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martes, 17 de noviembre de 2020

La grandeza de Lev Tolstoi

A veces siente uno una llamada y es lo que me pasó hace unas semanas en un comentario algo impertinente que dejé en Instagram en una página de citas literarias, en este caso de Lev Tolstoi, el gran escritor, del que había leído sus principales obras y alguna otra sobre sus últimos días. Como contestación, recibí una coz bastante agresiva en que se me calificaba de ignorante, de “artista” –por mis fotos en mi perfil de Instagram- y me instaba perentoriamente y de modo desagradable a leer los Diarios de Tolstoi, Me sentí tocado, pero luego pensé que ciertamente no los había leído, y en pocos minutos los pedí y me los trajeron al día siguiente en un volumen que abordaba sus últimos años, los que van de 1895 a 1910. El había nacido en 1828. Este post es un resumen –demasiado sintético- de mis impresiones tras la lectura por parte de este realmente “ignorante”. 

 

Los diarios abordan simultáneamente cuestiones filosóficas, literarias, políticas y de ideas, por un lado, y situaciones familiares y domésticas –de su relación con su mujer Sofía Andreievna, sus hijos y visitantes a su finca de Yásnaia Poliana, por otro. Para él el diario era algo fundamental y un instrumento que permite la autorreflexión al que no se puede mentir. Las mentiras en un diario son claramente llamativas. Esto me interesó mucho, pues desde hace muchos años yo mantengo el hábito de escribir un diario lo que constituye un motivo de felicidad diaria cuando anoto mis impresiones acerca de cada día. 

 

Lev Tolstoi era conde y muy rico; poseía grandes extensiones de tierra y bosques con campesinos que los cultivaban y cuidaban. Esto progresivamente le fue causando un hondo malestar, pues su pensamiento se fue haciendo cada vez más partidario de la justicia social y el reparto de los propios bienes siguiendo las palabras de Cristo. Además, quiso renunciar –y renunció- a los derechos de autor de algunas de sus obras. La faceta generosa de Tolstoi no agradaba a su mujer ni a sus hijos. Sofía había sido su fiel secretaria durante muchos años y había copiado, por ejemplo, siete veces Guerra y paz para la edición de la novela. Sofía se veía totalmente desplazada por los proyectos de renuncia de su marido que era dieciséis años mayor que ella. El matrimonio no había sido por amor y las disensiones entre ellos son cada vez más agudas y llegan al límite en los últimos años, especialmente por cuestiones económicas. Sofía temía verse en la pobreza, tras la muerte de Tolstoi, si este realizaba sus idas filantrópicas de ceder todos sus derechos de autor y repartir sus tierras.  

 

Tolstoi se había convertido en una figura de rango mundial y sus artículos se publicaban en Londres y otras ciudades europeas y americanas antes que en Rusia donde eran frecuentemente censurados o prohibidos por su crítica a la autocracia, al militarismo, a la pena de muerte o a la violencia en cualquiera de sus formas. Tolstoi fue un ferviente cristiano –fue excomulgado por un sínodo ortodoxo- que criticaba duramente a la iglesia y su pompa, así como al poder en todos los sentidos. Se lo ha relacionado con una especie de anarquismo místico que toma como inspiración directamente los evangelios y no la estructura institucional de las iglesias. Fue un apóstol del pacifismo y defensor de la no violencia, ideas que compartía con Gandhi con el que se escribió en los últimos años. Varios tolstoístas fueron encarcelados en la Rusia zarista por seguir las ideas del escritor. Tolstoi escribía directamente al zar Nicolás II exponiéndole sus críticas al sistema. Nunca se atrevieron con él, aunque sí con sus seguidores. 

