Salgo a tomarme algo a Els arcs, un bar popular de Calafell. Dos cervezas mientras leo un capítulo de El segundo asesino. El bar abre de 13.00 a 16.30 y tiene que dar menús a los pocos clientes que vienen, dos grupos y un hombre solitario –italiano que pide solo un plato de albóndigas-. Mientras estoy leyendo, llegan unos conocidos a los que dediqué una entrada hace dos años. El padre -pelo blanco, cincuenta y tantos años- de un joven deficiente que ríe o aúlla, que solloza o alza su rostro en un padecimiento terrible si él es consciente. Miro sus manos y sus dedos extraviados como garfios dislocados. Estas dos figuras vienen con unos amigos, lindando los cuarenta, con moño él y ella, morena. Llevan un perrito al que dan de comer en una bandeja amarilla. El muchacho deficiente da alaridos con sus dientes amarillentos a la vista todo el rato como una risa maléfica. El camarero los atiende. El padre cuida con cariño a su hijo de veintitantos años, le da de comer pasta con tomate como se da a los niños pequeños, el mismo gesto con que yo lo hacía a mis hijas para que les entrara la comida en la boca y no se saliera. El amigo los fotografía o es el mismo padre con su hijo el que se hace selfis. Parece que es el cumpleaños de Rubén, el hijo, pero él no es consciente. Admiro a este hombre ante su adversidad. Los que tenemos todo a favor nos quejamos de pequeñas cosas, pero esta persona con su hijo se ha ganado una buena reencarnación tras el bardo, pienso. Me hallo totalmente imbécil ante el ejemplo de este hombre. Es, junto a su madre, a la que describí hace algún tiempo, los seres más sublimes –el adjetivo sublime implica el horror- que he visto hace mucho tiempo. Los que llevamos una existencia convencional no sospechamos los límites de la misma.
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sábado, 27 de febrero de 2021
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