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miércoles, 29 de abril de 2015

Los verdaderos rebeldes



Escucho a Win Wertens mientras escribo. Close clover. Me relaja. Escribir, más mal que bien, me reconcilia conmigo mismo. Es mi terapia, una de ellas. He comentado en algunos blogs sobre las propuestas de algunos blogueros. En uno de ellos, en El espejo de los sueños de Emilio Calvo de Mora, también profesor, he comentado algo que luego me ha resultado sugerente y apropiado para un post, aunque temo su carga negativa. Emilio hablaba Pete Townshend y Jimy Hendrix que aporreaban e incluso quemaban sus guitarras eléctricas en el escenario, imagino que como acto de rebeldía estética. Esta idea, la de rebeldía, va muy unida a nuestra mentalidad de hombres contemporáneos. Se es rebelde o no se es. Y el poder teme a los seres rebeldes. Se supone. En esta suposición me he quedado. ¿Realmente el poder teme en alguna manera nuestra rebeldía? ¿Le causamos alguna incomodidad al poder ejecutivo o económico con nuestra rebeldía o indignación? ¿Acaso nuestra imaginación es susceptible de arañar en su entraña la maquinaria del sistema que funciona en nuestro mundo? Hubo un tiempo en que daba un sí rotundo a esta pregunta y creía firmemente en que el mundo podía ser transformado por nuestra acción. He vivido mucho tiempo en esa creencia. Ahora intuyo que aquello tenía mucho de pensamiento mágico, ese que tanto ha ido unido a mi biografía y del cual todavía hay restos como si fueran de un naufragio interior.

Colaboro con algunas ONG’s, firmo peticiones de Change Org, creo que soy un profesor comprometido con el cambio y me entrego en mis clases del mejor modo que sé, soy un padre que cree que no lo ha hecho del todo mal, me encargo de las comidas y las compras en casa, escribo en mi blog, hago caminatas ... ¿Hay algo de mí que el poder pueda temer, sean cuáles sean mis convicciones políticas? La respuesta es obvia. Nada. Soy un cero insignificante a la izquierda. Soy un buen burgués, asentado, con buenos sentimientos de esos que abundan tanto. Quiero que el mundo sea más justo, que no haya guerras, que los que sufren no sufran tanto, que no haya comercio de armas y que los africanos no mueran intentando alcanzar Europa. Soy uno de tantos, pero que ya no es capaz de sentir indignación ante las corruptelas que van aflorando, ni por el estado de la enseñanza en este país, ni por el desarrollo del capitalismo salvaje. La rabia ha desaparecido en mí: me veo plano, sin ese plus de rebeldía, de pensamiento crítico que en otros momentos me alumbraba. El mundo es como es. Va cambiando al margen de nuestros deseos. La transformación es interna. Nadie sabe a ciencia cierta adónde vamos. Nadie sabe cómo será el mundo hacia 2050. No tenemos ni idea de adónde nos llevará la tecnología, ni el desastre climático, ni las migraciones que van incorporando cada día a miles y miles de personas que entran de una forma u otra en Europa. Los hombres a la altura del primer tercio de siglo XX creían en el poder de las revoluciones: artísticas, políticas, humanas, creían que podrían cambiar la senda de la humanidad hacia un mundo mejor. Eso no evitó dos guerras mundiales y transformaciones profundas que se produjeron, efectivamente, pero no en el sentido que se preveía. El comunismo se hundió en setenta años tras innúmeros sufrimientos de los países que lo habían sufrido. Tuvo en realidad mucha más importancia para el destino de la humanidad el que se produjo en un laboratorio inglés cuando Alexander Fleming descubrió la penicilina o cuando otro británico abrió el camino a la informática, Alan Touring, y que ha supuesto una transformación de nuestro modo de estar en el mundo en los últimos veinte años. Desconfío totalmente de la rebeldía ante un mundo injusto. Hay tantas variables que no controlamos que me doy cuenta de mi impotencia por modelar o ayudar a generar otra dimensión social o política.

