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domingo, 19 de abril de 2015

La España vulgar. Libelo libelular.



Había conocido a Juan Poz hace un par de años a través de un amigo escéptico y esteticista. Me recomendó uno de los blogs más singulares de la blogosfera, un blog único en que el lector se remansaba en entradas extensas sobre temas literarios con una profundidad inusual en este ligero y evanescente mundo de los blogs. Su blog, Diario de un artista desencajado, era un prodigio contra la cultura de este tiempo. Contenía todos los elementos para no ser leído por un amplio número de lectores. Era, según me dijo, un blog minoritario, dirigido a una especie de interlector que no existe. Era un anacronismo viviente. Si hubiera un producto totalmente anticomercial era aquel: culto, denso, bien escrito, reflexiones prolijas extensas, citas en inglés, francés, tal vez en alemán... Juan Poz era una especie de atavismo viviente, una especie de anarquista literario que merecía haber vivido en otro tiempo en que se valorara el estilo y la dimensión estética. Su blog me apasionó aunque nunca dejé comentarios. Los que entraban en él, raramente lo hacían. Era una ceremonia secreta, tenía un regusto como de catedral antigua, de claustro de monasterio románico en que dos monjes discuten sobre la obra de los presocráticos. Un día decidí conocer a Juan Poz, ponerle rostro, y le dirigí un correo a una dirección que figuraba en su blog. Quería conocerlo. Quería sentir la epifanía de un mito que se atrevía a ir contracorriente, aventar toda una concepción de la modernidad para centrarse en aspectos realmente esenciales. Era tan extraño como la conformación de la mentalidad tradicionalista y carlista de Valle Inclán. Su blog desafiaba todo lo que yo conocía hasta ahora sobre oportunidad y oportunismo.

Para mi sorpresa, Juan Poz me contestó con rapidez en un estilo casi ciceroniano. Leerle era sorprenderse por el uso que daba a palabras desusadas, y el ritmo del dictum era profundamente musical y de tramo largo. Sin duda, sabía mucho de sintaxis. Juan Poz me agradecía mi interés. Desconocía si tenía más de dos o tres lectores que no solían dejar huella en la sección de comentarios. Me comentó que había escrito una novela inédita titulada La manzana de Poz y que acababa de publicar un ensayo del que no me quiso dar más información. Me propuso, si yo deseaba conocerle, un encuentro un mes después en un hotel del Chiado de Lisboa, ciudad que encarnaba para él el resto de una determinada concepción de la cultura antes de haber irrumpido la barbarie en la vida intelectual europea y, por ende, española.

Me he encontrado con él un mes después, tras haber cogido un vuelo a Lisboa, un día de abril de este año, lo que significa que he visto a mi héroe hace unos días y aún estoy conmocionado por el peso de su figura clásica y exquisita. Parecería un personaje más bien creado por la mente de un escritor de la talla de Gabriel Miró, un literato que Juan Poz admira y se identifica con su estilismo y su falta de oportunidad en un mundo aciago. Juan Poz no bebe más que té. Yo me senté junto a él en una terraza frente al castillo de San Jorge en el barrio Alto de Lisboa. Yo tomé una copa de vinho verde y me dispuse a escucharlo. Le espeté sin preámbulos que quería saber quién era Juan Poz, cómo era posible encarnar la figura de un escritor maldito en estos tiempos, condenado a la insignificancia y la marginalidad absoluta por una forma de escribir clásica en una época de culebrones, tuits y la creencia absoluta que cualquiera puede ser escritor. Juan Poz lleva una perilla y unas gafas de concha muy peculiares. Su mirada refulge y su gesto, aristocrático, me mira con conmiseración. Me dijo que sabía que él nunca sería leído, que escribía más bien para el hombre que fue que para el que es en este tramo de la historia. Sus ojos me miraban directamente y sus manos bailaban cuando me explicó su absoluta aversión a la España vulgar que se había impuesto en las últimas décadas. La España de Quevedo, de Cervantes, de Gracián, de Séneca, de Laín y Entralgo, de Clarín, de Galdós ... se había convertido en un muladar de vulgaridad. Había escrito un libelo libelular en la tradición dieciochesca para expresar su hastío ante la subcultura que imperaba por doquier. España se había transformado en un país lleno de una vulgaridad que todo lo recubre, una vulgaridad desacomplejada, agresiva, punzante. Él no se sentía exquisito, él se sabía derrotado de antemano. Su libelo nada podría. Acababa de publicarlo en una editorial marginal y estaría al alcance de los lectores digitales que quisieran descargarlo. Sabía de antemano que no tendría quizás más de media docena de lectores, pero, aunque fuera así, él se sentiría satisfecho. Su rabia y su impotencia ante la trivialización de todo había surgido como una náusea en su libelo contra la vulgaridad que empaña toda la vida española en que cualquiera se considera árbitro de la elegancia y alza la voz con tono amenazador. 

