Hay un lugar común que dice que viajar y leer nos abre la mente, y quiero resaltar especialmente el que hace referencia a viajar. Parecería que los viajeros son personas más abiertas, menos narcisistas, más universales y, por supuesto, menos dadas al fanatismo provinciano de las patrias.
Nada más lejos de la realidad. No quiero sostener que lo anterior sea imposible, pero mi experiencia de conocer a viajeros que han dado siete veces la vuelta al mundo no es muy enriquecedora. Viajar ¿cómo? Sería la primera pregunta. ¿Con el bolsillo bien repleto? ¿En un viaje organizado? ¿Por libre? ¿Para hacer fotografías? ¿Para nutrir nuestro ego?
Me he encontrado -cuando yo viajaba- a personas rutinarias en su pensamiento a miles de kilómetros de su lugar de origen. Medían la riqueza de Balí por la cantidad de mosquitos, por el calor, por la comida que encontraban deplorable y estaban amargados por el carácter de la gente que juzgaban desordenado o anárquico o conformista. Me he encontrado en Indonesia a personas a las que me he dirigido gozoso, tras tres meses de no hablar español, para preguntarles si eran españoles como me habían dicho y me contestaron secamente que no eran españoles, que eran vascos.
Desconfío de los viajeros. Más en este tiempo en que tanta gente viaja y no es nada extraordinario viajar a cualquier punto de globo. Viajar ¿para qué? ¿Para ver paisajes bonitos? ¿Para ver otras costumbres? ¿Para comer alimentos diferentes? Bah.
He decidido no volver a viajar, aunque hace mucho tiempo que no lo hago. El turista tiene una mirada superficial, viaja apresuradamente sin penetrar en el país en que está, que compara continuamente con el suyo y al que anhela volver para mostrar las fotos que ha hecho.
Los viajeros no me inspiran. Moverse ¿para qué? Quizas Marco Polo o algunos grandes viajeros entendieron la esencia del viaje que no es otra que perder toda esperanza y abrir tu espíritu –sin prejuicios- a lo que la fortuna te permita ver. Viajar es un arte, uno debería hacerlo sin red, exponiéndose a la soledad, al miedo, al fracaso, a la pérdida de sentido del viaje. Eso implica tiempo. Tiempo de amar y tiempo de morir. La mirada se afila en la soledad. Uno habría de viajar solo, sin hacerse ilusiones, hundirse en la desesperación si cabe. Y tal vez, tal vez, porque esto no está garantizado, renacer, porque nadie puede asegurar que esto se produzca. Puede ser, pero uno no lo ha de buscar. Si se busca no se encuentra. Surge cuando uno ha perdido la esperanza. Es fundamental perder la esperanza.
Me encuentro en mi práctica profesional a personas que han viajado mucho y son triviales, y a personas que han viajado lo justo y son profundas. También podría ser al revés, claro está y abundan los ejemplos en un sentido u otro, pero quiero subrayar que un viaje no abre los ojos a nadie si uno no está preparado para desaprender, para dejarse llevar por la facultad contemplativa.
El estado natural del ser humano es la contemplación. Se puede practicar viajando o sin moverse del barrio, sin salir de una manzana imaginaria. Es la mente la que se mueve no el cuerpo, pero para que se mueva, lo esencial es aprender a estarse quieto. No hay viaje auténtico sin quietud espiritual. Viajar por viajar es un ejercicio inútil, pero allá cada uno con sus gustos y aficiones.
Los verdaderos viajes son interiores.