Nos gusta sentirnos rebeldes. Es una sensación estimulante ese pensar que si “todos”, ese terrible “todos” que abunda en las proclamas políticas, nos unimos para cambiar, para empujar el carro de la historia, podremos llevarlo a un mundo más justo y solidario. Sin que nos produzca mayores sobresaltos en nuestro modo de vida, claro está. Además de rebeldes nos encanta sentirnos buenos y saber, porque las sabemos, todas las añagazas del poder. Un poder que sentimos transparente y opresivo, que nos teme y nos controla. Un poder que es el capitalismo y sus títeres los gobiernos totalmente desprestigiados. Querríamos un mundo distinto, a la medida de nuestro pensamiento mágico, un mundo en que todos fueran felices y no hubiera guerras. Y todos tuvieran lo necesario para vivir. ¡Qué bien! Y en esta creencia de la bondad propia y la maldad congénita del poder y sus políticos vivimos en el mejor de los mundos posibles, creyendo que podemos ser peligrosos con nuestra rebeldía y nuestros manifiestos.

Desafortunadamente, los únicos rebeldes que teme el poder a esta alturas, no somos nosotros, que formamos parte de su entraña a pesar de nuestra virtual disidencia. No. Ahora el pensamiento rebelde, nihilista, destructor, es del islamismo fanático y radical, expresado en Estado Islámico, Al Quaeda, el salafismo que se enseña en las mezquitas. Estas organizaciones buscan a inadaptados, antisociales, que quieran combatir contra la esencia del capitalismo occidental. Contra nuestro degenerado estilo de vida, contra nuestras concepciones esnobs de qué es el arte ... Esos son los verdaderos rebeldes en el mundo actual. No proponen nada, pero son los únicos que amenazan destruir todo lo que odiamos en nuestras almas ingenuas de ciudadanos comprensivos y ansiosos de ser críticos con el poder. Quizás por eso nos quedamos aturdidos, paralizados, por sus acciones que intuimos realmente revolucionarias, pero ¡ostras! ¿Acabaremos llevando chilabas y dejándonos largas barbas?



lunes, 27 de abril de 2015

Reflexiones camino de Sant Cugat del Vallès



Pienso en Nepal. El sábado empezaron a llegar noticias del espantoso terremoto que había afligido este país en el Himalaya. Tan lejos pero tan cerca. El techo del mundo adonde van turistas a modo de alpinistas a subir en ristra las carenas del Everest. Un país pobre, con construcciones frágiles, como Haití, que se han derribado por un sismo muy potente. Miles de víctimas. Espero que la ayuda internacional llegue de modo urgente. Animo a la gente a hacer donaciones a asociaciones humanitarias que trabajan en el terreno.

 El sábado hice una hermosa caminata desde Cornellà a San Cugat, poca cosa, unas seis horas de trayecto. Pasé por el Tibidabo y luego me interné en los bosques de Collserola que estaban restallantes de primavera. Era una ruta nueva para mí. Todo el camino estuve oyendo a los pájaros acompañándome. ¿Qué sería el mundo sin pájaros? Son tan diminutos y frágiles, pero llenan la vida de alegría con sus trinos. Prefiero no llevar música en mis oídos. Quiero oír su canto y sumergirme en el camino. Llegué a Sant Medir en el corazón del bosque. Iba inmerso en mis pensamientos. Me gusta caminar en soledad, puedo contemplar mucho mejor lo que me rodea y hacer fotos cuidando sin prisa su composición. Vi campos preñados de amapolas, esa flor de primavera opiácea que viste de rojo y hermosura la tierra. Hice diversas fotos con distintas perspectivas. Solo por esto ya merecía la pena haber salido a caminar. me crucé con muchos ciclistas compartiendo la senda... Caminando me evado de todo y solo estoy atento al camino. No me acordaba del instituto en absoluto. Es el mejor recuerdo que puedo tener. Ya volveré de nuevo el lunes. El tiempo fuera del instituto debe ser alejado de las aulas. Es el mejor regalo que puedo hacer a mis alumnos. Hacer plena mi vida en todo momento. Trabajar es parte de la vida. Importante parte pero no decisiva. Todo lo que me alimenta fuera de las aulas es vida y semilla para ellas. No entiendo a quienes hacen de la profesión un motivo que acapara todas las horas del día.

