Suelo leer bastante sobre
la crisis de fin de siglo en la transición del XIX al XX y el impacto de la
Gran Guerra del 1914-1918 sobre las conciencias occidentales, pero hasta ahora
no había sido consciente del estremecedor vacío moral que se abrió tras la contienda
especialmente terrible en que millones de hombres murieron absurdamente hundidos
en trincheras pudriéndose e infectándoseles los pies, en medio de hedor, cadáveres
descuartizados y excrementos. Nada de lo que había tenido
sentido antes de la guerra, lo tuvo después. Todas las certezas sociales,
espirituales, científicas, filosóficas y morales se hundieron. Los llamados felices años veinte fueron una etapa de
transición llena de angustia y a la vez de euforia, tras la guerra y una
terrorífica gripe en la que murieron de cincuenta a cien millones de personas. Europa estaba llena de tullidos e inválidos que, tras la guerra, se vieron sumidos en la mendicidad y nadie estaba dispuesto a escuchar sus historias. Molestaban recordando lo que nadie quería recordar.
En el mundo anterior a la
guerra había un orden social y moral, cuestionado por la modernidad, pero
parecía ser un mundo estable y seguro, próspero. Tras la guerra, se disolvió
esa estabilidad y se cuestionó la racionalidad que había hecho que millones y
millones de hombres murieran sin sentido alguno. Nietzsche, el filósofo
antirracional, iluminaba ese mundo desolado, y el historiador Oswald Spengler
con su archifamosa La decadencia de
occidente interpretaba que occidente estaba en una fase de agonía como
civilización, y que era necesario un cesarismo que insuflara algo de sentido a
los hombres infectados por la democracia americana y británica. Pugnaban un
ansia de orden y moralidad con la sensación embriagadora de libertad racial,
sexual, moral y humana. El fascismo y el comunismo eran ideas de orden que
rechazaban la degeneración en que estaba sumida la civilización. Pronto
chocarían dramáticamente.
Y la música de esa debacle
moral fue el jazz, un ritmo negro que se adueñó del mundo expandiéndose desde
los Estados Unidos y las comunidades negras. Se bailaban bailes sensuales en
los antros donde se bebía alcohol, en plena Ley seca de los años veinte. Ese
impulso de moralidad que supuso la prohibición del alcohol consiguió totalmente
lo contrario. La sociedad americana bailaba y bebía contraviniendo la ley,
nunca el orden había sido tan cuestionado.
El arte de este tiempo es
el DADÁ que es el antiarte como grito absurdo contra la civilización racional y
el arte tradicional. Surgió en Zurich en Suiza, en plena conflagración bélica.
Y se extendió tras la guerra a otros países como Francia y Estados Unidos. Por
todo occidente.
Cuatro imperios habían
caído: la Rusia zarista, el imperio Austrohúngaro, el Otomano y Alemania. Surgieron
nuevas nacionalidades y nuevos países que crearon un nuevo equilibrio sumamente
inestable en Europa. Hay historiadores que piensan que la primera y la segunda guerra
mundial es la misma guerra en dos fases con un espacio de tiempo entre ellas.
Las ondas de la guerra y sus
consecuencias derribaron cualquier tipo de certeza, los hombres de este tiempo
perdieron sus coordenadas. Incluso a nivel científico, surgió la física cuántica
con Heisenberg y su principio de indeterminación en el mundo subatómico que
contraviene totalmente la física newtoniana. Y claro, Einstein y su teoría de la relatividad. Hubble, el astrónomo, descubre que
la Vía Láctea no es la única galaxia en el universo, y confirma que es una más
entre millones de otras galaxias. El ser humano se queda sin asideros científicos
para considerarse una especie singular en el universo.
Kafka, que muere en 1924,
dio vida a universos inquietantes y absurdos en que el hombre es víctima de
una atroz falta de sentido. Las máquinas parecen dominar el mundo y el ser
humano es un simple pelele frente a ellas.
Pienso que nosotros, hijos de la Segunda Guerra mundial y sus consecuencias, hemos vivido un mundo bastante estable en Europa durante setenta años. Para entender lo que significó a nivel humano, político y social la Gran Guerra, habría que imaginarse que viviéramos ahora un conflicto bélico terrorífico en Europa en que murieran decenas de millones de personas, que nos golpearan pandemias devastadoras, que la Unión Europea saltara por los aires y desapareciera, que los nuevos nacionalismos estallasen violentamente, y que el dinero y los ahorros dejaran de tener valor, devorados por la inflación y una crisis económica brutal en una Europa en ruinas. Algo así vivieron pero peor nuestros ancestros tras una guerra que empezó festivamente en un agosto de 1914 de euforia en que se pensaba que la guerra sería una fiesta para resaltar la dimensión masculina y heroica de los combatientes frente a una civilización débil y acomodada.