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jueves, 8 de agosto de 2019

Una vida única



Uno en su juventud estuvo aficionado a intuir la inmensidad, los paisajes del Amazonas o la grandeza de la literatura. En todo quise poner mi dosis de intensidad como si estuviera descubriendo mundos nuevos. No hay sino natural narcisismo cuando uno cree estar descubriendo mares que nadie más ha visto. Y se considera uno como insólito o especial por haber llegado a lugares no hollados por el hombre. La vida, sin embargo, te va dando perspectiva y te reubica en tu lugar natural. La nada. Pocos hay que puedan añadir una coma a algo dicho anteriormente, y tú no eres uno de ellos. La inteligencia humana ha recorrido ya todos los caminos, y tú no eres sino un aprendiz minúsculo que intenta balbucear algo diferente, algo que no es posible ni verosímil.

Así que el gran descubrimiento de la edad adulta es el mundo de las pequeñas cosas, cosas cotidianas, mínimas, sencillas. Si tuviéramos que fijar en la pintura algo semejante, me imagino los bodegones que pintan frutas, hortalizas y objetos cotidianos puestos para que el pintor los exprese… La esencia de la profundidad está en la cotidianidad, en lo familiar y sencillo, en lo simple. Una manzana puede convertirse en un universo enigmático pintado por un Cezanne. Un guiso delicado y suculento, una tarde pasada con tus hijos, un atardecer o un amanecer, un paseo con la persona con que vives pueden ser experiencias profundas. No hay que aspirar a lo grande. En el microcosmos está toda la densidad del universo. Pienso en un viajero que no se mueve de su sillón y aborda los viajes más extraordinarios, pienso en un caminante que hace muchas veces el mismo recorrido por la sierra, y no se cansa ni aburre. Siempre el sendero es el mismo pero diferente. No hay dos instantes iguales en la existencia. No merece la pena malgastar nuestra escasa energía con tonterías, con polémicas estériles, ni montar diatribas con mentes retorcidas. Vivir es algo simple –y complejo a la vez-, la vida es un viaje único sin posibilidad de repetir el trayecto por más que la mitología hindú sostenga que vivimos sin remisión infinitas vidas. En todo caso el resultado es el mismo. Nada, ilusión, nada es consistente, y lo más valioso pasa en nuestros registros más cercanos, lo más cotidiano. Solo algunos grandes artistas, raros ya en nuestro tiempo, logran salir de allí y llegar un milímetro más allá. Nuestra vida es esencialmente proximidad, cosas sencillas… poco más.

Uno mira su juventud y se siente desconcertado por esa ambición de grandes paisajes o perspectivas deslumbrantes. ¡Cuánto tiempo desperdiciado en intentar ser diferente! Los seres humanos son en su inmensa mayoría previsibles y normales, frágiles y anodinos. Yo soy uno de ellos y hablo de mi fragilidad, de mi insustancialidad, de mi simpleza, de mi vulgaridad… La vida son lugares comunes, se nace, se crece, envejece y muere. En ese arco hay una biografía poco excitante, solo la imaginación y la ambición puede convertir una vida más en algo realmente interesante. Pocos son los que lo consiguen y logran creérselo.

Una de ellas es mi amiga X de 86 años que sigue considerando su vida como algo especial y extraordinario. Me ha pedido que cuente su historia y yo voy a hacerlo. Creo que merece la pena aunque solo sea por la pasión que ella pone en imaginar su vida. Trabajaré en ello como si fuera un orfebre que está creando su obra maestra, como creyendo que sea única.

Solo es cuestión de proponérselo.

viernes, 26 de julio de 2019

Tecnología y control social



Los que fuimos internautas en la primera era de internet, cuando era un espacio nuevo y prodigioso sin límites ni controles, recordamos aproximadamente una década, hasta 2006, aproximadamente, la sensación de maravilla que nos surgía cada vez que navegábamos, aun sin router o línea ADSL, por los territorios de la Red. Era una sensación equiparable a la de los pioneros que descubrían nuevas tierras. No había límites ni controles. El ser humano había descubierto una nueva dimensión que alentaría cambios sorprendentes. Es la época del optimismo en que cualquier cosa sería posible. En los institutos y escuelas se alentaba a adherirse a las nuevas tecnologías. Yo utilicé los blogs con mis alumnos ya en el año 2006, y aquello resultaba portentoso por las perspectivas que abría. En años sucesivos se celebraron encuentros, jornadas, eventos entre profesores, en que cientos de docentes oían a gurús que auspiciaban una especie de nuevo amanecer en que el conocimiento daría un giro radical y pasaría de ser unívoco y autoritario a colectivo y en red. Se había llegado a la era postgutenberg y nos encaminábamos a un nuevo paradigma educativo que dejaría atrás la escuela industrial en la cual tenía origen el actual modelo educativo. Los profesores se excitaban pensando en el nuevo modelo de escuela que surgiría de este conocimiento multipolar y en red en que ya no serían necesarios instrumentos del pasado como la memoria ni los materiales basados en la autoridad de un investigador o creador individual. Todo el conocimiento está en la red y los mecanismos de la escuela autoritaria se vendrían abajo.