En San Cugat, alegría en las calles. Feria en torno al monasterio benedictino. Puestecillos de venta, pianos en la rúa para que los toquen los músicos que lo deseen. Tengo que hacer tiempo para visitar el claustro de la abadía. Abren a las cuatro. Me como una pizza napoli con aceite picante en la plaza aledaña al monasterio. Está buena, pero me va a dar sed. Leo en mi móvil, luego del helado y en la calle en un banco, algunas páginas de la biografía de Ramón María del Valle Inclán realizada por el catedrático Manuel Alberca que se titula La espada y la palabra. Ese Valle que me cautiva ahora llega hasta mí sin el filtro de la leyenda y la fantasía que él creó en torno a su figura. Su vida, como todas, está llena de luces y sombras, de altura y de miseria, de contradicciones, de paradojas. Era un gran artista y eso le exonera de muchas cosas que no estuvieron bien. Me acuerdo de cierta polémica sobre Goytisolo que había afirmado que no aceptaría el Cervantes, pero al final lo ha aceptado. ¿Qué lugar ocupará eso en una futura biografía suya? Minúsculo, un pequeño detalle insignificante. Las vidas, mi propia vida, está llena de tremendas contradicciones y nos movemos por afinidades, manías, tirrias. Así los intelectuales nos suscitan simpatía o antipatía aunque tal vez lo que vemos en ellos que no nos gusta es lo que somos nosotros, lo que no nos perdonamos a nosotros mismos. Hay cercanías y lejanías. Me gusta Valle y no me disuade de ello ni que maltratara injustamente a un Galdós ya viejo, ni que plagiara las memorias de Casanova en su Sonata de Primavera, ni que consiguiera un momio, una plaza ficticia de catedrático de estética, por sus influencias cerca del poder monárquico. No acudía a sus clases la inmensa mayor parte de los días, a veces durante tres meses. Ríete del trabajo de Errejón de Podemos al que se ha censurado que no pasara el horario completo en su despacho. Valle, aficionado a los toros y entusiasta de Juan Belmonte, mentiroso contumaz, altivo, desafiante, necesitado de adulación constante ... y a la vez rebelde, revolucionario en la estética y carlista en la ideología. Católico. Despreciaba África... Pero da igual, es Valle y es uno de los míos.

En el monasterio de San Cugat visito el claustro, tomo fotos que me parecen interesantes. Hay una exposición de runas -símbolos y signos medievales- que me fascinan, pero no sé demasiado de este lenguaje mágico, meditativo y ritual... que se extendió por la Europa altomedieval. Escucho también canto gregoriano en la visita. Hace dos siglos que no hay monjes. Lástima, me hubiera gustado pensar que todavía los hubiera. Pienso en el papel de la iglesia en la historia europea. Hay quien solo ve sus sombras, la inquisición, sus diezmos, su intolerancia, pero yo, al lado de eso, considero su valor como vertebradora de occidente. Sin religión Europa no hubiera sido, sin iglesia católica o protestante hubiera habido un vacío que no se habría llenado de ninguna manera y, en todo caso, es inútil negar la influencia cristiana en nuestro modo de ver las cosas. Estamos nucleados de cristianismo incluso en nuestro ateísmo. Cada pueblecito de España tiene una iglesia que lo sitúa en la perspectiva y que se ve desde la lejanía. Me alegro. Puede que la iglesia haya sido fuente de crueldad pero también ha sido inspiradora de muchas cosas buenas. Claro que nos tuvimos que liberar de ella. En su humus nació la duda metódica. Solo en un mundo cristiano pudo alumbrarse el pensamiento crítico. Valle era tradicionalista, carlista, ferviente católico. Marcel Proust veía en las catedrales vestigios de ceremonias medievales y lamentaba el declive de los cultos que eran verdaderas joyas como si pudiéramos asistir a las ritos de la antigua Grecia, a los ritos de Eleusis.

