Imaginemos un instituto de barrio de aluvión migratorio en los años cincuenta y sesenta, y añadamos otra ola migratoria en los últimos diez años de origen latinoamericano y magrebí que hacen que el porcentaje de alumnos de origen no español sea más del cincuenta por ciento. El instituto se esfuerza en integrar a esta masa de recién llegados intentando hacerles mínimamente competentes en la lengua considerada oficial mediante “aulas de acogida”. Los cursos agrupan a los alumnos por sus necesidades educativas y ello implica que ha de adaptarse el currículum a su realidad. La mayor parte del alumnado -inmigrante o no- no cuenta con familias que aprecien la cultura, la lectura o la ciencia. El instituto es el único cauce para la integración y educación igualitaria de las muchachas que pertenecen a culturas en que la mujer está sometida y subordinada a la sociedad de los hombres.
El instituto pretende motivar el aprendizaje, pero ha de asumir su realidad social. Se trata de conseguir enganchar a estos chavales sin hábitos de estudio, habituados poco o nada al esfuerzo intelectual, al sistema educativo para que funcione como palanca de promoción social.
Se busca disminuir el fracaso escolar o el abandono, y se urden todo tipo de estrategias para reconducir a los alumnos conflictivos, o simplemente objetores a la clase. Se intentan programas de mediación, se ensayan carnés de conducta escolar por puntos, se introduce la tecnología masivamente para intentar hacerles más atractivo el aprendizaje.
El resultado es un instituto que -desde mi punto de vista- no puede garantizar debidamente el nivel educativo. Los chavales en general no están para esto y se acostumbran a que todo se les dé mascado y que el instituto esté continuamente adaptándose a sus necesidades educativas de lo más variado. El bachillerato se nutre de alumnos que han promocionado con generosidad magnífica la ESO y tardan en darse cuenta de que el bachillerato marca otra pauta de comportamiento y de exigencia. Pero la inercia es tanta que surge un rechazo a cambiar de dinámica. ¿Exigencia? La justa. ¿Madurez? La imprescindible, pero ni un gramo más. El profesor que suspende -para estimular- se convierte en un personaje insostenible en ese contexto. Recibirá la animadversión rencorosa del alumnado, la oposición de los padres, la mirada escrutadora de la dirección y la desconfianza de la administración que busca buenos resultados que muestren que se progresa adecuadamente. De hecho se pueden abrir informes para investigar si se “pueden mejorar los resultados”.
A este sistema de adaptación a la realidad social circundante creo que se le puede calificar de alguna manera como un tipo de “discriminación positiva” que consiste en facilitar de muchas maneras la promoción académica por razón del entorno social. Sabemos por el contrario que para que un sistema sea eficaz, debe ser exigente. ¿Puede ser exigente un sistema educativo en un ambiente complicado? ¿No debe primarse la cohesión social por encima de los conocimientos, por otra parte tan relativos? ¿Se puede comparar un centro de barrio de estas circunstancias con las escuelas de elevado nivel académico de la zona alta de la ciudad en que todos los padres son universitarios, tienen acceso a la cultura y medios económicos sobrados?
¿Hacemos bien en adaptarnos prioritariamente a las circunstancias sociales? ¿En facilitar la promoción con escaso rendimiento académico para primar la cohesión social? ¿Debe ser la enseñanza exigente –lo que implica un número necesario de suspensos y repeticiones de curso para alcanzar el nivel básico? ¿O debe dejarse una cierta liberalidad y una clara generosidad a la hora de enjuiciar y calificar el mundo adverso al conocimiento que nos envuelve?
¿O se trata de sobrevivir como se pueda en medio de este eje cohesionador, empleando artimañas y técnicas de supervivencia? ¿Es la escuela cohesionadora palanca de ascensión social o un artilugio para hundir a los mismos de siempre allá donde deben estar?
Abajo.