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jueves, 12 de febrero de 2015

Belén Esteban y Emma Bovary


Me gustan las charlas de mi departamento de castellano cuando no tienen que ver con temas académicos. Hay un ambiente propicio al intercambio de pareceres y de puntos de vista. Hoy en unos minutos hemos conversado sobre algo de lo que me gustaría dejar constancia. Una de los miembros más activos del departamento por su intensidad como profesora, su buen hacer y su dimensión humana, vamos a llamarla Dunia, ha comentado que ella veía programas como Gran Hermano VIP donde aparece la ínclita Belén Esteban y demás famosetes que se ganan la vida generosamente por la enorme audiencia que despiertan. Dunia explicaba que no veía contradicción entre ver Gran Hermano y Telebasura y a la vez leer a Ortega y Gasset o La montaña mágica de Thomas Mann. Ha aducido la película de Nanni Moretti, Caro Diario, donde aparece un personaje intelectual que no ve la televisión nunca y solo lee prolijas obras densas y profundamente ideológicas. Sin embargo, creo recordar que en un viaje por azar se pone frente al televisor y ve por primera vez una serie de aquella época, no recuerdo cuál, pero es de suponer que es un culebrón de esos inaceptables para una cultura refinada. El intelectual, en cambio, se queda fascinado por esos personajes y cree ver rasgos de obras maestras que él ha leído y conoce bien. Curiosamente, el otro día mi hija Lucía de quince años me comentaba que estaba leyendo La casa de Bernarda Alba de Lorca, pero que le resultaba conocida pues había visto toda la serie de Puente viejo donde encontraba la misma estructura de una madre dominante, unos hijos rebeldes, etc. Yo no soy de los que ven la tele. No lo hago. No he visto nunca Gran Hermano VIP, pero creo que si lo viera me quedaría fascinado. Me pasa cuando alguna vez he visto de refilón algún retazo de programas del corazón donde se exhibe la vulgaridad en estado puro sin ningún recato. Y, en efecto, me quedo absorbido por esas mujeronas cincuentonas o sesentonas, cargadas de maquillaje, subidas de quilos, que gritan y hablan sin ningún freno sobre las banalidades más increíbles de las vidas de los personajes llamémosles populares. A estas señoras se unen otros llamados periodistas que ejercen su profesión de desnudamiento de intimidades ajenas con una convicción que raya la obscenidad. No puedo verlo mucho tiempo seguido. Me abruma. Entiendo que esa contemplación de la grosería y la vulgaridad tiene un componente adictivo. Cuentan en sus biografías que J.D. Salinger era en su encierro y exilio voluntario un fanático de la telebasura, y se pasaba mucho tiempo al día viendo programas de este tipo donde se recrea la humanidad en sus registros más elementales.

No he contestado a Dunia sobre su capacidad de armonizar la lectura de Ortega y Gasset y la visión de GH VIP, pero me ha hecho pensar. Ella expresaba que era una especie de descarga, de liberación, tanto como el fútbol al que es aficionada y que cree llevar en la sangre. Me he preguntado sobre qué siento cuando veo o leo revistas del llamado corazón. Las hojeo en la espera del dentista. Veo las vidas de esos personajes, sus casas, sus vestidos de fiesta, sus aniversarios, sus natalicios, sus duelos, que proyectan la imagen de que su vida es igual de vulgar que la nuestra. Las veo envejecer, deteriorarse, creerse atractivas, pero uno se da cuenta de que es pura fantasmagoría. ¡Qué prodigio contar trivialidades sin ninguna originalidad como si fueran trascendentes!