 

Tolstoi era un hombre que en su vejez defendía la castidad –el sexo era para él una especie de inmoralidad que alejaba al hombre de Dios-; era tremendamente misógino y son numerosos los pasajes en que critica la condición femenina con los peores comentarios; abominaba de la ciencia moderna y de la tecnología porque confundían al hombre de su verdadero motivo en la tierra que era el amor y descubrir a Dios; era contrario a la música moderna que se alejaba de la melodía, así como de los nuevos escritores –estamos en la época del Modernismo y primeras vanguardias-, y criticaba duramente todo arte no definido por la moralidad y el espíritu cristiano. 

 

Política y socialmente fue un hombre avanzado, pero eso no le llevó a coincidir con los revolucionarios de 1905 porque practicaban la violencia y esta era incompatible con su ideal de la resistencia pasiva y el pacifismo. También criticó abiertamente al zar cuando muchos revolucionarios fueron condenados a muerte. Había muchos que admiraban a Tolstoi, y también muchos que lo odiaban por su censura de la grandeza de Rusia y la autocracia zarista. Lo veían como un traidor. Otros criticaban la incongruencia de defender la justicia y la repartición de bienes entre los pobres cuando él era conde y un rico terrateniente. 

 

El conflicto con su mujer se hizo insostenible. Ella le leía el diario por más que él lo escondiera, odiaba a su mejor amigo, Chertkov,  y aducía, devorada por los celos, que era una amistad antinatural. Montaba frecuentes discusiones en casa que agotaban a Tolstoi, y alguna vez ella se arrojó a una balsa como queriéndose suicidar. Él quería sentir compasión hacia ella, pero las escenas tan frecuentes le llevaron a idear la fantasía de huir de casa tras redactar un testamento secreto que fue descubierto por su mujer. 

 

Al final huyó de Yásnaia Poliana, a los ochenta y dos años, con su hija Masha en tren, pero un par de días después, enfermó y murió en una habitación de una estación ferroviaria. Allí fueron su mujer, amigos y familiares, y Tolstoi entregó su alma –había deseado tanto la muerte- al infinito. 

 

Mi impresión de las relaciones entre Sofía y Lev Tolstoi es que ella lo amaba, pero no él a ella. Ella siempre se vio subyugada por las ideas de su marido –por generosas que fueran-, siendo admirado mundialmente, y ella, que era la que había entregado la vida por él y le había dado trece hijos –varios murieron-, se vio orillada y desdeñada. Al final, a pesar de sus ataques de histerismo, he sentido una profunda conmoción por su amor hacia Lev. La foto que publicó es la última foto de Tolstoi vivo. Es pocas semanas antes de la muerte del artista. Vean la actitud de ambos. Me da que pensar. 

 

Esta ha sido la respuesta de un real ignorante. A veces una coz es necesaria para aprender. La lectura de los Diarios de Tolstoi me ha abierto caminos nuevos por la intensidad de sus relaciones de gran valor con intelectuales y artistas de todo el mundo. Él leía con frecuencia libros hinduistas y taoístas, fascinado por su concepción de Dios y la vida. 

miércoles, 11 de noviembre de 2020

lunes, 9 de noviembre de 2020

Crónica de una caminata otoñal


Tras un buen comienzo, el día se ha ido complicando. Quería ir andando de Cornellà a Sabadell cruzando la sierra de Collserola y pasando por Sant Cugat. Somnoliento, he salido de casa a las siete y cuarto y he visto la esplendorosa salida del sol por encima de los edificios de Hospitalet y la ronda. Parecía buen augurio y me sentía muy bien y hasta diría que feliz.  Y todo ha ido a pedir de boca: la subida hasta Sant Pere Màrtir y la bajada inicial que continúa en dirección al Tibidabo. Me han entristecido los troncos de grandes pinos amontonados que han sido talados. Son docenas y docenas de pinos que han cortado sin estar enfermos. 

