Los fines de semana procuro hacer alguna caminata de 20, 30
o 40 kilómetros que me llevan desde Cornellà a algún punto más o menos
distante. Suelo hacerlas solo, acompañado de mi GPS que me va orientando el
camino por senderos y caminos. Es una experiencia fascinante que me conduce a
terminar extenuado, especialmente cuando la caminata ronda los cuarenta
kilómetros como la que hice ayer hasta la ciudad de Sigtes atravesando la árida
sierra del Garraf. El pensamiento es un factor potente que va vertebrando los
pasos que das. Los paisajes adquieren una fuerza especular y en algunos
momentos te invade la desolación, en otros la euforia, la serenidad... Pararse
y comer un bocadillo de mortadela con queso camerbert es un manjar inusitado
tras tres o cuatro horas de caminata en la que has salido al amanecer.
Atravesar la sierra del Garraf, desolada, frente al mar, es
una intensa aventura espiritual. Hacerlo en soledad por senderos abandonados -flanqueados por yerbas aromáticas- en
los que no hay nadie durante horas y
horas me penetra de un sentimiento extraño de fragilidad. ¿Qué pasaría si allí
me torciera un tobillo (nada difícil, dados los pedregales que hay que bajar y
atravesar)? Llevo abundante agua y toda ella me será imprescindible en el día
soleado y abrasador que fue ayer. Hay instantes de auténtico desfallecimiento
y no me queda otro remedio que sentarme
procurando alguna sombra extraña y reposar durante diez minutos rehidratándome
y respirando profundamente.
Leí un par de veces el Ensayo sobre el cansancio de Peter
Handke, una vez en 1989 cuando se publicó y otra en 2005 en una feraz
relectura. Ha sido un texto sugerente y productivo ya desde el mismo título.
¿Quién vería en la experiencia del cansancio extremo toda una aventura
existencial? ¿Qué sucede con nuestra mente y nuestro cuerpo cuando los
sometemos a un desgaste físico o intelectual poderoso? Peter Handke reflexiona
en un lírico ensayo: "El cansancio te rejuvenece, te da una
juventud que nunca has tenido. El cansancio como el Más del Yo menor. Todo en
la calma del cansancio, se hace sorprendente". Hay algo profundamente
filosófico en la experiencia del cansancio, y lo observo cuando llego
desfallecido a Sitges a las seis y cuarto de la tarde tras doce horas de
caminata bajo el cielo majestuoso azul, en plena y restallante primavera, pasando por las puertas del monasterio
budista en el Palau Novella en plena fragosidad de la sierra.
Llego a Sitges y paseo por sus calles de modo diferente al
que pasean todos los viandantes que veo. Es una ciudad multicolor y colorista,
de las más vivas de Cataluña. Interracial, arcoiris, llena de muchachas
hermosas y vibraciones luminosas. Yo camino despacio con mi mochila, oliendo
penetrantemente a sudor y quemado por el sol de la jornada, mis pies me duelen
y mi organismo me pide una detención. Voy a un bar cualquiera en una de sus
polimórficas calles. Pido una cerveza bien fría y veo unas croquetas requemadas
que me atraen. Pido dos. Bebo y como con delectación, con un ansia que me hace
percibir como exquisito lo que en cualquier otra circunstancia me resultaría
normal. Observo el bar. Observo al camarero y su relación con las clientas de
diferentes edades. Mi mirada cansada se afila -poderosa- en la contemplación de
las vibraciones que allí percibo. Veo el mundo, observo a las personas, cansado
hasta los huesos, pero con una extraña penetración y agudeza. Percibo sus
pensamientos, sus estados de ánimo, sus contradicciones, su modo de estar en el
mundo, su afán de parecer, lo que yo no pretendo hoy en esta apoteosis de la
extenuación que me lleva a sentir el mundo con fuerza y receptividad. Veo a
esas mujeres, llenas de vida, de abandono, de ansia no satisfecha, de necesidad
de amor y de compañía que no tienen, y que el camarero -guapo y joven- sabe
consolar con palabras y miradas cómplices en diálogos preñados de compañía.
Nunca me ha parecido mayor la labor de un simple camarero, mayor que la de
cualquier ministro de economía, mayor que la de un director de entidad
bancaria. La realidad habitual se me reviste de luz y observo con una singular
claridad que me viene de ese amigo que es el cansancio. No es una posición de
yoga, ni de meditación, lo que me ha llevado allí. No. Es un paso detrás de
otro, por bosques solitarios, por sierras abandonadas, por pedregales, por
casas en ruinas, en soledad, en lujuriosa soledad rica y profunda. Todo se me
ilumina con una luz especial. Da igual si eres rico o pobre, poderoso o un
feriante más de la feria de las vanidades, el cansancio te aniquila, te vuelve
al ser íntimo que eres y por unas horas es como si hubieras tomado una de las drogas
más poderosas y estimulantes. Me gustaría saber si producimos sustancias
químicas en nuestro cerebro cuando experimentamos la apoteosis del cansancio.
Es como un tiempo sagrado, excepcional, único. De hecho, camino por esa
profunda sensación que lleva al ser a la contemplación de paisajes, de
intimidades, a experimentar qué es la sed, el hambre, la soledad... Hago
fotografías de flores, de cielos, de casas solitarias, y doy un paso tras otro
atravesando uno de los parajes más desolados de la geografía española. ¡Qué
felicidad más paradójica en que el sujeto fantasea con la realidad creyéndola
mágica!
Y mi compañero GPS, lleno de sudor, de tierra y de aceite de
mis bocadillos, se me aparece como el más fiel y maravilloso instrumento de la
tecnología.
¡Qué maravilla es la sensación de agotamiento, de profundo
cansancio, que me proyecta en mis delirios oníricos con claridades imprevistas!