Me gustaría saber qué porcentaje de la vida de Dunia está en Ana Karenina o cuánta en Belén Esteban. Cuánta en La deshumanización del arte orteguiana y cuánta en los programas del corazón. Cuentan que Galdós era muy mujeriego y que le gustaban las Fortunatas, mujeres del pueblo, sin cultura, propias del Madrid cañí, pero rebosantes de vida e intensidad como la que expresa Malu para las peluqueras. Luego tuvo relaciones con Emilia Pardo Bazán, suponemos que en un registro mucho más refinado. No tenemos las cartas que envió Galdós a la Bazán, pero si tenemos las que ella envió al escritor canario y donde le llamaba “Miquiño” y “amado roedor mío” y ella le decía que era su rata y que lo quería con toda su alma. Gracias a esta dualidad de Galdós pudo concebir personajes populares como Fortunata y otras tantas mujeres de la calle, llenas de sentimientos intensos o apasionados, tal vez faltos de la exquisitez de otras mujeres mucho más cultas y de clases más pudientes. La vulgaridad es una parte relevante de las cosas. Sin ella no somos totalmente de nuestro tiempo. El desafío es retener lo vulgar y llevarlo hacia arriba. Ver en esos personajes que se agitan en los programas del corazón seres de carne y hueso que viven, sienten, respiran, aman, se traicionan, se retuercen, envejecen con dolor, enferman, cagan y mueren, exactamente igual que los más literarios y profundos. La vulgaridad ha estado presente en la historia del arte. Las novelas de folletín son el contexto necesario de la gran literatura del XIX que bebe de ellas. Hoy solo recordamos a Flaubert, Stendhal, Dostoievski, Dickens, Galdós, Eça de Queiroz, pero hubo en ellos una suerte de acercamiento a los sentimientos más populares y se nutrieron de historias sórdidas, apasionadas, sangrientas, lujuriosas, sacrílegas, vulgares. Otra cosa es lo que hicieron luego con ellas, llevándolas, desde esa alfaguara elemental, a los más altos sentimientos.

Y nuestro tiempo se ha acercado a la vulgar de forma clarísima. El que vive en una urna de cristal separado de la vulgaridad de la realidad lo puede hacer legítimamente, claro está, pero no podrá acercarse al íntimo latir de este tiempo repleto de grandeza y podredumbre, de exquisitez y vulgaridad, de redes sociales que son patios de vecindad donde encontramos toda suerte de banalidades al lado de grandes pensamientos de los artistas y pensadores más elevados.


Tal vez Dunia pertenezca a ambos mundos y eso sea lo que le permite acercarse con tanta eficacia a sus alumnos salidos de la calle, de pisos agobiantes, de familias desnortadas y contrahechas, de sentimientos arrebatados y desgarrados, de penurias económicas, de huidas, de emigraciones, de bailes agarrados, de palabras norteñas cargadas, como hoy me decía una alumna refiriéndose a Don Juan, de promiscuidad.

lunes, 9 de febrero de 2015

La presión de lo correcto


Estoy a punto de dejar la profesión y me siento un aprendiz de gamberro que no puede dejar de sentir admiración por la realidad de la vida en la medida de que puede ser objeto de un reportaje. Me gusta la fotografía. Soy feliz con una cámara y haciendo fotos más o menos afortunadas. Me ayuda a sobrevivir y a añadir ilusión a mis días que terminan siendo en muchos sentidos apasionantes. Pero hoy he recibido unas observaciones amistosas por parte del equipo directivo de mi centro. Los tres miembros del equipo me han hecho reflexionar sobre el último reportaje fotográfico, que he realizado y colgado en Youtube, de mis alumnos con motivo de su salida a la exposición fotográfica de Gervasio Sánchez en el Palau Robert de Barcelona. El tema de la exposición, con textos de Mònica Bernabè, es la situación dramática de la mujer en Afganistán. Es un reportaje espléndido que he visto en tres ocasiones lo que me ha conmocionado, especialmente la primera vez que lo vi. Pensé que mis alumnos de segundo de ESO, entre los que hay bastante muchachos musulmanes, serían unos estupendos visitantes para esta muestra fotográfica. Entiendo que es muy importante subrayar la cultura visual de calidad a la que no es difícil acceder pues estos chicos son más proclives a entender las imágenes que las obras literarias.