 

Llego a Vallvidrera y compro unas ricas mandarinas con hojas. Sigo con fuerza y animado, a pesar del fuerte ascenso, a la torre de Collserola, diseñada por Norman Foster, y de allí hasta la entrada del camino del Tronxo donde me como con hambre, sentado en un banco, el delicioso bocata de chorizo y queso con la cocacola. La vida es hermosa y entonces recuerdo la cita de William Faulkner: “Jamás renunciaría al loco mundo que conocemos, a pesar de su infinita tristeza”. Continúo alegre por la espesura otoñal del bosque –veo caer las hojas mustias, agitadas por el viento como en una danza sincopada- hasta la carretera de  la Rabassada, pero después mi ruta en lugar de ir por Sant Medir va por un sendero lateral que sigo durante media hora hasta que termina perdiéndose y acabo descolgándome por una peligrosa y estrecha torrentera. Sin duda no hay ningún camino por ahí. O el autor de la ruta es un cabrón o el gps me ha orientado mal. Todo son piedras resbaladizas y largos espinos que me arañarán la cabeza, las manos y las piernas hincándoseme en la piel como colmillos de alimañas hambrientas. Descendía muy lentamente con los espinos que cruzaban el cauce pedregoso y que había de desenredar de mis piernas con cuidado para que no me hirieran.  Era como un descenso al tártaro y cada pequeño avance era más peliagudo y angustioso que el anterior. Me costaba mantener el equilibrio pues la bajada era criminal y mis pies “relliscaban” inseguros. Rojos madroños, como labios, colgaban de los arbustos. He podido abandonar el descenso en un tramo pero la ruta seguía marcando hacia abajo y, estúpidamente, he seguido como hechizado por el navegador Garmin. Ladridos y jadeos cercanos de perros me indicaban que había algo vivo cerca pero los he sentido malsanos. Ha sido un cuarto de hora en pleno aquí y ahora, en estado de plena alerta.  Cuando he llegado hasta el angosto y cerrado fondo del barranco, quedaban todavía más contratiempos porque inundaba el terreno una gran charca de agua profunda y sucia a mi izquierda que me impedía el paso de modo que he tenido que gatear y trepar por entre la maleza y más rocas fangosas, sin que se vislumbrara ningún paso. Me he aferrado como he podido durante unos minutos y, por fin, en un estado de máxima concentración sin ocasión de sentir miedo, he logrado emerger con alivio a un camino de grava, tras superar un escabroso talud que ascendía. He salido a la superficie con la conciencia de una prueba superada.  El gps no me precisaba la dirección y he tenido que retroceder y preguntar en una casa de una urbanización, en la que han sido muy amables –una mujer y un hombre más joven- y se han ofrecido incluso a limpiarme con alcohol las heridas sangrantes de la cabeza, algo que, agradecido, he rechazado. La sudadera tiene manchas de sangre también. Me han indicado la dirección para seguir hasta el pantano de Can Borrell en dirección a Sant Cugat pasando por el gran pino d’en Xandri en el parque de la Torre Negra.


Pero no se había acabado el trance porque al adentrarme en esa dirección unos cientos de metros, un hombre, apostado y en espera, me ha advertido que no continuara porque más de veinte cazadores y perros estaban desplegados batiendo el bosque y no podía pasar. Que me podían pegar un tiro, algo que sin duda sería lamentable, observación que he apreciado sinceramente. Le he pedido que me diera una alternativa porque no podía volver por donde había venido.  Me ha sugerido que subiera kilómetro y medio hasta la carretera de la Rabassada y que fuera por ella a Sant Cugat, aunque abandonando el bosque. Perdido en el monte, era la única opción válida. Resignado, he subido sudando el trecho hasta la carretera. La he alcanzado tras haberme limpiado la cabeza con agua. Y así me he dirigido a Sant Cugat por el inclemente asfalto y el intenso tráfico de coches, bicicletas y motos que subían y bajaban a gran velocidad. Tiene fama de ser la carretera más peligrosa de Cataluña. 

