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sábado, 26 de diciembre de 2015

Balada alegre en el día de San Esteban


La soledad es tan hermosa
como un pájaro silencioso y lleno
de grandes ideales que vive
intensamente su agonía
en tardes sempiternas de domingo
en que no hay nadie en las calles
y todo es silencio de estrellas moribundas.
El hombre vive en soledad
sus momentos más grandiosos:
por ejemplo morir en un bello paisaje
de espacios inmensos
cuando mi padre me llamaba imbécil
porque no quería ponerme la bufanda.
No obstante, hubo libros seductores
que leí en aquella misma habitación
en que la luz brillaba toda la noche.
Me encantaban los libros
sobre la guerra Mundial,
y yo me abalanzaba en un stuka sobre
las arenas del desierto en que una flor crecía
tristemente de madrugada
y los enemigos clamaban ateridos
para que los ampararan antes
de que llegara Pentecostés.
Así me moldeé yo: en la incerteza
y la carencia de orden planetario.
Viviendo como niña atónita ante la vida
que se abría como una dalia enmarañada
y sin demasiada belleza: era oscura,
trágica. Le faltaba todo para ser una flor.
Tal vez no lo era y yo me lo imaginaba
en aquel verano que bebía horchata,
leyendo y leyendo sin parar.
Todo aquel tiempo vuelve como una rueca
envenenada, pero no soy la bella durmiente
ni Raskolnikov en su acto tan hermoso.
Todo crimen lo es en su pureza
de ansia insatisfecha de cervato
atemorizado ante el fuego.
Yo solo leía aventuras
en que imaginaba seres
más bondadosos que los que el universo
de lo real me ofrecía.
La ficción siempre era más amable
que la vida y Cristo agonizaba
-ya sabemos- preguntando a su Padre
que por qué le había abandonado.
Sí, ¿por qué abandonaste el corral
lleno de niños en que todos comíais
sin vergüenza ni miedo?
Todo surge en medio de la torpeza
y el desasosiego.
Y yo, ahíto de turrón, gloso
a las 12.39  el orden moral
de los bonobos,
tan amorosos en la selva
que estamos devastando
para nuestras flores de plástico 
satisfechas con su propio delirio.   

viernes, 25 de diciembre de 2015

En el portal de Belén hay estrellas sol y luna ...


Nadie comprende nada: 
caminamos por el aire como pájaros
sin espuelas, 
y los ricos enhebran sus rizos dorados
con el runrún de las cajas fuertes
en que guardan sus pasteles de amarga crema. 
Y yo, hoy enredado en las palabras, 
salto inequívoco hacia la estrella puntiaguda
que tiene siete vértices morados. 
(Mi padre, entubado en la habitación del hospital,
junto a un pterodáctilo naranja). 
Dulces sueños, dulces siempre en las eternas
tardes de domingo de mi infancia en que lloraba
aturdido de dolor y de sombra. 
Las hormigas ahuyentaban mi sueño
en el parque del Batallador 
mientras mi novia subía a una bicicleta
con ruedas de esparto
y yo, acuciado por el deseo, 
anhelaba el olor del himen 
cortado en láminas 
y ofrecido triste a la memoria de Franco.
¡Oh, altar que viene a mí, 
agudo como un cuchillo enterrado en el barro!
Y la niña con su consuelo azulado
me acariciaba los párpados 
cuando lloraba en su buhardilla
de la calle que hacía esquina con la mía.
Fue el tiempo lejano y próspero 
de la infancia, eterno y  huidizo
como procesiones de Semana Santa 
a las seis de la tarde entre los cirios amarillos
que humeaban frenéticos
implorando a dios que lloviera
para anegar la tierra y fertilizar las heridas
que surgían cada primavera. 
¡Oh, Cristo, que naciste en Nochebuena!
¡Qué gozada tus meneos certeros de cintura
y tus puñales de sombra agazapada!
Ayer celebramos tu nacimiento
en un portal lleno de desechos industriales 
y roedores sedientos de dolor de los niños
que se confunden de día y vienen a morir
cuando es viernes, sin saber que están equivocados.
Y yo me alzo incólume,
como un prodigio de estirpe venida a menos,
para acariciar con mi aliento al niño, 
que ha nacido entre las pajas
en un solsticio de hembras turbadas 
por el calor del miembro arrogante de un cochero
millonario. 
Sí, es el día. Es la santa noche
de olivas y de cardos, 
que surgen estremecidos 
alrededor del niño encantado. 



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