Salimos con ellos dos profesores. Los chicos se portaron bastante bien. Yo diría que muy bien teniendo en cuenta que son muchachos de calle más que de biblioteca. Yo llevaba mi cámara fotográfica y realicé con ellos un reportaje sobre su viaje en metro y su asistencia a la exposición registrando sus reacciones, sus caras de estar pensando, sobre su adolescencia en estado puro en contacto con la vida. Reconozco que cuando tengo una cámara en la mano no sé discriminar qué es oportuno pedagógicamente y qué no. Es como si la vida se me abriera delante y mi objetivo solo hiciera que recogerla en directo. Me siento como un corresponsal de guerra que se deja la piel delante de lo que ve. Fotografié a mis alumnos en la calle yendo a la exposición. Varios de ellos, musulmanes, se quedaron extasiados ante una tienda del centro de Barcelona de ropa interior femenina y recogí ese momento genial cargado de sentido. Los fotografié en la entrada del Palau Robert esperando y almorzando. Creo que les gusta que los fotografíe, siento que confían en mí y que esperan que les saque guapos, aunque muchas veces no se ven así. Yo siento que estoy ante un misterio que es la adolescencia, un tobogán emocional lleno de contradicciones, tan luminoso como doloroso. Leo sus redacciones sobre el miedo y advierto que estos muchachos tienen muchos miedos, más de lo que parece, y el miedo a la propia imagen –bastante extendido- es uno de ellos. Pero forma parte del ritual. Ellos saben que hago fotos y ellos se dejan fotografiar. Luego vemos las fotos juntos y nos reímos o reflexionamos sobre ellas. En la exposición se portaron magníficamente y los vi reflexivos sobre lo que estaban contemplando, ese horror en que están sumidas las mujeres afganas. Varias muchachas llevan  pañuelo – hiyab- y su imagen en mis fotos se mezclaba con las de las mujeres de la exposición de Gervasio Sánchez. Era un juego interesante. Enseñamos a estos muchachos a ser críticos con la realidad, yo al menos me lo planteo así. Después de estar hora y media dentro de las salas del Palau Robert salieron a los jardines y jugaron un rato. De aquí el problema, uno de los problemas. Tienen trece años y tienen ganas de jugar, de abrazarse, de quererse y de odiarse. Son de orígenes distintos pero juegan juntos –o se pelean-. Me di una vuelta por el recinto de los jardines y de pronto vi a tres o cuatro subidos a un árbol. La imagen me pareció preciosa. ¿Quién con trece años no ha soñado con tener una casa en un árbol? Pero aquello estaba mal y yo debía reprenderlos. Los hice bajar, pero antes disparé tres o cuatro fotos en el árbol. Otros se habían subido a una estatua donde aparecián abrazándose y comunicándose afecto chicos musulmanes, latinos, hispanos. La imagen me gustó y pensé que merecía ser recogida pues en efecto, los veo tantas veces peleándose que contemplarles en estado de vibraciones positivas me encantó. Los fotografié en la estatua igual que luego jugando con una cadena por la que pasaban al estilo de los ejercicios de zumba. Me di cuenta de que ya era hora de volver al instituto y los fui recogiendo por el recinto para de nuevo retornar a Cornellà. Algunos corrían, otros comían patatas fritas, lo normal en estos casos.

La última hora hicimos clase normal y trabajaron con seriedad sobre las tareas encomendadas sobre la exposición “Mujeres”. Fue una mañana divertida e interesante. El problema es que en mi función como profesor se mezcla una vena ácrata que no logro nunca reprimir del todo y quise hacer un reportaje sobre lo que había sido la salida, un reportaje educativo, divertido y veraz sobre lo que son muchachos de trece años que están saliendo de la infancia. Ya sé que soy educador y que mi misión fundamental es controlarles y evitar el asilvestramiento de ellos ante actividades culturales. El caso es que monté un vídeo con música de la que les gusta mezclando las distintas fotos en blanco y negro y color con comentarios míos sobre la salida, comentarios bienintencionados sobre el motivo de la exposición que no es otro que denunciar la opresión que padecen las mujeres en algunos países, y la lucha de algunas de ellas por reivindicar su libertad. Ahí tenemos a Malala, la premio Nobel de la Paz, que lucha por el derecho a la educación de las niñas afganas. Monté el vídeo con mayor o menor fortuna recogiendo los distintos momentos de la salida: desde su visita al escaparate de ropa interior, su momento del bocadillo, la visita a la expo con fotos de ellos asombrados ante lo que veían, trabajando, su espacio posterior de juegos, incluido el que estaban encima del árbol o jugando a la zumba, así como su viaje en metro durante diez o doce estaciones. El resultado me gustó. Lo colgué con su permiso de imagen y envié el enlace a los compañeros del centro así como a los alumnos que salieron.