Vuelvo en FFCC a Barcelona. No he podido ver la iglesia. Muchachas hermosas en la estación de tren de Sant Cugat. Se percibe un ambiente diferente al de Cornellà donde vivo, más selecto. Sigo leyendo la biografía de Valle, tan admirado por la izquierda y a la vez considerado en su tiempo como un ultraderechista. Afortunadamente para él, murió antes de comenzar la guerra civil y no tuvo que posicionarse. Posicionarse, qué palabra tan terrible. No quiero posicionarme. En el momento que asumes una posición, ya hay gente que te detesta, que solo ve tu miseria, que te encasilla aplicando adjetivos definitorios. ¡Qué terrible idea la de encasillar! Aunque tal vez nos guste encasillarnos y alzar banderas. Toda bandera es germen de violencia. Cuando veo una bandera entiendo que alguien se quiere declarar enemigo de alguien, y vivo en una tierra en que abundan tanto las banderas...

 tista y eso le exonera de muchase acuerdo de cierta polradicciones, de paradojas. Era un gran artista y eso le exonera de muchas

viernes, 24 de abril de 2015

El discurso de Goytisolo


He oído sin apenas respirar el discurso de Juan Goytisolo al recibir el Premio Cervantes 2014. Me disponía a escucharlo con unas ciertas vibraciones contrarias a tenor de alguna opinión que había leído sobre él. Quiero decir que en alguna manera esperaba un discurso decepcionante por parte de uno de mis escritores de cabecera. Sí, yo he sido un seguidor de la carrera de Juan Goytisolo. En los años setenta devoré la literatura experimental de su trilogía Señas de identidad, La reivindicación del conde don Julián y Juan sin tierra. Me cautivó su ensayo Disidencias reivindicando la literatura en la periferia, la producto de la mezcla gozosa entre las culturas árabe, cristiana y judía como El libro de buen amor, La Celestina, La lozana andaluza y su plena identificación con Cervantes, Quevedo...  Disidencias me llevó en tercero de Filología a plantear un trabajo sobre la literatura de la disidencia y en los márgenes. Se lo planteé al director del Dpto. de Literatura, Víctor García de la Concha. Me miró con aire suficiente y calificó a Goytisolo en su despacho de la universidad de Zaragoza de “revistero”, bien para publicaciones como Triunfo pero totalmente inoportuno como crítico literario. Me aconsejaba de paso leer  a Marcelino Menéndez Pelayo y no a Goytisolo. Aun así, planteé mi insuficiente trabajo sobre la literatura de la disidencia, probablemente con no demasiado acierto.

Goytisolo estuvo detrás de mi primer viaje en solitario, recién llegado a Barcelona. Había leído Campos de Níjar y aquel libro solar para mí me llevó a querer conocer esta comarca almeriense, lo que hice en la semana santa de 1981. No me defraudó y hallé bastante afortunada su descripción en un tiempo en que Almería todavía era un paisaje pobre entre África y España.

Luego leí con enorme gozo sus libros autobiográficos, Coto vedado y Los reinos de taifas en que aparece la asunción de su homosexualidad y su relación con el escritor Jean Genet en medio del devanar biográfico en un tiempo y una geografía de la posguerra. En la Universidad Autónoma de Barcelona hice algún trabajo sobres sus libros iniciales, Juegos de manos, Duelo en el paraíso, La resaca...

Nunca Goytisolo ha sido cómodo para el poder. Su perspectiva mudejar buscando la proximidad de las tierras de Marruecos en su vida, le llevó a vivir en este país durante largas temporadas. Fue un escritor comprometido que buscó otros asideros que los convencionales, desgajándose, como afirma en su discurso, de la carrera por el triunfo de los literatos que buscan aparecer en los medios. Él fue así al principio, según reconoce. Luego, a medida que maduraba, se arrinconó comercialmente buscando ser fiel a sí mismo y reconociendo en el triunfo una derrota. En el discurso de Goytisolo alienta claramente esta concepción. El “stablishment” político y cultural quiere premiarlo con el mayor premio de las letras hispanas y él se pregunta por qué y sabe que quieren comprarlo para darse lustre ellos. No lo premian a él. Se premian a sí mismos aprovechándose de su figura. Pero él es un excéntrico y no quiere convertirse en concéntrico en esa etapa de la vejez en que uno se vuelve deseoso de homenajes y adora el reconocimiento en medio de lagrimillas de emoción. Si le premian es para cagarse en su cabeza como nos decía Thomas Bernhard en uno de sus vitriólicos libros. Su discurso resonó en el paraninfo de la universidad de Álcalá de Henares como una bofetada en el rostro de todos los que estaban allí para homenajearlo. Habló de la vida de Cervantes, de sus penurias, de su prisión, de su total anonimia hasta que publicó en 1605 la primera parte de El Quijote. Y El Quijote, para Goytisolo, es un libro de lucha contra la injusticia, un libro a favor de los desahuciados, de los africanos que pugnan por cruzar la valla de Melilla. Sentí que los que estaban allí escuchándolo se removían en su asientos incómodos. Allí estaba Ignacio González, el presidente de la comunidad de Madrid, el rey, la reina, altas instancias políticas, militares, económicas y culturales que se apretujaban en la reducida sala del paraninfo de la universidad de Álcalá. Goytisolo les estaba arrojando a sus rostros la mierda que querían descargarle en su cabeza. Aceptaba el premio, tal vez necesite en su vejez el importe de la dotación. Pero en su vejez no iba a convertirse en un viejito cómodo y agradecido. Siguió en la línea de incomodidad que le ha caracterizado siempre, o desde algún momento en que decidió convertirse en un escribidor, tal vez escritor y no en un literato, que no busca la gloria.

