Es difícil considerar el valor del silencio en un tiempo en que fundamentalmente hay ruido en todos los órdenes. Si nos trasladáramos por un bucle del tiempo a otras épocas, habría muchas cosas que nos maravillarían, pero no sería la menor de ellas la de encontrar mundos fundamentalmente en silencio o en todo caso sonidos procedentes de animales, instrumentos artesanos, campanas, voces humanas… El conjunto sería un universo en la penumbra del silencio por las noches y en cuanto nos alejáramos del centro de la villa, nos lo encontraríamos dominando por doquier. El silencio era un componente habitual de la vida.
En nuestro tiempo postindustrial esto no es así. Los ruidos estrepitosos dominan la vida cotidiana así como los motores de todo tipo, maquinaria, música estridente, emisoras de radio y televisión aceleradas donde se emite continuamente malestar y griterío que no apela al raciocinio sino a la visceralidad. Pero el ruido no es sólo una cuestión acústica. Nunca han existido en tal cantidad los mensajes en billones de direcciones continuamente y que abruman la capacidad de equilibrio de los supuestos receptores que no encuentran otro modo de blindarse que la sordera física y psicológica y la indiferencia. ¿Cómo separar en esa brutal algarabía los mensajes importantes de los banales, sobre todo cuando estos son mucho más atractivos visual y auditivamente? El ciudadano medio está saturado de información con el resultado de que opta por cercenar voluntariamente su capacidad receptora y aislarse en su pequeño mundo de diez metros cuadrados intentando volver intuitivamente a un espacio de cierto silencio (relativo) en que no sería asaltado por informaciones no requeridas.
Pienso en mis alumnos de catorce años, con su portátil a cuestas desde el que pueden acceder a la información más relevante y más trivial que existe hoy en el mundo. Pero están, como lo estamos todos, inquietos, alterados… Las clases son ruidosas, les cuesta quince minutos recuperar como mínimo una cierta capacidad de atención, que no es tal porque la sesión es interrumpida continuamente por intervenciones que no suelen venir a cuento. La clase supone desorden mental y el profesor ha de saber encauzar esa energía dispersa y llevarla a algún lado de modo que sea significativa en medio del caos, el azar y el alboroto. No siempre se consigue.
El pasado jueves quise intentar con mis alumnos de segundo de ESO un ejercicio experimental al que di el nombre de “La magia del silencio”. Tenéis un enlace al blog de la clase en que se explicaba el proceso, y la encuesta que se realizó posteriormente. Llevé una vela que puse en una hermosa palmatoria traída de Marruecos y que me regaló una amiga muy querida y ya fallecida. Cerramos las persianas y la ventanita de la puerta de modo que la clase quedó en casi completa oscuridad sólo matizada por la luz de la vela. El ambiente era de entusiasmo generalizado. Pocas veces he visto un interés más real por el resultado de una actividad cuyo objetivo yo tenía claro pero esperaba que ellos me abrieran otras vertientes. Los muchachos se pusieron alrededor de la vela que centraba la escena dotando a la situación de una extraña irrealidad. Se trataba de recuperar unos cinco minutos de silencio en que intentaríamos relajarnos respirando profundamente. Nadie debería molestar a nadie y sólo intentaríamos concentrarnos en la luz de la vela y escuchar el silencio para ver si captábamos el misterio que yo había insinuado. Reitero que era intenso el ambiente de expectación, pero en las dos veces que realizamos el ejercicio no se logró un estado de quietud ni se pudo percibir directamente la citada magia. Siempre hay tres o cuatro alumnos que aprovechan la situación para hacerse los graciosos e intentar provocar la risa, a pesar de que había dicho que aquellos que creyeran que no podrían mantener el silencio podrían salirse de clase durante la realización del ejercicio. No quiso salir nadie. ¿Quién se iba a perder aquello? Me di cuenta de que la mayoría lamentaba no haber podido haber realizado bien el ejercicio y algunos me pedían que hiciera salir de la clase a los “graciosillos”.
La experiencia fue rica en potencialidad. Por una vez la lección dictada no iba a ser recibir información sino vaciarse de la misma para observar un estado poco o nada habitual: el silencio. Ellos se dieron cuenta de que nos enfrentábamos a algo diferente y que les atraía. En la valoración posterior que se hizo a partir de sus intervenciones orales que suelen llevar a que una decena de muchachos hablen con sensatez sobre lo vivido o visto, se habló de la dificultad de conseguir el silencio, de su falta de hábito, de que los chicos que habían alterado el experimento eran más inquietos (espíritus saltarines), que les había gustado y que les encantaría repetirlo aunque pensaban que no habían percibido la calificada magia del silencio de que yo había hablado.
Sin embargo, aunque es cierto que no se logró un estado de atención total, sí que es real que la atmósfera misteriosa nos envolvió a todos y que el aula ya tan conocida se convirtió en un lugar diferente en el que más de quince chavales de catorce años pretendían ver y oír algo que no es habitual y que, en alguna manera, se anhela pero no se sabe cómo conseguir sumergidos como estamos en una realidad compleja, contradictoria y saturada de ruido incesante, en el que nuestras voces como docentes no son más que otra distorsión que sólo algunas veces se convierte en melodía significativa.
Quizás recuerden esta situación toda su vida. Yo al menos así lo haré. Mi enseñanza, mi intento de enseñanza, fue el valor del silencio.