Leo una novela de 1929 de Thomas Wolfe, un autor muy desconocido en España, pero que formó parte de la llamada generación perdida norteamericana en que figuraban Scott Fitgerald, Faulkner, Dos Passos, Hemingway… Wolfe murió a los treinta y siete años pero antes había escrito torrencialmente relatos de enorme calidad como el que estoy leyendo, El ángel que nos mira, que sin pretenderlo es el más potente alegato antirracista que he leído porque en él los negros que aparecen en segundo plano no son nada, son parte inerte de un decorado en sus barrios de chozas, sin nombre, sin dimensión, sin tener ninguna parte en esta historia porque parecen subhumanos. No hay ni un negro que se singularice y pase del estereotipo en medio de caracteres sutilmente descritos de la famila Gant. Es increíble la falta de sensibilidad de Thomas Wolfe al no fijar su mirada en otros seres que él debía ver como casi simiescos –en alguno de sus párrafos los califica de gorilas de amplia sonrisa-, y parte de una tramolla en que solo servían como criados innominados y sin ninguna pincelada de color sobre sus personalidades o sus vidas.
Lo malo es que los que leían libros como este no consideraban que aquello fuera anómalo sino que lo veían como la cosa más normal del mundo. Los negros eran definitivamente inferiores incapaces de alumbrar ninguna página de una novela, por otra parte, excelente. El lector se siente desolado y con mal cuerpo porque es un retrato exacto de América y del largo trecho que se tenía que recorrer en pos de los derechos humanos que concedieran dignidad a estos seres aplastados en la nada y la insignificancia.
El racismo es una realidad mucho más profunda de lo que parece. El otro día leí una entrevista a Taiye Selasi –escritora afropolita a caballo entre el Reino Unido, Estados Unidos y Ghana- en que era profundamente pesimista en cuanto a la superación del racismo incluso por parte de los progresistas que se manifiestan con consignas como Black Lives Matter pero no llevarían a sus hijos a colegios donde los niños negros fueran algo más que un detalle numérico, ni vivirían en los barrios de mayoría negra. Hay muchos blancos que aplauden cuando un grupo de policías reducen a un ser de piel marrón porque los consideran peligrosos y nadie sabe de qué son capaces. Los derechos humanos se consiguieron en teoría pero el racismo sigue profundamente vivo. Taiye Selasi apunta en una entrevista a los progresistas que leen libros escritos por africanos o afroamericanos, y afirma que estos no son una medicina. Pienso en mí, que tengo una biblioteca muy extensa africana y que me pasé años leyendo solo libros escritos por personas de piel marrón, como los llama ella, y me doy cuenta de que a la hora de la verdad, yo si viviera en Estados Unidos o en un contexto de fuertes minorías negras, yo sería tan racista como quise evitar ser, a pesar de conocer a fondo la tragedia del continente africano y los terribles padecimientos de estas personas. Pienso en si el racismo es de origen genético porque culturalmente he leído prácticamente todo, lo sé casi todo, pero… me descubro racista y ello me avergüenza seriamente.