdo aquellos dos meses como un espacio singular en mi
vida. Tengo el diario que escribí, e incluso sin él casi puedo recordar con
todo tipo de detalles lo que viví con una intensidad muy potente. No sé si fui
feliz o todo lo contrario. De todo hubo, pero lo cierto es que aquel tiempo
aparentemente vacío se lleno de significado y hoy día es un tiempo realmente
prodigioso en mi memoria que lo ha despojado de sus aristas más cortantes.
Por eso no hay nada que me guste más que el tiempo vacío, me
inquieta el frenesí de tener que llenarlo a toda costa. Me gusta esa sensación
de no tener que hacer nada y perderme en la madeja del tiempo, lo que hace que
surja inevitablemente la necesidad de la creación, de la escritura, de la
lectura, de la observación del interior y del exterior.
Dicen que el aburrimiento lleva a buscar nuevas salidas, que
es la antesala de la creatividad. Y cuando no permitimos que nuestros hijos
tengan ese tiempo que supone aburrimiento e inmediatamente intentamos
llenárselo porque lo consideramos inaceptable, estamos condenándolos a la
pasividad que exige que hemos de llenar el tiempo continuamente con estímulos
salidos del exterior que mantengan el ritmo de novedades constantes que parece
ser la clave del asunto.
La expresión de que las cosas son aburridas es frecuente
entre adolescentes: las clases son aburridas, los libros son aburridos, las
actividades son aburridas. Yo los enviaría sin
móviles un par de meses a convivir en la naturaleza para que descubrieran
el placer de convivir, de hacer caminatas, de hacer un fuego compartido, de
cantar, de escuchar historias, de comer con hambre, todo eso que la sociedad
frenética impide y bloquea intentando llenar de información inútil todo segundo
de la existencia para impedir el aburrimiento, pecado nefando en nuestro
tiempo.