Sin embargo, las cosas no han sucedido como se esperaba. Con la aparición de las redes sociales, la conversión de las compañías tecnológicas en gigantescos oligopolios, la eclosión de minúsculos terminales llamados móviles, que han ido ganando en sofisticación a un ritmo geométrico, los seres humanos han caído presos de esa tecnología que apareció como liberadora. Los usuarios se han hecho adictos a pequeños artefactos que monitorizan su vida, sus movimientos, sus pulsiones, sus gustos y tendencias desde sociales o sentimentales, a políticas. Las redes sociales y Google, Netflix, Amazon, Apple…, son herramientas que escrutan a sus usuarios para influir en ellos conociéndolos profundamente en todos los sentidos. El ciudadano de finales de la segunda década del siglo XXI está prendido de una tecnología que ya no es liberadora ni alienta un nuevo paradigma ni educativo ni existencial. La tecnología ha eliminado la dimensión prometeica del hombre y lo ha cosificado mediante sistemas de control que no pudo imaginar la distopía orwelliana. Somos transparentes. Nuestros datos en forma de big data son monitorizados y escrutados por la inteligencia artificial y nuestros sentimientos son condicionados por la influencia de las fake news que se generan porque la Inteligencia Artificial nos conoce perfectamente. No somos ya sino un producto cuantificable y sometido a control exhaustivo del que se manejan todos sus resortes psicológicos y humanos. Lo más paradójico de la cuestión es que lo sabemos, hemos abandonado lo que estimábamos en eras anteriores como lo más preciado de la vida humana, la privacidad. Admitimos ser monitorizados por cookies, que escuchen nuestras conversaciones más íntimas, que sepan qué estamos haciendo en todo momento, que nuestros datos, incluso biométricos, sean tratados y evaluados. Las leyes de protección han resultado inútiles y lo vemos continuamente cuando tenemos que dar a “acepto” a cualquier navegación por todo tipo de páginas que nos escanean porque no podemos hacer otra cosa. El aparato legal es pura fachada para hacernos rehenes de nuestras pulsiones. Y esos aparatitos que hacen de todo nos controlan eficazmente, nos hemos hecho radicalmente adictos a ellos, a su manipulación, a las redes, a los likes que acrecientan la ansiedad y la angustia de los adolescentes –y no adolescentes- que se ven cotejados permanentemente con otras vidas aparentemente más dichosas.

Soy pesimista. La tecnología ha abierto posibilidades inmensas en el terreno científico, la comunicación así como en la difusión de la información y el conocimiento; la Inteligencia Artificial –y el Deep Learning- nos llevarán sin remisión a dimensiones que todavía no podemos imaginar. El ser humano se ha transformado, es otro. Lo hemos visto a lo largo de una vida que ha experimentado lo que había antes de internet, la aparición inicial y optimista de la web, y la deriva que no puede ser considerada sino como de pesadilla en que la libertad e intimidad humanas ya no son sino un sarcasmo. Pero nuestros hijos ya no pueden recordar nada de un mundo que no sea sino una prolongación de un móvil que nos vigila. 

sábado, 13 de julio de 2019

La inducción a la lectura


He sido profesor de literatura muchos años; posteriormente me reciclaron en un híbrido en el que no me sentí a gusto: profesor de lengua y literatura. Son dos materias muy distintas aunque una se alimente de la otra, pero en todo caso, está claro que sobre mí y otros compañeros recaía la maldición de tener que hacer a nuestros alumnos competentes en la lectura, y no solo eso sino aficionarlos a leer, hacerlos lectores porque, según se piensa, los lectores son personas críticas y se dejan engañar menos por el poder, además de disfrutar con los libros viviendo otras vidas de modo imaginativo.

No hay español que no tenga una teoría sobre la bondad de las lecturas en el aula. Se reprocha que se haga leer a infantes casi recién destetados obras inasumibles para ellos. Se juzga que los profesores y el sistema inducen un detestable aburrimiento con la selección de obras que se imponen como canon.

He sido también padre y he leído durante los años de la niñez cuentos y poemas cada noche a mis hijas, esperando hacerlas lectoras en una casa donde los libros se apilan por millares, en todas las habitaciones.

He sido profesor y padre que ama la literatura y he intentado transmitirlo como mi sentido común y la lógica me han sugerido.