No solo es Belén Esteban y el programa Sálvame- continuó Juan Poz son las despedidas de soltero y soltera cada vez más impúdicas; la vulgarización del sexo; los macrobotellones en que los jóvenes desahogan su falta de estímulos y su aburrimiento en fantasías alcohólicas que dejan las ciudades llenas de porquería; la telebasura adictiva; el deterioro de la lengua cada vez más acusado; la vulgaridad de los políticos de izquierda y derecha; el hecho de que más de la mitad de los españoles no lee un libro jamás, y el ochenta por ciento de la mitad restante, solo lee un libro al año; el adocenamiento de las campañas electorales; la conversión de la política en espectáculo; la corrupción a todos los niveles; el nacionalismo obligatorio con desfiles gregarios de banderas; las costumbres de nuevo rico de muchos españoles; las megaconstrucciones de diseño que han anegado la geografía española queriendo ser todos los entes municipales y autonómicos referentes y creadores de una nueva cartografía urbanística y lo que han conseguido son criaturas horrendas salvo contadas excepciones;  las romerías y procesiones, adoptadas con entusiasmo por la izquierda y la derecha, como expresión del mal gusto y la superstición mezclada con el alcoholismo en sus desfiles; el repulsivo nivel de las tertulias en que participan tertulianos y tertulianas sin conocimiento de nada y hablando de lo divino y lo humano; la puerilización de la sociedad; el amarillismo de la prensa; la crueldad con los animales; el narcisismo juvenil y la mala educación que viene de casa; las fiestas de halloween, prodigio de la banalidad; el cine palomitero en un país que raramente se va al cine y, si se va, es para deglutir a dos carrillos toneladas de palomitas haciendo crac crac en el silencio supuesto de la sala; el fracaso escolar, junto a la falta de alicientes para acceder a la cultura que ocupa el último lugar en las predilecciones de la sociedad...

Juan Poz bebía té lentamente. Le tomé la mano con delicadeza y se la apreté. Le contesté que todo eso ya lo sabíamos. Era el atardecer en el Chiado. Lo sabíamos y nos habíamos resignado a ello, e incluso colaborábamos con nuestros blogs oportunistas y nuestro diletantismo militante. El era un desencajado que no podía aceptar vivir en un entorno degradado por la estulticia y el mal gusto. Su libro estaba condenado de per se al fracaso. Nadie quiere oír hablar de vulgaridad. Cada uno tiene su gusto ¿no? Si a uno le apetece tirarse un pedo y a otro leer a Michel de Montaigne, todo tiene el mismo nivel. No hay jerarquías. Si uno quiere ir con pañal por la calle o una muchacha vestida de meretriz con un falo enorme despidiéndose de solteros, es la ley del tiempo. Todo vale lo mismo.

