Preparando un trabajo para la escuela con mi hija pequeña, hemos leído un relato muy interesante titulado El bellaco durmiente de Dimas Mas. A eso de las nueve de la noche teníamos una media hora para dedicarla a la lectura, al comentario y toma de notas. El libro se abre con la archifamosa cita de Bartleby el escribiente, “Preferiría no hacerlo”, esa frase misteriosa que tantas veces hemos soñado decir a alguien para negarnos a realizar algo indeseable.
El libro tiene la estructura de un relato dentro de otro relato. La abuela teje un relato oral, sinuoso y maravilloso, a lo largo de dos noches con sus nietos Elia y Luis. Les cuenta algo que tal vez sucedió a su padre, Lucas, hace mucho tiempo, algo que también el abuelo contó en un libro, un libro del que enigmáticamente también forman parte ellos que están escuchando la narración. Hay dos tiempos, pues: el del relato, esas dos noches, la del sábado y la del domingo en que la abuela les cuenta la historia que le sucedió a su padre, y el tiempo evocado que fue aquella aproximadamente una semana de acontecimientos inolvidables pero de los que no ha querido volver a hablar Lucas que en aquel momento iba a cumplir ocho años.
¿Qué le pasó a Lucas? Pues que una mañana se levantó y no quiso abrir los ojos. Sin explicación ninguna, el protagonista mantiene, con una contumacia sorprendente y sin dar ninguna explicación, la decisión de no abrir los ojos lo que no le impide "ver" de alguna otra manera, como con los ojos de dentro o el mismo corazón. Va al colegio, pero llaman para decir a sus padres que lo vayan a recoger. De nada valen sus palabras con el niño, ni las amables ni las bruscas. El padre -el abuelo de Elia y Luis- incluso en un momento pierde los papeles y le da una bofetada, lo que ante la reacción de Lucas, provoca una honda desesperación en el abuelo y su llanto dolorido por la noche. No hay nada que hacer, Lucas no quiere abrir los ojos y ni la visita al pediatra, al psicólogo e incluso a un curandero sirven de nada para cambiar su terca decisión que aparentemente no tiene ninguna explicación lógica.
La narradora es la abuela y los receptores son los nietos. En ningún momento aparece otra voz narrativa y la novela es puro diálogo dinámico y gozoso . El lector se deja llevar por la magia del relato intentando saber qué va a pasar, lo que mantiene muy bien la intriga y la tensión de la historia. Todo parece seguir igual hasta que un día sucede algo terrible y angustioso que posteriormente se resolverá felizmente. No voy a desvelar qué es pero sí que una de las claves de la novela, lo que la hace sugerente y sumamente interesante, es la rebelión del muchacho en torno a sus ocho años que en la novela aparece caracterizada como el inicio de la edad de la razón. “Quién puede llegar a conocer las motivaciones de un niño de ocho años, ¡o de una persona de cincuenta!? Cuando se entra, como él lo está haciendo, en la edad de la razón, hay siempre un momento en que todo se vuelve turbio, como el agua a punto de romper a hervir, para que todo, después, se vuelva transparente.” Es un relato iniciático, de los de un umbral a partir del cual nada vuelve a ser igual que antes, pero en este caso no toma, como es habitual, como eje la adolescencia, sino la llamada edad de la razón de la que no suele hablarse en las nuevas teorías psicológicas acerca de la evolución de los niños. La edad de la razón es un tiempo en que el niño empieza a tomar sus decisiones y a sentirse responsable de ellas y ha de franquear dicho umbral mediante quizás un rito de transición.
Pero la pregunta que me hago aquí y que transmito a los lectores es si son conscientes de este umbral del que antes, en mi niñez, se hablaba mucho, sobre todo a partir de la primera comunión como referencia. Era un tiempo nuevo en el que existía ya el concepto de responsabilidad y de toma de decisiones. Ha dejado de hablarse de él, no sé si por considerarlo obsoleto o porque este momento de maduración se ha pospuesto a otras etapas posteriores. ¿Dónde está situada ahora dicha edad de la razón? ¿A qué se debe que se haya orillado este momento importante en la evolución infantil?
He conocido otras culturas, en Indonesia por ejemplo, en que me comentaban que los niños tenían derecho a su paraíso infantil, lo que duraba aproximadamente hasta los siete años, y tras este momento se entraba en un tiempo nuevo marcado por la responsabilidad familiar y social. No sé si ahora con la superprotección que existe hacia los niños se tiende a retrasar esta maduración, a la vez que les impedimos vivir su infancia cargándolos de actividades extraescolares y proyectando sobre ellos nuestra presión de desmedidas expectativas. El caso es que cada vez existe menos un espacio para el misterio y la soledad, que también necesita la infancia, para que el niño se encuentre consigo mismo, con tiempo incluso de aburrirse -ese tiempo que no soportamos y al que continuamente queremos llenar de actividades con contenido.
A veces me pregunto si la infancia está en crisis, y como consecuencia también la maduración que sería necesaria en el momento de empezar a salir de ella. El resultado es niños que no han vivido su infancia con el gozo de la libertad -agobiados por nuestras ganas de ocupar todo su tiempo y la árida vida en las ciudades- y eternos adolescentes que no quieren crecer, acostumbrados en muchas ocasiones a que no se les diga que no porque, esa es otra, queremos darles todo. Tienen demasiadas cosas, y eso también es una enfermedad. El resultado es que soportan mal la frustración y se niegan a crecer con nuestra complicidad inconsciente.
El bellaco durmiente es una buena reflexión sobre la infancia y la maduración, que ha de buscar sus propios lectores, no necesariamente niños. En algunos sentidos la hemos leído como una novela fantástica y una fábula espléndidamente escrita.