Hoy el equipo directivo me ha hecho saber que mi trabajo es bueno pero no es oportuno pedagógicamente en algunos sentidos. No podemos mostrar a los muchachos subidos a los árboles o a una estatua pues eso da una imagen de descontrol del instituto. Pero los chicos son así, les digo. Ya, pero no se debería mostrar. ¿Qué les estamos enseñando? Todos sabemos que esa es la realidad de nuestros muchachos pero otra cosa es mostrarlo como actividad del centro. En otro instituto ya nos habrían montado un serio conflicto. Entiendo las razones de mis compañeros y digo que inmediatamente lo retiraré.


Cuando soy fotógrafo me encuentro con ese momento en que la cámara vive por sí misma y no sé discernir demasiado los límites de la realidad que debe ser mostrada. Por  otro lado, veo la obsesión angustiosa que vivimos sobre lo que es correcto o qué no. En cierta manera me siento orgulloso de este documento –que he retirado ya- en que se ha visto la realidad de treinta muchachos y muchachas adolescentes en una mañana en que han salido a aprender otras cosas que no aparecen en las aulas. A la vez siento una profunda inquietud al no saber deslindar mi faceta de creador y fotógrafo de mi faceta de educador y especialista en lo correcto, pues no siento remordimiento por haber dado salida a otra visión de la realidad -pienso que hermosa- que la que es oportuna. Ello no quiere decir que no comprenda las razones de peso de mis compañeros.

martes, 3 de febrero de 2015

El mito de la educación


Hoy una compañera de departamento ha reflexionado en voz alta sobre alguna inseguridad suya. Yo le mostraba las películas que iban a ver mis alumnos en el ciclo de Cine y valores humanos a lo largo de cuatro meses. Algunas le han parecido excepcionales como “Capitanes intrépidos” o “El milagro de Ana Sullivan”, ambas en blanco y negro y antiguas. Pilar se hacía la siguiente reflexión que sintetizo para debatir con los lectores del blog. Se preguntaba cómo influía en nuestros alumnos todo este cine sobre los valores humanos que desde hace años se proyecta para ellos. Y ampliaba su interrogante sobre la influencia real que tiene la educación en valores que intentamos difundir entre ellos a tenor de las tendencias pedagógicas de los últimos veinticinco años. Nunca se ha hablado más de valores en la educación, al menos como fundamento de una pedagogía, como en las décadas recientes. Sin embargo, vemos que el machismo progresa en la realidad de nuestros adolescentes a pesar de nuestros mensajes sobre la igualdad de género. Y en contra de nuestra pedagogía de la no violencia, difundida en mil y un soportes, la realidad de un centro de enseñanza es en muchos sentidos violenta y carente de respeto de unos por otros. Los insultos son cotidianos, los conflictos frecuentes, el no escuchar los argumentos del otro es habitual y los comportamientos machistas subsisten a poco que se escarbe.

Tal vez pueda explicarlo la violencia de la sociedad en que vivimos, no sumida en una guerra, pero sí vertebrada por innúmeros ejemplos violentos a tenor de lo que vemos en las calles y en los telediarios cuyo visionado es atroz. Hoy se hablaba de que Estado Islámico había quemado vivo a uno de sus cautivos. ¿Hasta que punto penetra nuestra educación en valores igualitarios en una sociedad en que, como siempre, rige la ley del más fuerte, la corrupción es inherente al sistema y lo que ofrece la televisión en horarios de máxima audiencia es contrario a dichos valores? Hemos pretendido crear un espacio biempensante, edificando con valores humanos la formación de nuestros hijos desde que empiezan a ir a la escuela y se les enseña a compartir en la guardería a las materias que cursan en la ESO sobre los mencionados valores sobre los que no hay festividad en la que no se haga una llamada de atención al respecto. Deberíamos vivir en la sociedad más pacífica y serena del universo, en un paraíso de respeto e igualdad mutua pero no es así.