Me gustó su mención explícita a los nacionalismos tan pungentes en nuestro país, y su disidencia con ellos, reconociéndose solo ciudadano de la patria cervantina, y contrario a la búsqueda de los restos de Cervantes para convertirlos en reclamo turístico de relumbrón. 

Miré atentamente sus ojos mientras leía el discurso con bastantes equivocaciones de dicción. Sus ojos eran limpios, no buscaba la revancha. Él había obtenido todo lo que humana e intelectualmente es deseable sin abandonar la periferia, esa periferia sexual y cultural en que él se instaló lejos del sistema productor de la cultura oficial que es condescendiente con el poder para ser noticia. Me hubiera defraudado si hubiera detectado en Goytisolo un resentido como he leído en algunos comentarios. ¿Resentido? ¿Por qué? ¿En qué sentido? ¿Por darles un guantazo a todos los que se sentaban allí? Un guantazo que me hizo sentir a mí también incómodo porque intuí que también me lo daba a mí... Entiendo ese sentirse parte de la periferia, una periferia que no anhela estar en el centro. Ahora sé que no me hubiera gustando encontrarme con un Goytisolo condescendiente. Tenía una oportunidad que él no había buscado. Se identificó con Cervantes, otro periférico y arremetió lanza en ristre contra la Santa Hermandad allí sentada en un discurso inusualmente breve y en el que mencionó lo innombrable como Alfred Jarry en su primera obra, Ubu Rey, mierda.


Tal vez fue un error darle el premio a Goytisolo, pero los que se lo dieron sabían qué podían esperar y no se fueron defraudados. Ni ellos ni yo. Quizás fue inoportuno y displicente, pero también combativo, comprometido, suyo, de Goytisolo, fiel a sí mismo.

martes, 21 de abril de 2015

El sentimiento de compasión


La noticia del hundimiento del pesquero en aguas del Mediterráneo con setecientas cincuenta o novecientas personas a bordo de los que se han salvado únicamente veintitantos ha removido la sociedad europea promoviendo reacciones emocionales distintas a tenor de lo que uno observa en la prensa digital en que los comentaristas opinan, resguardados por los heterónimos. A los que firmamos con nuestros nombres es difícil expresar una opinión que contraríe la que proyectan los buenos sentimientos de desolación, de compasión, de sensación de hipocresía ante la muerte de los cientos de africanos en el mar intentando alcanzar una vida mejor.

He leído repetidamente en FB la palabra ¡Vergüenza! referida a la actitud de los gobiernos que dejan inermes a estos pobres africanos sin rescatarlos de sus desdichas cuando se arrojan al mar o se ponen a escalar la valla que separa Melilla de territorio español. Si uno escarba en la raíz de nuestros sentimientos respecto a ellos no es difícil percibir que sobresale el de culpa. Nosotros que los explotamos, nosotros que los esclavizamos, nosotros que nos llevamos sus materias primas... Somos culpables y, por tanto, debemos aceptar la penitencia que conlleva aceptarles en nuestras sociedades y ayudarles para resarcir nuestra culpa original.


