Estos días de espera del comienzo del curso, aprovecho
instantes de escapada de casa para tomar fotos en Barcelona y en Cornellà.
Fotografío todo lo que se pone a mi alcance. Zonas del Raval, iglesias románicas, el Paralelo,
inmigrantes, mercados de intercambio de cromos por niños (allí fui confundido
con un pederasta y un padre me amenazó físicamente y con la policía), mercados
populares ... Anhelo fotografíar la vida en su totalidad. Me gustaría hacer
fotos en un velatorio ante el cadáver, en la sala de espera de la muerte en un
hospital, de mujeres atractivas, de ancianos, de niños, de seres anónimos que
deambulan por la calle. He pensado en ponerme un cartel que diga que fotografío
gratuitamente y que envío las fotos por correo electrónico. Me atrae la vida de
la ciudad, en su devenir bastardo y feo. Las ciudades no son hermosas. Hemos
creado la urbe pero es opaca, burocrática, funcional, esencialmente inarmónica,
hecha a retazos. Me atrae su imperfección, su propia fealdad ... aspiro a
concentrar en un instante la vida de la ciudad, robando las fotos, exponiéndome
a que me amenacen o me tilden de lo peor. El fotógrafo de calle es como un
ninja, acechando sombras, carteles en las paredes, figuras fugitivas, con su
cámara a punto de disparar esperando la conjunción de la suerte y una buena
exposición fotográfica.
Reviso entre mis contactos fotográficos las estéticas que me
atraen. Desecho los consagrados por las multitudes, los universalmente
seguidos, elijo el blanco y negro por su faceta documental, tacho de mi lista
las fotos de mujeres hermosas y desnudas si no me ofrecen más que belleza
extática, olvido pronto las fotos de atardeceres tuneados por filtros
espectaculares, las cascadas con ese efecto de espuma que ya me aburre, las
fotos de Islandia en el último viaje al
país de moda, no me interesan las fotos de animales ni de plantas o de
flores por bellísimas que sean, ni de edificios en su artificiosa
arquitectura. Abomino las fotos de
alimentos, la última paella comida, las pesas en el gimnasio, las fotos de la
última cena con los amigos en que todos son felices y ríen. Me he ido dando
cuenta de que cada vez soy más tendencioso. Me gusta el retrato del alma y la
fotografía callejera. Especialmente de fotógrafos que no son profesionales.
Menuda banda. Fotógrafos que están buscando y arriesgando, desgarrándose en esa
búsqueda. Exponiéndose a la soledad, a no ser entendidos, a levantar
indiferencia o desagrado, a que les metan una hostia por hacer fotos donde no
se debe. A los niños por ejemplo. El tabú de nuestro tiempo. Fotos de enfermos
de depresión que revelan sus mundos desoladores, fotos de reportajes sobre
toxicómanas a lo largo de dieciocho años hasta su muerte. Sería feliz si se me
permitiera, como a Diane Arbus, hacer fotos en un psiquiátrico. No me atrae la belleza estereotipada, esos cuerpos
perfectos de muchachas rodeados de gasas y veladas, ni esos atardeceres más
falsos que Judas con esas nubes dramatizadas. No. En un primer momento pude
quedarme fascinado por la técnica exquisita de algunas fotos preciosas. Modelos
bellísimas profesionales. Bah. Anhelo mundos inquietantes, indagadores, en el
límite, hermosos en su imperfección y en su falta de estilo académico, mundos
poco frecuentados, minoritarios. Cuando escucho de una foto que es preciosa,
que es bonita, me quedo boquiabierto porque es verdad. Es bonita, es preciosa,
un encanto, y probablemente representa la esencia de la belleza, de esa belleza
que tanto anhelamos como huida de un mundo esencialmente vulgar y banal. Tal
vez sea hermosa. Tal vez. Pero hay una belleza que a mí me hechiza mucho más.
La belleza del alma torturada, de esa belleza que aletea en un cuerpo
imperfecto ... Esos fotógrafos que se arriesgan a no gustar, a recorrer las
calles con su cámara robando fotos entrando así en el alma de la gente común de
refilón. Voy creando una cartera de fotógrafos de estas facetas cuyas fotos
suponen una búsqueda y un estilo radicalmente personal enfrentado a los gustos
de las mayorías siempre tan tranquilizadores y previsibles así como anodinos.
El buen fotógrafo no es famoso ni se dice realmente fotógrafo. Pone su cámara
en la calle y fotografía a la gente común, como aquel fotógrafo malinés Seydou
Keita, que tanto admiro. Una cámara normal, un estudio con una cortina barata y
magníficos retratos que tardaron en ser reconocidos por occidente pues trabajó
en el anonimato en Bamako.
Un instituto de Enseñanza Secundaria con sus centenares de
alumnos feos, desgarbados, llenos de acné y de hormonas a tope es un buen
estudio para hacer fotos en un tiempo de transformación. Es una belleza de un
fulgor conflictivo, la adolescencia, esa época salvaje en todos los sentidos
... y que uno que es profesor ha de convertir en algo domesticado y cultural.
Pues eso, la fotografía como un abismo que se abre, sin
horizonte cierto y en que solo está asegurada la caída en una hermosa y
vertiginosa danza entre las tinieblas del corazón.