Hace unos años se estrenó la película La cinta blanca de Michael Haneke en que se formulaba la hipótesis de que el Tercer Reich estaba en germen en la educación autoritaria y sádica que recibían los hijos en la sociedad de los que integraron luego la Alemania nazi. Pero este tipo de educación autoritaria era común en los años veinte del siglo pasado y no todos los países llegaron allí, aunque tuvieron, eso sí, un “espléndido” hervor en la violencia desatada en la Segunda Guerra Mundial en todos las naciones y pueblos europeos. En tal caso, la difusión de pedagogías abiertas y tolerantes, inclusivas, democráticas e igualitarias que han tenido lugar en Occidente en los últimos treinta años tendrían que ser decisivas para conformar un nuevo modelo de ciudadano europeo igualmente tolerante y pacifista. La escuela ha sido un baluarte absoluto de difusión de valores, igual que el cine, la literatura infantil y juvenil. ¿Eso querría decir que en Europa es imposible un nuevo estallido de violencia irracional? Pilar decía que los asesinos de los dibujantes de Charlie Hebdo y el colmado judío habían sido educados en las escuelas públicas francesas en donde se difunden valores ciudadanos de igualdad. ¿Y la violencia de género sobre la que en algunos países no se ofrecen estadísticas públicas? ¿Cómo es posible que en una sociedad que viene de los valores democráticos en que estamos basados contenga semejante carga de violencia dentro? ¿Acaso la importancia que atribuimos a la educación no constituye un mito? Creemos que podemos modificar la violencia estructural humana con los mensajes que ofrecemos desde preescolar hasta la escuela secundaria. Pero tengo mis dudas. Sin duda sería insoportable que la escuela difundiera hoy día otro tipo de mensajes que no estuvieran acordes con los derechos humanos, pero relativizaría su influencia real en la formación de nuestros pupilos que asisten a la realidad social a través de otros medios a los que tienen fácil alcance. Y es posible que algunos de estos adolescentes vean en internet las escenas del prisionero sirio quemado vivo por sus captores, y que asistan impávidos a un recital de horrores en series y películas de género que solo suscitan la risa, o que vean en sus barrios realidades que son distintas a las que preconiza la escuela en un ideario tan idílico como inútil al parecer.


Se les dice que el camino es la paz y que la paz es el camino, pero Krishnamurti alertaba sobre la violencia que nos constituye y que somos. Somos seres violentos, algo que se obvia en esos mensajes placentarios sobre la convivencia y la paz universal. Y como somos violentos es conveniente observar nuestra violencia interior sin juzgarla. No somos entes bondadosos y bienintencionados a los que la sociedad corrompe. No. Somos violentos desde que somos niños, unos más y otros menos. Y ejercer la violencia produce placer, si no, no se explica su prevalencia en la historia humana. Y ver la violencia produce también placer, nos atrae mórbidamente. Pero de esto no se habla pretendiendo transformar a unos seres violentos por herencia biológica, genética y por la evolución en individuos pacíficos, democráticos, sensibles e igualitarios por medio de la educación en valores, experimento que yo voy a defender en mi ciclo de Cine y valores humanos, pero soy escéptico. Creo que las raíces son más hondas que lo que permite modificar una educación cosmética en contraste con la realidad social y nuestras tendencias más profundas. Pero está bien intentarlo aunque no deja de ser un mito con mayor o menor validez.