Ese sentimiento de compasión promovido por la culpa de origen judío no existe en África ni en Asia. En África nadie compadece a nadie que no sea de su misma tribu. A ese se le ayuda, pero no al de la tribu de al lado que es rival y enemiga. La compasión no forma parte de la cultura africana ni de la oriental. El que es pobre, allá él, el que sufre que no vaya cargando a los demás con sus desdichas pues nadie le hará el más mínimo caso. Si acaso lo mortificarán y lo aplastarán como hacen las mafias y tratantes de esclavos que traen a estos africanos y asiáticos a Europa metiéndoles en barcazas inmundas y poniéndolos a la deriva en el Mediterráneo. Los inmigrantes que van dentro saben que pueden morir. Lo aceptan. Saben que se pueden ahogar, que puede que los devuelvan a su lugar de origen... Es una apuesta sobre la propia vida. Pero si, por un azar, es rescatado, sabe que su vida dará un giro copernicano y desde ese momento entenderá que debe ser la sociedad y el estado occidental quien se debe encargar de mantenerlo. Los que han llegado animan a los que están a punto de salir. “Venid. Aceptad el peligro. Lo que hay a este lado es  mil veces mejor que lo mejor de lo que queda allí”. Y los inmigrantes en seguida entienden nuestras contradicciones, nuestro sentimiento de culpa y lo explotan. Saben que nos sentimos culpables de ser ricos. No lo entienden pero se dan cuenta de que es un mecanismo del que se puede sacar pingües beneficios. Subsidios, ayudas de todo tipo, reagrupamiento familiar, escuela, sanidad gratis. Algo inimaginable en la África de que provienen. Es sus países no existen los derechos humanos ni las libertades pero ellos no se preocuparán demasiado para lograrlas. No forman parte del juego. Todo es cruel pero nadie lo cuestiona. Sin embargo, en cuanto lleguen a occidente se imbuirán de un afinadísimo sentimiento de lucha por los derechos que reclamarán para no ser discriminados, para no ser excluidos de las dádivas públicas que saben que pueden conseguir. Lo que quieren es sencillo y humano: trabajo, vivienda, vivir con la propia familia que querrán traer en cuanto puedan. En su país hubieran aguantado todas las humillaciones, la ley del más fuerte, y no se hubieran rebelado en absoluto. No hubiera tenido sentido. Y habrían sido aplastados sin más explicaciones. Aquí es diferente. Se hacen luchadores por los derechos humanos. Tienen asociaciones que los ayudan a ser conscientes de ellos. Y el estado los ayuda. O les permite vivir infinitamente mejor que en sus países. Pero no están agradecidos. Sienten desprecio en cierta medida por los benefactores porque los sienten débiles, ricos pero débiles. Y ellos desprecian la debilidad, la nuestra. Desprecian nuestro sentimiento de compasión. Pero se aprovechan de él, de esa percepción de que somos culpables de los males del mundo, de la desigualdad, de todas la injusticias que existen, y, por fin, de nuestro bienestar como sociedades. Hay muchos españoles que quitarían las vallas de Melilla por inhumanas y dejarían entrar a millones de africanos integrándolos en la Seguridad Social, a los que habría que dar viviendas y a ser posible trabajo. Y todos esos barcos que se hunden someten a nuestra sensación de culpa a un agudo desgaste. Sí, somos culpables de no poner puentes entre África y Europa, de no ofrecer los buques de turismo para traer a todos los que quieran venir. Serían decenas de millones, tal vez más. Somos culpables de que se hundan esos botes de pesca donde los traficantes meten sin compasión a novecientas personas porque saben que juegan con el azar del rescate, una ruleta rusa pero que a veces funciona. El mundo es atroz. Nadie tiene compasión de nadie en los países de que provienen. Es un concepto que no existe. Huyen de África, de parte de Asia, de las dictaduras, de las hambrunas, de las persecuciones. Solo  buscan un futuro mejor y de paso muchos quieren traer sus sociedades a Europa, sus teocracias, su islam y la sharia. Hay algunos, tal vez muchos o pocos, que sabrán reconocer la oportunidad que se les abre con las libertades y jamás querrían retornar de nuevo a sus infernales sociedades, pero otros, muchos o pocos, querrán conquistar o reconquistar Europa para el Islam. Conocen nuestras debilidades, nuestras dudas, nuestra fragilidad y, sobre todo, nuestro sentimiento de culpa que disfrazamos de compasión.

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