Me gustan las charlas de mi departamento
de castellano cuando no tienen que ver con temas académicos. Hay un ambiente
propicio al intercambio de pareceres y de puntos de vista. Hoy en unos minutos
hemos conversado sobre algo de lo que me gustaría dejar constancia. Una de los miembros más activos del departamento por su intensidad como profesora, su buen
hacer y su dimensión humana, vamos a llamarla Dunia, ha comentado que ella veía
programas como Gran Hermano VIP donde aparece la ínclita Belén Esteban y demás
famosetes que se ganan la vida generosamente por la enorme audiencia que
despiertan. Dunia explicaba que no veía contradicción entre ver Gran Hermano y
Telebasura y a la vez leer a Ortega y Gasset o La montaña mágica de Thomas
Mann. Ha aducido la película de Nanni Moretti, Caro Diario, donde aparece un
personaje intelectual que no ve la televisión nunca y solo lee prolijas obras
densas y profundamente ideológicas. Sin embargo, creo recordar que en un viaje
por azar se pone frente al televisor y ve por primera vez una serie de aquella
época, no recuerdo cuál, pero es de suponer que es un culebrón de esos
inaceptables para una cultura refinada. El intelectual, en cambio, se queda
fascinado por esos personajes y cree ver rasgos de obras maestras que él ha leído
y conoce bien. Curiosamente, el otro día mi hija Lucía de quince años me
comentaba que estaba leyendo La casa de Bernarda Alba de Lorca, pero que le
resultaba conocida pues había visto toda la serie de Puente viejo donde
encontraba la misma estructura de una madre dominante, unos hijos rebeldes,
etc. Yo no soy de los que ven la tele. No lo hago. No he visto nunca Gran
Hermano VIP, pero creo que si lo viera me quedaría fascinado. Me pasa cuando
alguna vez he visto de refilón algún retazo de programas del corazón donde se
exhibe la vulgaridad en estado puro sin ningún recato. Y, en efecto, me quedo
absorbido por esas mujeronas cincuentonas o sesentonas, cargadas de maquillaje,
subidas de quilos, que gritan y hablan sin ningún freno sobre las banalidades
más increíbles de las vidas de los personajes llamémosles populares. A estas
señoras se unen otros llamados periodistas que ejercen su profesión de
desnudamiento de intimidades ajenas con una convicción que raya la obscenidad.
No puedo verlo mucho tiempo seguido. Me abruma. Entiendo que esa contemplación
de la grosería y la vulgaridad tiene un componente adictivo. Cuentan en sus
biografías que J.D. Salinger era en su encierro y exilio voluntario un fanático
de la telebasura, y se pasaba mucho tiempo al día viendo programas de este tipo
donde se recrea la humanidad en sus registros más elementales.
No he contestado a Dunia sobre su
capacidad de armonizar la lectura de Ortega y Gasset y la visión de GH VIP,
pero me ha hecho pensar. Ella expresaba que era una especie de descarga, de
liberación, tanto como el fútbol al que es aficionada y que cree llevar en la
sangre. Me he preguntado sobre qué siento cuando veo o leo revistas del llamado
corazón. Las hojeo en la espera del dentista. Veo las vidas de esos personajes,
sus casas, sus vestidos de fiesta, sus aniversarios, sus natalicios, sus
duelos, que proyectan la imagen de que su vida es igual de vulgar que la
nuestra. Las veo envejecer, deteriorarse, creerse atractivas, pero uno se da
cuenta de que es pura fantasmagoría. ¡Qué prodigio contar trivialidades sin
ninguna originalidad como si fueran trascendentes!
Me gustaría saber qué porcentaje de la
vida de Dunia está en Ana Karenina o cuánta en Belén Esteban. Cuánta en La deshumanización del arte orteguiana y
cuánta en los programas del corazón. Cuentan que Galdós era muy mujeriego y que
le gustaban las Fortunatas, mujeres del pueblo, sin cultura, propias del Madrid
cañí, pero rebosantes de vida e intensidad como la que expresa Malu para las
peluqueras. Luego tuvo relaciones con Emilia Pardo Bazán, suponemos que en un
registro mucho más refinado. No tenemos las cartas que envió Galdós a la Bazán,
pero si tenemos las que ella envió al escritor canario y donde le llamaba
“Miquiño” y “amado roedor mío” y ella le decía que era su rata y que lo quería
con toda su alma. Gracias a esta dualidad de Galdós pudo concebir personajes
populares como Fortunata y otras tantas mujeres de la calle, llenas de
sentimientos intensos o apasionados, tal vez faltos de la exquisitez de otras
mujeres mucho más cultas y de clases más pudientes. La vulgaridad es una parte
relevante de las cosas. Sin ella no somos totalmente de nuestro tiempo. El
desafío es retener lo vulgar y llevarlo hacia arriba. Ver en esos personajes
que se agitan en los programas del corazón seres de carne y hueso que viven,
sienten, respiran, aman, se traicionan, se retuercen, envejecen con dolor,
enferman, cagan y mueren, exactamente igual que los más literarios y profundos.
La vulgaridad ha estado presente en la historia del arte. Las novelas de
folletín son el contexto necesario de la gran literatura del XIX que bebe de
ellas. Hoy solo recordamos a Flaubert, Stendhal, Dostoievski, Dickens, Galdós,
Eça de Queiroz, pero hubo en ellos una suerte de acercamiento a los sentimientos
más populares y se nutrieron de historias sórdidas, apasionadas, sangrientas,
lujuriosas, sacrílegas, vulgares. Otra cosa es lo que hicieron luego con ellas,
llevándolas, desde esa alfaguara elemental, a los más altos sentimientos.
Y nuestro tiempo se ha acercado a la
vulgar de forma clarísima. El que vive en una urna de cristal separado de la
vulgaridad de la realidad lo puede hacer legítimamente, claro está, pero no
podrá acercarse al íntimo latir de este tiempo repleto de grandeza y
podredumbre, de exquisitez y vulgaridad, de redes sociales que son patios de
vecindad donde encontramos toda suerte de banalidades al lado de grandes pensamientos
de los artistas y pensadores más elevados.
Tal vez Dunia pertenezca a ambos mundos y
eso sea lo que le permite acercarse con tanta eficacia a sus alumnos salidos de
la calle, de pisos agobiantes, de familias desnortadas y contrahechas, de
sentimientos arrebatados y desgarrados, de penurias económicas, de huidas, de
emigraciones, de bailes agarrados, de palabras norteñas cargadas, como hoy me
decía una alumna refiriéndose a Don Juan, de promiscuidad.