Hoy hemos celebrado claustro de
profesores, el de final de trimestre. Se han abordado diversos temas prefijados
en la convocatoria. Lo normal. Sin embargo, uno de los puntos merece mi
consideración para hacer una pequeña reflexión. Ha sido la intervención de uno
de mis compañeros la que me sirve para darme cuenta de algo que es evidente en
nuestra relación con nuestros alumnos. Le tocaba al coordinador de bachillerato
hablar durante unos minutos que han sido finalmente desagradables y tensos. El
citado coordinador, vamos a llamarlo Amancio,
tenía quejas sobre los profesores que, a su juicio, no cumplían con sus
obligaciones y no daban muestras –según él- de profesionalidad en su ejecutoria
burocrática en bachillerato. No se trataba de si daban bien o no sus clases,
no. Se trataba de aspectos que afectan a la organización del mismo. El problema
es el tono agrio y decididamente sarcástico que ha utilizado para la dura
admonición que ha dirigido al claustro a modo de queja inspirada por Girolamo Savonarola
para castigar con su látigo a los relapsos y pecadores. Su argumentación
sarcástica acusatoria desde una posición de cierta superioridad moral era realmente
muy molesta. No digo que no tuviera buena parte de razón en lo que argumentaba pero el tono
estaba lleno de acidez y un sentimiento presuntuoso que lo hacía ineficaz.
Uno podía sentirse amedrentado, señalado, acusado y herido por cómo lo decía pero no era un motor de impulso para hacerlo mejor, sino para sentirse tenso en el silencio de la sala solo atenta al vinagre que explotaba en ráfagas de indignación moral que parecía gozar en esa situación de foco cenital. Todo el
mundo ha de tener cinco minutos de gloria. En este caso han sido diez. Me
pregunto si utilizará Amancio este
tono sarcástico para argumentar con sus alumnos. Me pregunto si se pondrá en
una posición de presunta superioridad intelectual para demostrar la ignorancia,
cual Sócrates petulante, de sus alumnos.
Esta es la anécdota mínima que da base a
mi reflexión. Leí una vez en la Ética
Nicomaquea de Aristóteles que el
problema no es enfadarse, eso es sencillo, el problema es determinar con acierto
con quién enfadarse, en qué circunstancias, con qué tono, de qué manera y por
qué. No sé si es exacto porque cito de memoria. Sin duda nuestro compañero, aun
llevando un noventa por ciento de razón, lo ha hecho mal, se ha dejado apoderar
por la ira y el desprecio para aventarnos unas observaciones de modo muy
agresivo. No ha sido eficaz. Me pregunto si nosotros como profesores tenemos
claro esto. La ira, el desprecio, la mirada altiva respecto a nuestros alumnos,
si los tenemos, nos hacen perder la inmensa mayor parte de razón. Ha pasado el
tiempo de los púlpitos en que nos hacían pasar por pecadores alentándonos el
sentimiento de culpa. Hoy día los seres humanos somos más receptivos a un tono
mesurado, fundamentado en razonamientos sólidos, que a un tono exasperado que
revela una ira interior no resuelta. Es difícil a veces no perder la mesura. Puedo
entender que hay motivaciones muy fuertes como presiones laborales,
agotamiento, frustración personal, disconformidad con la vida, hartazgo de
errores ajenos, que pueden hacer que nos desbordemos emocionalmente. Hoy he
visto sencillamente que no es eficaz. Las palabras contenidas de la directora
han tenido más fuerza argumental que la explosión de ira que la ha precedido. Amancio se ha negado a disculparse. Se
encontraba tan lleno de fuerza moral que no ha entendido que toda la había
perdido por la ira con que nos ha hablado.
Y ya lo dice el refrán. Más se consigue
con miel que con hiel.