Romeo Mancini
Detesto los libros calificados como de autoayuda que, en modo de manual sencillo, nos enseñan a arreglar nuestra vida o a solucionar sus zonas erróneas y que promueven ideas clave como aprovechar y disfrutar el presente, a asumir el pasado como irreversible, a apreciar las pequeñas cosas, a tener más en cuenta nuestras posibilidades que nuestros lastres, a forjar el optimismo como una fuerza creativa frente al pasivo pesimismo, a desarrollar el pensamiento positivo y darnos cuenta de que cada día que amanece es un filón de potencialidad si somos capaces de dejar atrás nuestra carga negativa. También enseñan a aprovechar las crisis como momentos de oportunidad, a conocer nuestros sentimientos y expresarlos de una forma asertiva, a aprender a negociar teniendo en cuenta que siempre habremos de ceder en algo para conseguir otra cosa que nos interese, a aprovechar nuestros conflictos como expresión de algo nuevo, etc, etc.
He resumido en pocas líneas el núcleo de la mayoría de esos libros que llenan anaqueles de las librerías y que se han convertido en un filón para algunos autores de éxito como aquel libro espeluznante titulado La buena suerte de Álex Rovira o aquel best seller empresarial, que nos enseña a saber cómo adaptarnos a los cambios, que es ¿Quién se ha llevado mi queso? de Spencer Johnson. Muchos de estos títulos son utilizados en escuelas de negocios y son una oferta habitual en los aeropuertos para ejecutivos en tránsito a punto de entablar negociaciones comerciales. Esta flexibilidad que nos propone este género de libros que ayudan a vivir mejor, y que son clasificados en la sección de ciencias humanas, desarrollan y exponen la esencia misma del capitalismo en la fase de desarrollo tecnológico actual que sume a muchas personas en crisis de adaptación y trastornos de la personalidad. Sus fuentes vulgarizan en general las corrientes de pensamiento oriental como el tao y el budismo en su vertiente zen que es la que mejor ha sabido expresar el concepto de mujo (insustancialidad, impermanencia, transitoriedad) adaptado a las sucesivas fases del capitalismo.
El ser humano carece de esencia y de noumeno y esto le acongoja cuando presiente la impermanencia de sí mismo y de todo que le rodea. El cambio forma parte esencial de nuestra vida. Frente a esto sentimos angustia porque nos exponemos a una realidad intrascendente y a la única verdad constatable: que vamos a morir. ¿Qué sentido tiene el vivir? El existencialismo del siglo XX intentó darle una salida a este conflicto esencial mediante la idea del compromiso y la aceptación del pacto humano con la nada. En mi ciclo de vida como hombre del siglo pasado y emigrado en el presente, he constatado que el pensamiento existencial ha caducado en buena parte. Era un núcleo denso y complejo que iluminó a buena parte de la literatura, el teatro, el cine y la filosofía de varias décadas hundiendo sus raíces en Kierkegaard, Schopenhauer, Nietzsche... En el siglo XXI todo es más evanescente y crecientemente acelerado. Ya no nos interesa ni nos atraen los conflictos existenciales a los que ya nos hemos acostumbrado e intuimos que no tienen salida de ningún tipo. La muerte está ahí, y lo mejor es no pensar en ella. Entretanto hemos de aprender a vivir en un mundo que no permite dejar apenas ningún poso. Somos viajeros de circunstancias que tal vez se angustian por su levedad. El capitalismo nos necesita fungibles, dispuestos al cambio permanente, sin demasiadas rémoras del pasado, sin raíces que nos anclen en visiones periclitadas... La angustia o la incertidumbre son estados que se pueden enfrentar con libros prácticos de autoayuda -que nos permitan cambiar sin aferrarnos a factores innecesarios e improductivos-, y, en todo caso, la ingestión de antidepresivos ha aumentado exponencialmente para poder soportar la aceleración de un modo de vida que nos exige siempre jóvenes y adaptables. Y a ser posible con una sonrisa como una tajada de sandía. Es el tiempo del pensamiento débil frente a la solidez de otros sistemas filosóficos más arriesgados. La filosofía oriental en su faceta más seria ofrece un análisis de este fenómeno del cambio como elemento central de la vida, pero desconfío de su banalización en recetas del vivir cotidiano en los citados libros.
Se necesitan manuales prácticos, fáciles de leer y que nos inyecten flexibilidad y buen humor para poder llevarnos nuestra porción de queso y esquivar el sufrimiento.
Entretanto leo lentamente un libro magnífico titulado El Danubio de Claudio Magris. Cada párrafo me supone momentos de intensa reflexión sobre el sentido de la historia, del ser humano, la cultura y la vida... que no me da respuestas ni píldoras inspiradas en el pensamiento positivo. Me cuesta avanzar porque me detengo continuamente y subrayo con placer e interés. El autor no pretende arreglarme la vida ni hacerme más feliz, pero sí que me invita a acompañarlo en un viaje literario y existencial. Es un discurso profundo que responde a una concepción de la vida a través de un viaje poético y filosófico por el curso del Danubio. No son fórmulas para disipar o solucionar nuestras crisis sino la expresión de un pensamiento orgánico y denso que seguro que no serviría para ejecutivos exitosos en la sala de espera de aeropuertos ni para mancebos en la crisis de los cuarenta o para hombres y mujeres que necesitan una solución que les lleve al optimismo. Es la opción del conocimiento frente a la sonrisa enlatada que a algunos no nos interesa. Prefiero arriesgarme a ser infeliz ahondando en mí mismo y pensando que mi vida no está concluida ni cerrada. Es lo que según Claudio Magris divide a las personas: esa necesidad de estar siempre en movimiento en una curva que no está clausurada. Y añado yo, siguiendo al recuerdo que tengo de Joan Brossa, una curva en espiral no concéntrica.