Sin embargo, pienso que todas las campañas de inducción a la lectura son ingenuas, como profesores o como padres, a pesar de que derrochemos ingenio e intentemos descubrir la piedra filosofal que transforme a los tiernos niños en salvajes “leones”.

Mi punto de vista es que no hay nada que hacer. Un lector no puede ser construido por diseño pedagógico ni por la influencia paterna o materna. Leer es un acto libre y no permite de ninguna manera ni el imperativo ni la sugerencia: “deberías leer un libro en lugar de estar perdiendo el tiempo”. Algo así nos contó Daniel Pennac en su ensayo  “Como una novela”.

No hay nada que hacer. El lector surge de modo salvaje en pugna con el tiempo y la vida cotidiana. Es una pulsión libérrima que no necesita aliciente ni acicates. Da igual si hacemos leer a nuestros alumnos Manolito Gafotas, Harry Potter, o La Celestina. Yo lo he intentado todo. Y es inútil. Lee el que lee, al que le sale leer, como hay quien juega al fútbol o al básquet o es enamoradizo. No se puede obligar a jugar al fútbol ni a enamorarse ni a sentir profundamente la música. Eso lo lleva uno dentro o no lo lleva. Los libros tiran en soledad como una marea. Es contraproducente “venderlos”, o hacer chantajes bienintencionados para que nuestros hijos o alumnos lean. Es cierto que hay culturas en que se tiene en mucho la lectura. Viajando por Europa se observan diferencias notables en la estima social por la lectura, igual que hay países cuya devoción por la música o el canto coral es superior a otros.

España no es un país lector. Nos encanta el pescadito frito y la cerveza bien fría, salir con los amigos, el fútbol, las procesiones, los centros comerciales, las reuniones familiares –en las que jamás se habla de libros-… Pero la escuela y la familia tienen entre sus cometidos hacer algo que socialmente no se hace, crear lectores ávidos…

Además, estoy seguro que el ochenta por ciento de lo poco que se lee son bestsellers facilones o de circunstancias. Los autores que venden son los que nos exponen las listas de ventas en las diferentes plataformas. Lectores de verdad no hay muchos y estoy seguro que a ninguno de ellos los ha hecho lectores la familia o el colegio. Y de algo estoy también convencido: que la escuela tampoco ha alejado de los libros a nadie que sea un lector de verdad aunque le hicieran leer El Mío Cid o El Quijote o Relato de un náufrago.

Leer es una afición compleja de naturaleza radicalmente libre. Hay apasionados por la literatura de verdad que no han sido “construidos” ni “diseñados” por nadie. Uno descubre los libros un día y ve que tiran de él con una fuerza inaudita y si se siente esa llamada, nada ni nadie podrá romper ese pacto. Por el contrario, por mucho que se intente –échenle toda la imaginación que se quiera- no se logrará hacer lectores con estrategias habilidosas. No es cierto que los niños lean si ven leer. Es otro mito. Es un misterio como tantos. El lector surge como una explosión hacia dentro. Y nadie sabe cuándo ni cómo sucede. Es una sinergia íntima en que se combinan factores que nadie sabe muy bien cómo funcionan, el caso es que el que es lector de verdad tiene en los libros el mayor alivio contra la desazón de vivir o la fealdad que nos aflige. No es mejor persona ni sus metas son más profundas. Es otra cosa de naturaleza inefable…

miércoles, 26 de junio de 2019

El fuego como expresión de un pueblo



La crisis de la conciencia moderna europea que puso en cuestión las ideologías sociales del pasado y la misma religión –como creencia en un Dios trascendente, unido a la iglesia como representante del mismo en la tierra- tuvo dos consecuencias políticas innegables: el socialismo y el nacionalismo al que se ha conectado con los movimientos románticos del siglo XIX. El socialismo marxista es una suerte de religión sin Dios que exige fe profunda y que pone su centro en la idea de pueblo. El nacionalismo toma también la idea de pueblo y la de destino de la nación. Así todo esto eclosionará en el enfrentamiento tectónico de la primera guerra mundial que derrumbará los antiguos imperios internacionales, interclasistas e interétnicos para dar lugar a naciones emergentes. Así, el nacionalismo es una vertiente que toma mucho de la religión como fe en la patria, la lengua, el himno, el destino, el pueblo… Muchas de las confrontaciones más mortíferas han tenido como eje la fe en el Volk, la patria, el Reich, unión de los iguales para defenderse de las agresiones…