 

Algo relevante es que, en un lado de la carretera, a mi lado, he visto un pino y un letrero que explicaba que aquel era un lugar donde tenían lugar impunes ejecuciones perpetradas por los milicianos antifascistas contra presuntos sospechosos antirrepublicanos durante la guerra civil. Da varios nombres de los allí asesinados, entre ellos algún mosén, pero fueron cientos los que en esa carretera fueron liquidados con un tiro en la nuca y abandonados allí junto al pino de la muerte o en las tapias del Gran Casino de Barcelona, especialmente durante los primeros ocho meses en los que tuvo lugar la represión incontrolada más salvaje y arbitraria en los dos bandos.  El padre de la protagonista de Luciérnagas, de Ana María Matute, es asesinado en esa carretera siniestra y llena de enigmas que va a Sant Cugat... Me quedaban unos cuatro kilómetros hasta allí por el pavimento. La mañana no ha ido bien y ya tengo claro que no seguiré hasta Sabadell porque he perdido mucho tiempo. Volveré a casa desde Sant Cugat. Voy bajando por las fuertes pendientes de la Rabassada y me pongo la mascarilla cuando entro, tras una rotonda, en el perímetro urbano. Llego poco después a las calles céntricas de la rica y emprendedora ciudad donde me tomo un cortado en una “pastisseria” en que me atiende una dependienta encantadora. Pido una nube de coco que me como sentado en un escalón de una casa cercana. Descanso unos momentos. El centro de Sant Cugat es muy atractivo. 

 

Hoy el día es gris y opaco. Espero un tren a plaza Cataluña. Miro mi cuenta de Flickr en el trayecto para pasar el rato. En plaza Cataluña –en la placeta subterránea - paso por un puestecillo de venta de libros y discos en el que veo un ejemplar que quiero releer de Javier Marías - Mañana en la batalla piensa en mí- entre muchos otros. También un vinilo de Miles Davis que me hizo pensar en Francesc Cornadó. Recuerdo la desaparecida y mítica Avda de la luz -que cantó Loquillo- y que fue sustituida por banales franquicias y tiendas insulsas como Sephora. Voy en la línea verde hasta España y tomo los ferros hasta la Almeda en Cornellà. No estoy muy cansado. Rosa Mari llega al poco rato. Me ducho y miro mi cabeza magullada de lo que no se da cuenta nadie. No quiero hablar de los momentos de peligro que he vivido para no preocupar a mi familia con mis caminatas. Comemos la rica empanada de atún y cebolla que ha hecho Clara. Repito como si quisiera aprovechar los más de veinticuatro kilómetros que he caminado hoy según Fit. No me han quedado arrestos para llegarme a Sabadell. Cuando me levanto de la siesta, me comunico con José Antonio para explicarle lo que me ha pasado. Cacería de jabalíes en Collserola. Pero él no lamenta la suerte de los jabalíes que se multiplican sin cesar y ocupan todo el monte y las urbanizaciones. Hoy no era un buen día para ser jabalí. Nadie los comprende. 

 

Este es un fragmento de mi diario correspondiente al jueves, 5 de noviembre. 


viernes, 6 de noviembre de 2020

Mi única salvación es que lo sé


 21 de septiembre de 1905. YÁSNAIA POLIANA

"Después, durante la noche, pensé mucho en mí mismo. Soy un hombre excepcionalmente malo, lleno de defectos. 

En mí hay todos los defectos, y en un grado muy alto: envidia, codicia, avaricia, vanidad, ambición, orgullo y maldad. No, maldad no, pero sí malevolencia, falsedad e hipocresía. Los tengo todos, todos, y en un grado mucho mayor que la mayor parte de la gente. Mi única salvación es que lo sé y lucho, toda la vida lucho, Por eso me llaman psicólogo... "

LEV TOLSTOI, Diarios (1895-1910)

martes, 3 de noviembre de 2020

Elogio de la fragilidad II

                                              Rineke Dijkstra

Escribí un post en febrero de 2010 que tenía este mismo título tomado de un libro de Gustavo Martín Garzo y que yo convertí en una creación personal. Hoy, diez años y medio después siento el deseo de volver a elogiar la fragilidad como parte esencial de nuestra vida. Lo frágil es algo que puede romperse fácilmente. Nuestra vida es devenir incierto. Nadie está vacunado contra el infortunio que puede llegar en cualquier momento. No nos debemos enorgullecer de nuestro bien, si es que así lo sentimos, cuando hay tantas vidas que pueden no tener la suerte de la nuestra. En estos días he recibido una carta, un correo, que me ha hecho pensar mucho y que me ha mostrado la inestabilidad del bien, el dolor de existir, los avatares de la suerte que puede girarse en cualquier momento hacia mares de pesadumbre. 