- ¡No me resigno! –espetó Juan Poz-. No todo vale lo mismo. Esa es la falacia democrática que se exporta a los niños desde la escuela y desde casa. Todos son príncipes al servicio de sus instintos más elementales y que son elevados a categoría de innegociables. La escuela es la escuela de la felicidad que adula y halaga ese democratismo en que todo vale lo mismo...


No supe qué decirle. Me di cuenta de que Juan Poz se había llenado de indignación. En cierta manera tenía razón. Me despedí de él con una cierta tristeza. Le prometí que haría una reseña en mi blog de su libro, La España vulgar. Libelo libelular. Dudaba que mi blog minoritario e intrascendente pudiera hacer algo por difundir este alegato apasionado contra la vulgaridad y el adocenamiento de nuestro país, algo que a mí personalmente me deja frío. En cierta manera contribuyo con mi granito de arena a la vulgaridad dominante. Ha dejado de indignarme, pero Juan Poz es un romántico, un rebelde sin causa, un artista desencajado que no sabe que ello es signo de los tiempos. El mundo moderno es esencialmente vulgar. Juan Poz no lo acepta. Su mirada irónica  y triste cuando nos despedimos en aquella terraza del Chiado me lleva a difundir este libelo entre mis lectores. Si quieren leer algo diferente, algo contra el tiempo en que estamos, algo que desafía todo tipo de actualidad, no se pierdan esta obra condenada, sin duda, a uno de los lugares más destacados de la historia de la literatura de oposición al régimen vulgar. El libro está en edición digital en Ediciones Oblicuas

viernes, 17 de abril de 2015

"1980" de Iñaki Arteta


Hay almas piadosas y llenas de espíritu crítico que hablan de la pseudodemocracia que tenemos, de la vil transición de 1977 en que se claudicó frente al franquismo y se rebajaron las exigencias democráticas para no irritar el ejército. Puede ser. Pero yo querría hoy poner el foco en lo que fue la transición en realidad.  Para ello, nada mejor que ver el documental de Iñaki Arteta (Bilbao, 1959) “1980” que centra su foco en ese año y en el País Vasco. Fue un año que formó parte de aquella transición tramposa a que se refieren en que la sociedad española despertaba con euforia a la nueva situación de libertad tras cuarenta años de dictadura. Nuestro sistema político estaba cogido con alfileres. Gobernaba la UCD de Suárez. Fueron años inolvidables para los que los vivimos. Alegres y terribles. En 1980, la recién nacida democracia se enfrentaba a la involución de los militares y a los atentados de ETA que querían precisamente provocar un golpe de estado para propiciar un levantamiento popular en el País Vasco. ETA asesinó aquel año de 1980 casi a cien personas y hubo 22 secuestros. Casi a diario aparecían en las noticias acciones de ETA asesinando a policías, guardias civiles, trabajadores, personas que eran señaladas como no nacionalistas y, por tanto, enemigos de Euskadi. El tiro en la nuca era noticia día sí, día también a la vez que emboscadas cada vez más audaces. La sociedad vasca vivía un estado próximo a la alucinación entregada a los delirios de ETA. Existía un terror a significarse, a que alguien viera algún gesto tuyo que pudiera ser sospechoso, se observaba con quién hablaba cada uno, y una conversación podía ser la condena a muerte. Se salía del franquismo y desde el nacionalismo dirigido por ETA se consideraba que ni la constitución votada, ni el Estatuto de Gernika, ni la amnistía general a todos los presos etarras, valía nada. Era simplemente la continuación del franquismo.

ETA contaba con un ejército de doscientas mil personas (Herri Batasuna) que en principio apoyaban su lucha armada, que eran un brazo extensivo y omnipresente en toda la sociedad vasca que optó por mirar a otro lado, ocultándose los pensamientos incluso a sí mismos. Ser considerado no nacionalista podía ser una cierta muerte. Lo mejor era no hablar con nadie. Las víctimas de ETA morían en el desprecio y la soledad total. Apenas nadie iba a su funeral y sus familiares tenían que arrostrar la culpa porque si lo habían matado sería por algo. Hubo madres que vieron morir a su hijo o hijos que vieron morir a sus padres sin que nadie fuera a darles el pésame, y lo más estremecedor es que tenían que decir que era mentira, que su padre o su hijo no era confidente de la policía. Las víctimas estaban totalmente solas con su dolor y el desprecio de la sociedad que les mostraba su rechazo y odio o, peor aún, su indiferencia.