Para un residente en Cataluña –no creyente en el nacionalismo imperante- tiene especial interés esta relación del nacionalismo como expresión de la antigua fe religiosa reconvertida, y así, observo con atención la vida política de este territorio y admiro la elaborada dramaturgia de las representaciones nacionalistas que se expresan en actos, ritos, ceremonias, manifestaciones multitudinarias, emoción ante el himno, y, sobre todo, una fe y un sentimiento de diferencia esencial cuando enuncian con una emoción profunda “som una nació”. Ese sentimiento compartido por la “umma” o comunidad de creyentes sin fisuras es como una gavilla que aunara las pasiones irredentas de centenares de miles de personas que son capaces de manifestarse ininterrumpidamente durante años por sus objetivos políticos ante los que no cabe ninguna duda. No tiene un fundamento racional, es puro sentimiento religioso que se expresa en actos maravillosamente planificados en los que centenares de miles de personas visten con el mismo atuendo, ondean miles y miles de banderas y se apiñan unos junto a otros anhelando el calor del volk frente a las agresiones del exterior, véase España, que en su imaginación es una suerte de monstruo maléfico cuya única ocupación es agredir, insultar, humillar y rebajar a Cataluña, nombre que adquiere una fuerza cósmica expresado en cada texto docenas y docenas de veces sintiendo que cada vez que se enuncia es una expresión de gozo, unidad y destino.

Me atraen especialmente las ceremonias con antorchas en perfecto orden. El fuego es un elemento ancestral desde la antigüedad. Los romanos tenían a la diosa Vesta cuyo fuego era alimentado por las vestales, vírgenes, y que lo mantenían encendido sin apagarse jamás. El fuego es esencial para la cosmovisión nacionalista y de ahí la fuerza dramática de las formaciones con banderas y antorchas. No son los primeros en esta combinación pero más vale no mencionar los antecedentes. El fuego es un símbolo de poder, de alma y unidad. De ahí la flama del Canigó que se expande por toda Cataluña para encender las hogueras de San Juan simbolizando la fuerza de la cultura catalana y la unidad de la lengua. Su relación con el solsticio de verano está clara y entronca con la cultura mistérica ancestral. De igual modo, la llama que está en el pebetero del fossar de las moreres en el Borne es inconfundiblemente un símbolo del pueblo resistiendo unido como encarnación de la Nación catalana.

Las manifestaciones del nacionalismo tienen una fuerza plástica innegable. Están hechas para mostrar la unidad pero también para atemorizar. En cada bandera hay inequívocamente un “nosaltres” frente a los otros, los traidores, los tibios, los botiflers, los colonialistas a los que se busca amedrentar, como los simios se dan fuertes golpes en el pecho para marcar su territorio que no debe ser invadido. Cada bandera es un grito de lucha y unidad frente a lo que está fuera o traidoramente dentro. Un espectador descreído ve en esta liturgia nacionalista una plasmación de un inconsciente colectivo falto de fe en sí mismo y que sobreactúa para convencerse profundamente de su fuerza.

Las playas o plazas llenas de cruces amarillas fue otra representación que tenía una intención claramente orgullosa frente a la agresión exterior. Pero el símbolo de la cruz es claramente de raíz religiosa como toda expresión nacionalista y romántica. A mí, personalmente me divertía ver centenares de cruces amarillas en las playas más significativas del litoral catalán. Igual que ver la Cataluña interior, lejos de esa Tabarnia odiada, universalmente llena de banderas, carteles sobre los mártires y los considerados presos políticos; cubierta de lazos amarillos, multiplicados por millares y millares en un ejercicio de redundancia extrema porque no es suficiente afirmar la verdad una vez sino repetirla billones de veces, y así hombres y mujeres se pasaban noches enteras cubriendo Cataluña de lazos y banderas en cada montaña, en cada castillo, en cada rotonda, en cada plaza, en cada balcón… La reiteración es una regla que subraya esa pulsión que nunca se fatiga, que nunca se calma, que no cesa…

A mí me admira profundamente porque soy un escéptico respecto a casi todo. Pertenecer a la “umma” tiene que ser conmovedor, tiene que dar sentido a la propia vida, de hecho tan pequeña y destinada a la muerte. Uno es diminuto, pero cuando ve su breve entidad unida a la de centenares de miles, de millones de seres también necesitados de calor, uno presiente que hay un hondo sentimiento de trascendencia de claras matrices religiosas. Y si no, ahí está el obispo de Solsona con sus arengas y sus hojas parroquiales que concitan la admiración del orbe nacionalista. Pertenecer a la nación significa no estar solo, esa soledad tan destructiva y amarga. Y esa pertenencia a la Patria, a un equipo, a una cosmovisión, a un algo que está más allá de lo racional es algo consolador. Se tiene claro quién se es frente a la turbiedad y oscuridad de la existencia. El compañero de al lado, que viste igual que tú, ha venido de otro punto de Cataluña y te hermanas con él en un sentimiento de cadena, de masa, de pueblo pacífico unido en una fe sin Dios. La llama nos une y no hay fuerza exterior que lo pueda quebrar…

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