 

En aquel post de 2010 reflexionaba sobre la delicadeza de la vida, sobre las raíces que nunca tuve, sobre las islas que había recorrido para intentar encontrar una patria en la que poder ser parte de ella. Reconocía que mi única patria visible era la literatura y diez años después, cientos de libros después, reincido en ello. Y eso precisamente me une al remitente de la hermosa carta que recibí ayer que me mostró un lado desconocido para mí en el que se podía ver el infortunio y a la vez la resistencia frente a la adversidad forjada en mil y una pruebas deportivas donde el sufrimiento extremo formaba parte de ello. 

 

El hombre –incluyo en ello a la mujer- es ese ser que resiste frente a los elementos. Nuestra tarea fundamental en la vida es resistir –ello no niega las inmensas posibilidades de gozar- y enfrentarse al destino, a los mares turbulentos de la vida. Es indiferente que la vida nos guste o no. He conocido a grandes vitalistas que no se han encontrado a gusto en la vida, pero han aprendido a estar erguidos frente a los vientos contrarios. Y ese estar erguidos determina esencialmente la actitud cenital de los hombres que navegan en busca de una isla personal. Da igual si las cosas tienen sentido o no. A las alturas de la historia en que estamos, pienso que la cuestión del sentido no es tan esencial pues intuimos que las cosas pueden no tenerlo y que probablemente no lo tengan. No sabemos si vivimos en un parauniverso entre miríadas de universos, no sabemos si estamos solos en la magnitud de los mundos, no sabemos –a veces- si tendremos siempre ese cuerpo amado que nos calienta el alma. Solo sabemos que nuestra nave partió un día definido en busca del sol poniente, y que tarde o temprano, solos, llegaremos a algún sitio –ese instante mágico de la transición- a la nada o al bardo donde esperaremos retornar a vivir y recuperar de nuevo nuestra condición frágil y ligera de eternos viajeros

viernes, 30 de octubre de 2020

Saldremos no mejores sino más obedientes

 


Han sido dos días intensos de caminata. El primer día fueron cuarenta kilómetros y el segundo veinticuatro. De Cornellà a Calafell atravesando la sierra del Garraf, llegar a Sitges, dormir en un hotel barato y a la mañana siguiente seguir por la costa hasta mi destino incumpliendo la ley de confinamiento en el municipio según fue publicada después de que yo hubiera salido cruzando las montañas.

En un recorrido tan extenuante, da tiempo de todo. El cuerpo se pone a prueba y afronta el cansancio, si no extremo, sí muy elevado. Me gusta sentir el cansancio, derrota el pensamiento sombrío de mi mente. Tras treinta kilómetros ya no quedan pensamientos en tu cabeza. Solo piensas en el siguiente paso que vas a dar. Y el día va avanzando. Has salido recién salido el sol y llegas cuando se ha puesto. Eres testigo del ocaso. No solo es el cuerpo el que se pone a prueba sino tu mente. El cansancio es espiritual. En el hotel no hay jabón para ducharme, solo una cama y un viejo armario. Tengo frío y las piernas están doloridas. Salgo en busca de un helado. Lo pido para llevar y me lo como en el escalón de la misma heladería. De café y leche merengada. Y qué quieren que les diga, no sienta un helado igual tras cuarenta kilómetros, es otra dimensión la que se abre de disfrute del aquí y el ahora. Paladeo durante unos minutos el helado y me vuelvo a la cama. Tengo frío, no son las nueve de la noche pero ya me pongo a dormir aguantando el ruido de la cisterna y la televisión de una habitación aledaña hasta las dos de la madrugada. Mi cansancio me induce un estado diferente al habitual, estoy como más dentro de mí mismo, me uno al frío que siento y me acurruco en la cama que solo tiene una fina colcha. No recuerdo los sueños de la noche.

