Durante estas navidades leo –más bien devoro- dos libros a la vez: del primero hablaré un día. Se titula
Las benévolas de
Jonathan Littell. Es una historia turbia y siniestra aunque no carente de atractivo. El otro lo leo en algunas ocasiones, fragmento a fragmento. Un blog espléndido -
El tiempo ganado- me presentó a su autor,
Robert Walser, un suizo nacido en 1878. Su vida fue trasfigurada por el fracaso. Nunca buscó el éxito, y a los cincuenta años, escrita la totalidad de su obra, se apeó del mundo y fue ingresado en un manicomio. Murió durante un paseo en la nieve en 1956. Fue un hombre solitario que no tuvo nunca ninguna posesión a excepción de su paraguas y sus libros. Ni siquiera estos. Su escritura es triste. Leo la considerada una de sus mejores obras,
Jakob von Gunten, cuando voy en metro a ver a
Julia. Es una antigua amiga que está ingresada a sus cuarenta y nueve años en una clínica geriátrica para enfermos de larga duración. Su hígado está deshecho y su aspecto es el de una mujer de sesenta y cinco años. Tiene el húmero derecho roto, lo que le impide hacer rehabilitación para estimular las piernas que están entumecidas y sin músculo tras tres meses de ingreso hospitalario. Lleva pañal y las enfermeras han de darle de comer pues tiene el brazo derecho imposibilitado. Sus ojos están amarillentos y su piel, prematuramente envejecida.
Julia, no obstante, es una de las personas más prodigiosas que he conocido. Su vida se ha paseado desde que la conozco por el filo del abismo. Me maravillan su lucidez y su generosidad. Es una criatura delicada, poseída por una extraordinaria sensibilidad y un tremendo orgullo, como el de los personajes antiheroicos y humildes de
Robert Walser. Ha vivido en otra dimensión distinta a la de los personajes prosaicos que la hemos conocido. Como el autor citado, gustaba de la pasión por aquellos detalles superfluos de las cosas, esos detalles superfluos que, según la luz con que los miremos, son los principales. Escuchar a
Julia me enervaba en otros tiempos por esa supefluidad enojosa con que hablaba de las cosas y las personas. Parecía hablar otro idioma todo entreverado por un tremendo dolor de corazón y un portentoso sentido del humor. En medio de las mayores desgracias, ya debatiéndose su existencia entre la vida y la muerte, no ha abdicado de su ingenio e ironía. No hay tragedias delante de ella. Cuando la vas a ver al hospital no deja de emerger un humor fresco y palpitante, aunque en algunos momentos esté a punto de llorar y te confiese que está atemorizada. Ella, allí, entre ancianas catatónicas y enfermeras crueles, se debate entre la voluntad de vivir y la abdicación que la llevaría a dejar de sufrir y desaparecer. Es dependiente en prácticamente todo y todos sabemos que si sale de aquí, habrá de ser atendida por alguien 24 horas al día. El presente es sombrío y el futuro todavía más, si es que existe para ella. No dudo, no obstante, que si algún día pudiera estar sola, volvería al alcohol, la droga más peligrosa. Pero su hígado no resistirá una nueva agresión. Se sueña bebiendo martinis y corriendo por la playa en sueños gozosos que la asaltan en medio de noches interminables. A las ancianas les apagan la luz a la siete y media de la tarde. Sólo le queda soñar, allí donde el alma es libre para desplazarse más allá de las coordenadas espacio temporales.
Su vida es un fracaso absoluto, pero algo hay en ella que la hace singular en un mundo desposeído de grandeza y de espíritu heroico. No he visto existencia más provisional que la de ella. Nunca ha tenido piso en propiedad. Nunca lo ha querido. Ha ido deambulando por una docena de domicilios desde que la conozco. No tiene ninguna posesión. Incluso su único hijo adolescente, hace un par de años que decidió trasladarse a vivir con su padre, quizás para salir del caos que ha sido la vida de
Julia. Me faltan palabras para explicarla. Hace diez años que decidió aislarse del mundo y sus amigos y quedó en completa soledad a excepción de alguna visita de algún antiguo amante que iba a visitarla de mes en mes. Todo en ella ha sido, como dijo
Neruda, naufragio. Nada hay, o casi nada, que la retenga aquí. Sin embargo, pocas personas he visto que hayan amado tanto la vida como ella y que ésta haya estado cargada de tanta delicadeza y espiritualidad. Ir a verla es terrible, pero tengo la impresión de que es ella la que me consuela a mí. Cuando vuelvo en metro, revivo los momentos pasados con ella y avanzo en
Jakob von Gunten: “
Había arrogancia en sus palabras. Y tristeza. Y la arrogancia y la tristeza armonizan siempre bien”. Esa es mi
Julia, aragonesa de las montañas, a la que hay que añadirle algunas carcajadas de vez en cuando en esa espera inacabable hacia la nada. Eso sí, con las banderas de la humanidad y la sonrisa desplegadas al viento. Ha sido un placer conocerte, amiga. ¡Cómo entiendo la música de
Robert Walser en esos momentos!