Hubo muertos de todo tipo. El documental de Iñaki Arteta es estremecedor. A la vez operaba el Batallón Vasco Español que asesinaba también a abertzales produciendo una escalada de violencia que amenazaba con sumergir a España en el abismo, especialmente porque muchas de estas muertes tenían como objetivo el propio ejército: fueron asesinados generales, coroneles, altos mandos, simples oficiales. Se entendía por gran parte de la izquierda española que la lucha de ETA era justa y tenía sentido y se ocultaba o se tardó en ver el proyecto totalitario que había detrás. Uno de sus jefes –Peixoto- sostuvo que solo la sangre haría invertir el signo de la historia. No había límites en la crueldad. Cualquiera podía ser blanco de la banda que operaba con total impunidad en el sur de Francia donde estaba su cúpula dirigente y que servía de santuario de todos sus comandos que se replegaban tras una acción terrorista. Josu Ternera dio pistas sobre qué querían para Euskadi: un país como Albania, la dirigida por Enver Hoxa, probablemente será una incógnita para muchos que nacieron con la caída del muro de Berlín. Albania era un país totalitario, pequeño, algo así como Corea del Norte actualmente. Eso querían para el País Vasco.

La iglesia vasca fue anticristiana y se desentendió de la piedad para las víctimas y colaboró con la banda armada. Los policías eran txakurras (perros), los colaboracionistas, cipayos, o simplemente coreanos o maketos, a los que había que echar de esa tierra o matarlos. El pueblo vasco, esa entidad abstracta, era ensalzada y se la consideraba depositaria de todos los derechos que eran ejercidos por el ejército popular que era ETA que podía y debía ejecutar a todos los enemigos. La extensión del terror era el procedimiento imprescindible. ¿Quién se iba a atrever a decir que no era nacionalista?

Lo terrible es que estos años de plomo se vivieron con total normalidad. Las fiestas continuaron celebrándose, las charangas no enmudecían cuando había seis guardias civiles asesinados por la espalda. Se ignoraba el sufrimiento en soledad de las familias de los asesinados que se tenían que sumir en el silencio y las miradas de odio a su alrededor porque algo habrían hecho. Habían sido juzgados y condenados.

Se tardó mucho en salir del armario y atreverse la sociedad vasca a decir algo sobre aquella violencia brutal que parecía normal. “1980” es un documental que cabría verse colectivamente. Yo tengo intención de pasarlo a los profesores de mi centro. No sé si vendrá alguno. Tal vez no. Tal vez nadie quiera recordar o saber. Tal vez muchos nacionalistas e independentistas seguirán pensando que la lucha de ETA era justa.

Para mi desolación recuerdo que en 1980 yo acababa de llegar a Cataluña y era mi primer año en la enseñanza. Las noticias de asesinatos eran, como he dicho, diarias, pero eran un telón de fondo al que nadie prestaba demasiada importancia. Se vivía con alegría, con ansia de devorar la libertad recién ganada, había demasiada adrenalina en las calles llenas de contracultura, de euforia, de fiesta, de ganas de cambiarlo todo y lo que pasaba en el País Vasco era un pequeño detalle que no iba a amargarnos la fiesta. Poco después, el 23 de febrero de 1981 recibimos un fuerte aviso que afortunadamente no cuajó, pero por poco. Era lo que ETA, el GRAPO, el FRAP (otros grupos terroristas) esperaban: la involución, otra guerra civil o tal vez la revolución marxista leninista.