domingo, 1 de febrero de 2015

La libertad como experiencia


He pasado por largos años de postración como profesor de literatura. Nunca se debe culpar a los alumnos de las debilidades de uno mismo, de su incapacidad, de su situación tal vez problemática en el sistema educativo. El caso es que lo he pasado mal durante bastante tiempo. Otrora me consideré un buen profesor de literatura, no tanto de lengua que nunca me ha atraído lo suficiente. Cuando viajaba por Indonesia yo decía con orgullo que yo era “guru kesusastraan” lo que significa “profesor de literatura”, pero no he sido un profesor de literatura profesional de esos que pretenden hacer asimilar datos y conceptos sobre los periodos literarios como único objetivo o que sepan una lista de figuras retóricas o que hagan impecables comentarios de texto. No. En mi praxis como profesor desarrollé un estilo propio que me llevaba imperiosamente, más allá de lo dado, para utilizar el arte de la palabra escrita en varios sentidos: que promoviera el pensamiento propio, contemplando diversos modos de vivir la vida, el arte y la experiencia de la palabra. La literatura, mi enseñanza, era un taller abierto a la vida para promover un pensamiento no dogmático. No soy dogmático. Soy capaz de entender diversas posiciones, incluso antitéticas, y nutrirme simultáneamente de ellas. Lo que espero es que sean fructíferas y dialécticas, no estáticas. Me atrae el pensamiento en movimiento. Y en mis clases promuevo reflexiones que lleven a cuestionarse los tópicos y los estereotipos a los que tan rápidamente se llega y de los que es tan difícil desembarazarse. Denme una creencia que se pretenda sólida y yo intentaré someterla al desgaste de su topicidad. En mis clases reflexiono en voz alta e intento que ellos también necesiten hacerlo también. No hay nada como el libre pensamiento para impulsar el libre pensamiento. Nunca intento imponer nada pues no creo en nada que se declare como sólido e inconmovible. No. Busco ese territorio permeable del pensamiento en que las ideas fluyen y se buscan por el propio placer de jugar entre ellas. No hay nada más antidialéctico que una enseñanza solo orientada a los resultados visibles en pruebas de nivel, reválidas, selectividades... ¿Cómo evaluar el desarrollo de un pensamiento propio? ¿Cómo evaluar el ejercicio de la libertad íntima para atreverse a desafiar el ámbito de las creencias que se presumen definitivas? ¿Cómo evaluar el sentimiento de placer en el descubrimiento estético y reflexivo?

La literatura es un punto de partida, un fundamento que nos sirve para desarrollar nuestra propia percepción de la vida. Es dinamita que nos impulsa a colocarla en pequeñas dosis en los puentes de las seguridades que se afirman y reafirman como incontestables. Y para ello nada mejor que experiencias límite, esas que nos conducen a lugares áridos y solitarios en que solo florece la flor más raquítica y desvalida,  en un paisaje desolado en que no hay seguridad y sí incertidumbre y zozobra sobre nosotros mismos. Así un poema, un relato, un drama, nos abren múltiples caminos hacia desafíos de las ideas... Nos ponemos en la posición del autor –eso creemos- para intentar entender qué fue lo que él hizo y por qué lo hizo. Cómo estuvo en un cruce de corrientes que él utilizó con éxito o con aprovechamiento parcial. Nada hay más revolucionario que el pensamiento. Quiero que mis alumnos no acepten nada como definitivo, que sean aptos para rebelarse contra el pensamiento detenido, muerto, que se alcen contra la identidad de sí mismos, contra la identidad de las patrias, contra la identidad de las naciones, contra la identidad de la misma literatura entendida como una disciplina cerrada y didáctica. Lo mejor que enseño en mis clases es un método de descomposición de fórmulas y anatemas. No doy nunca soluciones. No las tengo. ¿Cómo las voy a dar? Pero entiendo que un buen curso de literatura es un viaje a través del mar, como La Odisea, embarcados y abiertos a islas imprevistas, a encuentros insospechados, a vientos enloquecidos y adversos, a ninfas, a diosas, a monstruos de un solo ojo, a lotos narcóticos. No hay nada que se pueda evaluar en este recorrido. No hay examen que pueda dar cuenta de qué hemos aprendido porque el ejercicio de la libertas interior y el ejercicio de la experiencia estética es a veces incomunicable. ¡Ojalá pudiera serlo siempre! Pero no es así. Hay marineros que viven esta deriva marítima pero no saben expresar la hondura del viaje que han iniciado y que están viviendo.

El capitán, un remedo de capitán, puesto en el puente de mando, hace subir a su tripulación y en un momento inolvidable hace levar anclas para adentrarse en el territorio desconocido de la literatura. Pero este capitán, borracho de palabras, ha vivido largos años desposeído, arrinconado en tabernas de mala muerte, ahíto de ginebra de la mala, esperando una tripulación que quisiera subir en su viejo barco para adentrarse en el cabotaje y en las mareas de la incerteza. Depresiones han sido su marco de vida. Depresiones y ginebra para olvidar. Hasta que un día encontró de nuevo una tripulación ansiosa de libertad y pudo embarcarse de nuevo hacia lo infinito.

El otro día una alumna me hizo el mayor de los regalos a que puedo aspirar. Me dijo: tus clases me hacen pensar.


No aspiro a nada más. Solo a eso.

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