A la mañana siguiente, salgo a las ocho. El día anterior fue solitario, en la sierra del Garraf no hay nadie, pero hoy voy por la costa, saliendo de Sitges, y hay bastante gente. Escucho conversaciones y todas son sobre el confinamiento, el virus y las medidas que se han implantado. Tengo veinticuatro kilómetros hasta el destino. Paso por Vilanova, Cubelles, Cunit, Segur de Calafell y por fin, Calafell. Todo, salvo el trazado de Sitges a Vilanova y de Vilanova a Cubelles, es paseo marítimo. Todo está cerrado, todos los bares y arrocerías cerrados. Pienso en la pandemia que nos aflige. Y no entiendo. Todas las pandemias de la historia han tenido un ciclo de desarrollo y han acabado tras dos o tres años. Se extinguen no sé si porque se ha llegado a la inmunidad de rebaño que se dice. Pero esta vez es la primera pandemia de la era de internet e intentamos hacer algo que no se había hecho nunca en la historia: impedir su desarrollo. Entiendo las razones pero pienso que esto va a alargar su extensión. Se quiere una vacuna, algo que no hubo nunca frente a otras pandemias, incluida la de la gripe de 1918-1919. Es un tiempo nuevo pero no quiere decir que lo que estamos haciendo sea lo mejor. Como he dicho, todas las conversaciones que he escuchado, sin excepción hablaban de dicho tema. Alguna mujer decía que había que hacer como en Alemania, todo cerrado salvo colegios y empresas. Me temo que llegaremos a eso y se cerrarán colegios y empresas. Moriremos de violencia en los hogares y de tristeza por el confinamiento pero no por el virus. Pero hay que obedecer. Cuando llego a casa, tras un cansancio muy elevado, por la tarde leo una entrevista a una psicoterapeuta, Adriana Royo, que dice que de esta pandemia no saldremos mejores sino más obedientes. Esto es algo que se me impone. Las sociedades han reaccionado con miedo inducido y los ciudadanos se convierten en policías para denunciar cualquier incumplimiento  con las medidas impuestas. Ya somos más obedientes que nunca. La pregunta del millón es que quién se aprovechará de la sumisión de la sociedad. La pandemia pasará –si la dejamos- pero la obediencia que se ha impuesto y que hemos acatado quedará como modelo que alguien sabrá utilizar. Nunca una sociedad ha sido tan dócil como ahora. El miedo es capaz de conseguir cualquier cosa. Siempre ha habido pandemias, mucho peores que esta, pero los seres humanos no eran dóciles, todavía no vivían atemorizados por el devenir de la vida.

domingo, 25 de octubre de 2020

El juego de la literatura

 


Estoy leyendo El cuarto de Giovanni de James Baldwin. No voy a hablar de esta excelente novela escrita por un negro norteamericano en 1956 donde desarrolla, mucho antes que nadie, las contradicciones del amor homosexual en una sociedad que lo persigue. La acción sucede en París, el de la posguerra. Cuando la estoy leyendo vivo intensamente las escenas que suceden en los bares de gays de la capital francesa, en sus calles, en su ambiente y comprendo las contradicciones de David, el personaje central. Siento que hay unas vivencias mías que se proyectan sobre la novela y la llenan de densidad y pienso que el lector cuando lee lo que hace es eso precisamente: conectar su mundo emocional y existencial sobre lo que está leyendo, algo así como nos enseñaba el método Stanislavski para construir dramáticamente los personajes en un escenario. Utilizar tu mundo emocional para llenar de verosimilitud el personaje que interpretas, y, de ese modo, resultaba creíble y auténtico.  

