El curso avanza rápido en bachillerato a la espera de las
temidas pruebas de selectividad para los que logren pasar por la horcas
caudinas de segundo de bachillerato. Estamos ya en el siglo XIX, tras tres
hitos en el siglo de Oro en poesía, narrativa y teatro. Hemos llegado al
Romanticismo y en breves trazos he de expresar el espíritu del hombre romántico
frente al ilustrado y aspirante a la Razón como supremo instrumento de
conocimiento del mundo. La historia es como una curva con sus nodos alternantes
entre periodos racionalistas y periodos críticos con la Razón. El Romanticismo
huye de la razón y se refugia en la subjetividad y en los sentimientos. La
clave, me digo, es el tamaño del “yo” en el hombre romántico. Busco algo
plástico para expresar esa dimensión del ego enfermizo de los románticos.
Evohé. Dibujo un “yo” diminuto en la pizarra haciendo referencia al que tienen
algunas personas dominadas por el mundo y aplastados por la realidad. Dibujo
luego un “YO” enorme, centenares de veces mayor que el primero. Ese es el yo
del hombre romántico: desmesurado, excéntrico, sobredimensionado... Dicho ego
les llevaba necesariamente a chocar con la realidad y con el mundo que no
estaba a la altura de sus expectativas desorbitadas. Ello nos lleva a
reflexionar sobre el hecho que yo les sugiero que los artistas en general
tienen un ego expansivo y enorme. ¿Se creen, por tanto, superiores? –me
pregunta una de las chicas de la clase-. Sí, en cierta manera. En buena manera
su ego es tan grande y complejo que les lleva a ser narcisistas, enamorados de
sí mismos. Pero eso no evita sus grandes abismos íntimos, su evolución
desordenada de estados de ánimo que los lleva a sentirse geniales y a
continuación a ser para sí mismos menos que un gusano. Esto les sorprende. Los
artistas románticos en especial se sentían muy por encima del mundo sórdido en
que les había tocado vivir y huían de él, sea hacia el pasado idealizado o hacia un futuro revolucionario en que el
mundo se transformaría a la medida de sus ideales. De ahí las dos vertientes
del romanticismo: el tradicionalista y el liberal revolucionario. Los
sentimientos se sobredimensionan en el interior del espíritu del artista
romántico. Estados emocionales unidos a ello son la angustia, la melancolía, el hastío, la
desesperación, la exaltación que no dura mucho puesto que caerá en el vacío de
un mundo incapaz de comprender dicha elevación. La idea de artista
incomprendido aletea sobre el panorama. Su arte es demasiado grande para ser
asumido y reciben, por tanto, el rechazo de la sociedad, a la que desprecian.
En medio está –les dibujo- el yo equilibrado: el que no es
aplastado por las circunstancias ni el exagerado del artista romántico. Es el
mejor. Hago referencia entonces al tamaño de sus egos sobre el que he
pretendido hacerles reflexionar como anexo al tema del romanticismo. El yo sano
es equilibrado y tiene una justa medida, conoce sus limitaciones y sabe dónde
comienza el sueño y termina la realidad, no como el protagonista de La vida es
sueño que acabamos de leer.
Una chica me pregunta en qué momento de la historia estamos
ahora, si en uno caracterizado por la confianza en la razón o en el sentimiento
y la irracionalidad. La respuesta no es fácil porque vivimos –le digo- en un
tiempo terriblemente complejo en que nada dura más allá de unas semanas, en que
hay una mezcolanza total de estilos, en que el mundo se ha hecho pequeño, no
como el mundo en que vivían los románticos que todavía era fuertemente teñido
por la superioridad de Europa frente al resto del mundo, y por la dimensión
todavía misteriosa del planeta que era inmenso y con zonas de profundo misterio
en el corazón de África, Asia y Sudamérica. Las comunicaciones eran lentas. Hoy
vivimos en la era de internet. El mundo se ha hecho muy pequeño, vivimos
intercomunicados por infinidad de pequeños ordenadores que llevamos encima...
Yo viví hace veinte años (1996) la sensación de navegar por primera vez por
internet y fue algo difícil de olvidar. Hoy internet forma parte de nuestra
identidad y solo es el principio. Pronto habrá ordenadores de grafeno y tal vez
en un futuro no demasiado lejano lo sean cuánticos (aunque todavía son una
hipótesis no realizable de momento). No podemos saber muy bien en qué momento
estamos. Algún pensador lo ha calificado de “líquido” (Zigmunt Bauman). Nada
parece estable más allá de pocos días o unas semanas. Antes los movimientos
duraban un siglo, medio siglo, unas décadas, luego una década, unos años y
ahora duran como tendencias muy poco tiempo. Ahora es el tiempo de las redes
sociales, inimaginables hace diez años, y no tengo ni idea qué pasará en diez
años en que Facebook o Twitter habrán pasado a la historia y serán vistos con
la nostalgia de un pasado que nos ocupó durante un tiempo. Les digo que hace
veinte años les dije a mis alumnos en clase que los libros terminarían
desapareciendo y que los futuros libros serían electrónicos. No podían creerme,
pero era el tiempo de la primera guerra del Golfo (1991) y todavía no había
eclosionado internet. Ya es un pasado remoto. Que existió aunque nos parezca
increíble. Estos muchachos de ahora tienen 18 años. Nacieron hacia 1997, justo
cuando yo empecé a navegar por internet.
Tal vez dentro de un siglo se pueda saber en qué momento
estamos –me dice otra muchacha-. Si es que el mundo sigue existiendo –contesta otra-.
Esto es una clase de literatura. Y lo demás historias.