La transición fue todo menos pacífica. Hay que poner el objetivo en un punto de la misma. 1980 fue un año paradigmático en que la vesanía terrorista alcanzó su punto más alto. Hablar de que aquello fue una estafa sin más es olvidarse de lo que realmente pasó allí. El documental se puede alquilar por cinco días o comprarse. Yo lo he comprado. No lo lamento.

Hay que mirar adelante, pero no olvidar. ETA asesinó a casi novecientas personas y dejó heridas a miles. Decenas de miles de personas tuvieron que abandonar el País Vasco por el terror con que se vivía.


1980 es un documental mesurado y  respetuoso con las víctimas. Recupera una parte de la historia que nadie todavía, increíblemente, ha contado.

martes, 14 de abril de 2015

Las venas abiertas de América Latina


Estos días me ha sorprendido como a todos la muerte de dos escritores de signo muy distinto y complejo, la de Eduardo Galeano y la de Günter Grass. Del segundo tal vez hable otro día. Hoy vengo a hablar del primero y la increíble ceremonia universal de sahumerio de su figura. En facebook parece que lo elevaran a los altares infinidad de devotos admiradores con reproducción de frases entresacadas supongo de sus libros. La mayoría de las frases y aforismos me parecían vanas y pirotécnicas, pero suscitaban olas de entusiasmo entre los lectores de la red social yanqui. Galeano necesitaría pronto un proceso de beatificación por el papa Francisco para ser llevado al culto laico.

Su más famoso libro Las venas abiertas de América Latina (1971) es considerado por sectores de la izquierda como la Biblia latinoamericana y ha vendido más de un millón de copias, se ha traducido a más de doce lenguas y ha ejercido una fascinación y devoción difícil de imaginar entre la izquierda revolucionaria que lo tomó como libro de cabecera. Está publicado en la época de las dictaduras latinoamericanas y fue prohibido tanto en su Uruguay natal, Argentina, Chile... Su influencia fue enorme en la conformación de la ideología de millones de latinoamericanos. En este libro se mostraba el proceso de explotación de América Latina por los imperios coloniales desde el siglo XVI hasta el XIX, luego posteriormente la explotación continuó con el Reino Unido y, sobre todo, con Estados Unidos que se llevaba las materias primas a precio de saldo para luego revender los productos elaborados a precios abusivos. Los gobiernos sudamericanos eran simples títeres del coloso y las empresas yanquis. Esta visión simplista de la historia fue rebatida por otro famoso libro –Manual del perfecto idiota latinoamericano- firmado por tres plumas destacadas: Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa con prólogo de Mario Vargas Llosa. Para ellos, este libro fetiche de la izquierda revolucionaria hizo mucho daño, dado que se había convertido en la Biblia de los desposeidos. Para el tridente revisionista, la visión de Galeano era maniquea e ignoraba aspectos fundamentales de la historia interior de América Latina. En definitiva, subrayó esa tendencia de creer a América Latina como una víctima y a todos sus habitantes, víctimas del malvado imperialismo yanqui. Desarrolló el victimismo y la idea de que “somos pobres. Es culpa de ellos”. Se dice que Eduardo Galeano ha dado voz a los vencidos, a los pobres, a las víctimas de la inicua explotación de la multinacionales y la conspiración exterior apoyada en gobiernos militares. Obvia las también auténticos errores propios que no son debidos a la influencia exterior. Es sabido que este título de Galeano es libro estudiado en universidades y es libro de cabecera de los Castro y lo era de Hugo Chávez que lo regaló a Obama haciendo pasar este texto a uno de los diez más vendidos en Amazon.

Por otra parte, la influencia de este libro fomentó la ideología de guerrillas antiimperialistas como los tupamaros y la guerrilla colombiana. La guerra era fundamentalmente antiimperialista y cabía la violencia contra el imperio. Ya saben, esa mitificación del Che Guevara, Emiliano Zapata, Simón Bolívar, etc. Alguna portada de Las venas abiertas de América Latina representaba el continente americano desgarrado por un cuchillo con la bandera norteamericana. 

