Dicen que en España no se prodiga la literatura memorialística, aquella que se dedica a indagar en la memoria explorando el pasado, aquello que tal vez ocurrió o que se nos dibuja con algunos colores especialmente densos en nuestra intrahistoria. También es lugar común que no abunda la literatura intimista, aquella que ahonda en los parajes del alma, en los vericuetos de la intimidad, en esas galerías de las que hablaba Antonio Machado. Quiero pensar que son géneros que no concuerdan demasiado con nuestra forma de ser, o que consideramos que son expresión de paisajes que no deben ser mostrados, entre otras cosas por un pudor que juzga que mostrar lo íntimo es algo pornográfico. Sin embargo, en otras literaturas como la francesa y la inglesa son abundantes los libros de memorias y el desnudamiento del yo más íntimo ofreciendo documentos llenos de interés, puesto que dichos ejercicios, cuando van más allá de lo meramente anecdótico, abren campos inesperados y tal vez nos ayudan a iluminar nuestra propia vida.
Es lo que yo llamaría –sin excesiva originalidad- una literatura de la experiencia. Hablar de nosotros mismos no es necesariamente una muestra de vanidad, de falta de recato, de exhibicionismo. Depende, no toda vida ofrece ángulos interesantes y el mostrar aspectos sin el filtro preciso de lo oportuno, de lo que excede a lo trivial, puede ser enojoso. Puede ser que a nadie importe que un día cuando eras pequeño, a los cuatro años, ibas por una calle que te parecía inmensa de la mano de tu madre. Y en ese exacto momento miraste una pastelería llena de exquisitos dulces. Aquella mirada pareció evadirte por unos instantes del desierto que era tu niñez. Sentiste una dulzura triste -extraña- y tuviste una intuición que por alguna razón comunica con el momento presente y que has revivido en algunas ocasiones. ¿A quién puede interesar lo que sentiste hace tantos años? ¿A quién puede sugerirle algo lo que soñaste cuando eras niño, o la vergüenza que sentías cuando llegó la adolescencia y olías tus pantalones anticuados manchados de orines tras llevarlos semanas enteras? Esa humillación no expresa nada en sí misma, pero es reveladora. No depende exactamente de la épica de nuestra vida, no es necesario haber hecho nada en especial importante en el transcurso de nuestra existencia. Todas la vidas son parecidas, todas pasan por momentos semejantes. La suma de emociones humanas no es tan elevada, ni la variedad de sentimientos posibles es tan extensa. Lo que distingue el interés de lo íntimo es una apelación a la universalidad. No es tan importante que caminaras por una calle y vieras una pastelería. No, eso da igual. Es ese momento en que te dabas cuenta de que estabas atado a una mano que no te ofrecía refugio, era una mano que podía convertirse en un cuchillo algunas noches, y en tu visión de niño conectaba con el alma de la tragedia, con la desolación tan profunda del ser humano que luego leíste con emoción intensísima en los dramas ¿tragedias? de Beckett o Valle. Ese sentimiento de exaltación trágica del yo, de anegamiento y ruptura del núcleo duro de nuestro ser, ofrece perfiles que te irán acompañando durante toda la vida. Es duro ser hombre. Es duro crecer pero es imprescindible dotar de sentido a nuestros actos cuando todo lleva a sospechar que somos un grito en el universo que no adquiere excesiva relevancia.
Por eso pienso que esa inmersión en el yo íntimo a veces produce sutiles resonancias, un juego de espejos en que seres distantes se sienten próximos compartiendo ecos, fragmentos de interior, como los llamó Carmen Martín Gaite.
Profesor en la secundaria, tras cinco años en la red, pienso que consiste precisamente en ese proceso de exploración de la identidad, una especie de diario personal en que se mezcla la memoria, la evocación, el arte, la literatura, la poesía, los viajes… Son fragmentos que leídos aisladamente no tienen mucho sentido. ¿Qué pretende éste profesor vanidoso y exhibicionista? Yo también me lo pregunto. Cuando Anna Jordà rediseñó el formato del blog, yo le sugerí la figura de un equilibrista que caminaba por la cuerda floja sorteando el abismo. Pienso que cada aportación que hago no es relevante especialmente, pero sí que aspira a significar, a dotar de sentido a la experiencia, pese a que rozo inevitablemente el ridículo, la sensiblería, a un nivel de parvulario, como alguien ha calificado este blog. Puede ser. Yo también me lo digo y pienso que tiene razón. Nivel de parvulario a mucha honra tal vez. No hay ningún pensamiento denso, peligroso, exaltante, trágico, deicida, sacrílego, amoroso y erótico, compasivo o intensamente doloroso o anarquista que no pueda anidar en la mente de un niño de parvulario. Al menos así lo recuerdo yo.
Quizás haya seres muy sabios que no cuentan nada de sí mismos porque trascienden el ego, pero otros no lo hacen porque no tienen nada que contar. Su yo íntimo es equivalente a un neumático viejo y deshinchado, roído por las ratas que se carcajean de su suficiencia.