Recuerdo mis paseos por París junto al Sena, los cafés, alguna experiencia de mi juventud, el deseo en estado puro, mis conflictos agudos sobre la vida, la traición, la amistad, el alcohol en noches interminables, recorrer la ciudad en coche,  por la noche, estando borracho…

Esto es lógico, me refiero a utilizar el mundo emocional para dar cuerpo a una novela. Pero ¿qué pasa cuando no tienes referencias personales para hacerlo, como una narración que no tenga relación con tu vida y tus experiencias? Entonces acudes inconscientemente a tus lecturas previas y a tu imaginación; cuanto más potente y rica sea esta, más colorida y poderosa será la  lectura porque la literatura es un arte exigente como decía Harold Bloom. Siento cierto escepticismo sobre esas novelas que se publicitan y que se leen como el agua, que enredan al lector que se siente atrapado por la trama llena de emociones y aventuras fascinantes. Mi experiencia con la buena literatura es que esta no es sencilla y exige un gran esfuerzo adaptativo al mundo del escritor que nos propone un juego en que hay que descubrir las reglas, a veces, endiabladamente complejas.

Para ser escritor, a su vez, puede darse una doble tipología: el escritor aventurero, que utiliza su experiencia vital, llena de avatares emocionantes, de vivencias de todo tipo, fruto de una vida en movimiento de la que nutre sus relatos al estilo de Jack London o en nuestras letras, al estilo de Pérez Reverte que fue corresponsal de guerra en diferentes escenarios bélicos, lo que aparece en cierta medida en la concepción de sus trepidantes aventuras en la España del siglo de Oro o en su último libro La línea de fuego. Son escritores en esencia externos y sus personajes se nutren de su existencia accidentada y aventurera. Otro tipo de escritor es el  que fondea en su mundo interior explorándolo y descubriendo las galerías de su alma para conocerse a sí mismo y luego llenar de profundidad a sus personajes o a su poesía. No es necesario vivir una vida llena de grandes y accidentadas vivencias para crear un potente mundo literario. Pienso en Emily Dickinson, poeta norteamericana que apenas salió de las cuatro paredes de su casa pero que creo un sugerente y profundo universo poético lleno de complejidad y sutileza, producto de su exploración de lo circundante por mínimo que sea -¿aunque hay algo que sea mínimo?-, el canto de un pájaro, una flor, el sol que llega a su jardín, el susurro del viento, y todo ello captado por su espíritu atento que queda deslumbrado por la experiencia de lo real.

Claro que hay escritores que combinan ambas estrategias: la exploración exterior y la interior. Son maestros en el desarrollo de mundos interiores y exteriores. Pienso en Tolstoi, pienso en Vasili Grossman, el autor de Vida y destino, en Galdós, en Balzac… Dostoievski está más atento a la vida interior de sus personajes, aunque también lo está  al paisaje social de su tiempo y los sueños.

Este fascinante juego es la literatura en que se combinan un escritor con sus mundos y el lector, a su vez con sus mundos. Hay a veces lectores con una vida rica en circunstancias o, por el contrario, pobre en ellas, pero ambos mundos se alimentan mutuamente y se enriquecen. Cada lector es único porque parte de su propio mundo para comprender el mundo que se le propone desde las páginas de un libro, y, no solo eso: cada lectura es única y evoluciona si se enfrenta a ella en momentos diferentes de su vida. Acabo de leer una novela extraordinaria, Bajo el volcán de Malcolm Lowry. La había leído hace unos cuarenta años en una noche alucinante bajo el efecto de las anfetaminas cuando yo era comunista, y la he vuelto a leer ahora cuando mis circunstancias lectoras son totalmente diferentes y antitéticas de aquel joven que se despertaba a la literatura. Mi universo íntimo ha cambiado, se ha transformado totalmente, no soy el que era y la novela es otra, radicalmente otra por efecto de que la vida avanza y nosotros cambiamos, la historia cambia, todo se transforma. He ahí el juego doloroso y potente de la literatura.


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