La pieza que falta de este puzzle como libro nuclear de la izquierda laica e incluso de la teología de la liberación es que el propio autor, Eduardo Galeano, en abril de 2014 en Brasil comentó que su obra estaba superada, que estaba muy mal escrita y que cuando la escribió no tenía conocimientos suficientes de economía política ni de historia. Afirmó que por nada del mundo volvería a leerlo, que no sería capaz, que caería desmayado. Aclaró que no se desdecía de ser un hombre de izquierda pero que la izquierda llamada revolucionaria había cometido graves errores cuando había llegado al poder, en referencia clara a Cuba y Venezuela, así como a Nicaragua. Estas declaraciones fueron recibidas por la izquierda como una bomba. ¿La Biblia puesta en cuestión por su propio autor? ¿Acaso Galeano se había unido en su senectud a la derecha? ¿O era como afirmó el cantante Ruben Blades, una forma de madurez del autor que reconocía su simplismo y sus tesis totalmente superadas por la realidad?

¿La culpa es siempre de los otros? ¿Acaso América Latina no tiene una grave e importante responsabilidad en su devenir histórico? ¿Por qué sentirse siempre víctimas exánimes del malvado imperialismo? ¿Acaso otras naciones periféricas no se han enriquecido? ¿Es culpa siempre de los otros?

En definitiva, Eduardo Galeano ha sido responsable de haber conformado una mentalidad victimista, supuestamente revolucionaria, con mitos, con santoral, con canciones e himnos, con héroes y con una Biblia que mostraba a América Latina desangrándose por las venas acuchilladas siempre por los otros.

Michael Yates, crítico norteamericano, sostiene que a pesar de la opinión revisionista de Galeano sobre su libro, “éste es una entidad independiente del autor y cualquier cosa que él piense ahora”.

La legión de admiradores de Eduardo Galeano seguro que estarán de acuerdo y pensarán que tal vez fue su enfermedad y la fragilidad que esto implica la que le llevaron a criticar duramente su libro tanto en la forma (pesado e indigerible) como en el fondo.


sábado, 11 de abril de 2015

¿Sería necesario el malestar de vivir?


Me pregunto por la ideología de nuestro tiempo. Vivo tan inmerso en él que no soy capaz de ver el bosque. Y ya el mundo del siglo XX se me desdibuja alejándose a velocidad creciente, aunque yo pertenezco a él y me curtí en él. En él la literatura en buena parte tenía una carga existencialista. El existencialismo es la filosofía que en líneas generales fundamenta la centuria anterior. Dios había muerto y el ser humano se quedó solo, sin explicaciones e intuyó el sinsentido. El existencialismo que viene de Kierkegaard, pasa por Schopenhauer, y llega a los filósofos del siglo XX dan distintas soluciones a ese estado de angustia del ser humano. Porque la angustia es el sentimiento que dominó en mucho de ese sentir de los habitantes del siglo XX a la búsqueda de sentido en un universo frío y desnortado. Sin dirección. Yo conocí la angustia del siglo XX, la interioricé, pude vivir con ella. En mis clases de aquel tiempo no era extraño que mis alumnos leyeran obras existenciales de Sartre o Camus. O Boris Vian. La literatura estaba preñada de sentido existencial. ¿Qué sentido tenía la vida? ¿Qué barrera significaba la muerte despojada de pasaje a otra dimensión? Quedaba la nada, el vacío. Una vez un grupo de alumnos audaces hicieron un trabajo sensacional sobre Samuel Beckett. Les impresionó Esperando a Godot como me había cautivado a mí cuando lo leí a los veinte años. ¿Es el universo serio o es simplemente una broma? ¿De buen o mal gusto?

Rememoro esto por una conexión de ideas que me ha venido. El sentimiento del siglo XX fue una poderosa angustia que nos invadía y nos fertilizaba. Ahí teníamos a Hermann Hess y sus parábolas para intentar dar sentido a algo que parecía carecer de él. Sin embargo, en el siglo XXI los seres humanos ya no sienten angustia. Es un sentimiento que ha perdido buena parte de la fuerza que tuvo en otro tiempo. Ya no nos conmociona que la vida acaba en un remolino de sinsentido. Lo hemos interiorizado. Y además consumimos cantidades ingentes de ansiolíticos y antidepresivos que palían esos estados que expresaban nuestra desazón existencial. En efecto, estos fármacos se han convertido en muletas que gran parte de la población utiliza para estados de fragilidad mental o fases de intenso sufrimiento que antes se pasaban a pelo. Y hondas depresiones no medicadas explican profundos conflictos de la literatura de todos los tiempos en que la vida no estaba tan protegida anímicamente de sus inviernos existenciales. Hemos patologizado las crisis humanas y las hemos medicalizado. En realidad tenía razón Aldous Huxley en Un mundo feliz al predecir la existencia del soma para soportar estados de infelicidad que se darían por innecesarios.

Tenemos además los inefables libros de autoyuda que nos impregnan de sentimientos positivos. Pasarlo mal es algo que proviene de una patología que se puede paliar o de una deficiente comprensión de las cosas que se puede reorientar si sabemos que debemos estar llenos de positividad y que hay caminos que conducen a ello. La felicidad se impone casi como una obligación a la que hay que acogerse inflamado nuestro ser de sentimientos positivos que viven el presente dejando el pasado como ya inservible para explicar nada y el futuro como fuente de potencial angustia e incertidumbre. Hay que vivir el presente. Solo en el presente. Es curioso porque esta filosofía de lo positivo nos invadió en la última década de los años noventa del siglo pasado y ha alcanzado su clímax en la actualidad. Pero yo no la conocía ni nadie mencionaba aquello en los años anteriores, en los años existenciales, podríamos decir. No la conocía como esencial quiero decir. ¿Acaso nuestra época es mucho más sabia que la que fue alumbrada en los siglos XIX y XX? ¿Existirán los debates de ideas ya liberados de la angustia ante lo incierto del destino humano? ¿Tendrá dimensión la literatura con escritores ya alejados de lo depresivo que alumbró tanta buena literatura? Entiendo que estoy en un tiempo netamente distinto del que viví en el primer tercio de mi vida y la transición de uno a otro no me ha sido fácil. El hecho de escribir en un blog es algo que me liga a los hombres del siglo XX. Pocos jóvenes o ninguno escriben en un blog, que se ha convertido en una herramienta para añorantes de la palabra escrita. Sin duda hay otras herramientas más de este tiempo, más adecuadas.

Sin darnos cuenta nos imbuimos de una ideología de época que nos penetra y consideramos que es normal, que es como deben ser las cosas, que nos enseña cómo debemos sentir y vivir. Y terminamos por no entender otros momentos tan válidos como este del pasado que hicieron vivir a otros hombres en plenitud. Nuestra perspectiva narcisista nos lleva a no comprender el pasado y se lo termina considerando como profundamente anómalo e incompleto, pues nosotros por fin hemos terminado entendiendo la clave de la existencia que responde a las dudas que pudiera haber y que se resuelven por dos vías fundamentales que palían la angustia de vivir: el soma y la tarjeta de crédito.


El otro día leí una reflexión de un pensador cuyo nombre he olvidado pero que venía a decir que el ser humano que solo vive en el presente, vive amputado. Y de igual manera leí en otro lugar que el malestar es necesario para comprender el mundo en que estamos y al que nos dirigimos a velocidad de vértigo, pero nuestros ansiolíticos y antidepresivos nos reconcilian con la realidad. Y los libros de autoayuda nos relevan de la zozobra convenciéndonos de que el único momento que merece la pena vivirse es el ahora.

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