En primer lugar quiero compartir el
inmenso dolor por todas las víctimas del avión siniestrado en los Alpes
franceses. Dolor por las víctimas y sus familiares que para ellos son unas
horas de horror y desolación por la pérdida de sus seres queridos. En mi familia
todos estamos conmocionados por todos los que han fallecido, por los españoles,
por los escolares que iban allí. Mi respeto y mi dolor.
Por otra parte quería reflexionar sobre
este hecho que a la altura de esta tarde del jueves parece haber arrojado algo de
luz sobre lo que ha pasado, al saberse por la caja negra encontrada que fue el
copiloto quien deliberadamente cerró la puerta de la cabina y estrelló el
aparato contra las cumbres de los Alpes en un acto que no se sabe calificar.
El copiloto se llamaba Andreas Lubitz,
tenía 28 años, seiscientas horas de vuelo, hijo de una familia normal y
considerado impecable en su formación por parte de Lufhtansa, la compañía para
la que trabajaba realizando su ilusión, fruto de la formación continuada en ese
terreno de la navegación aérea.
¿Explicaciones? Ninguna todavía. La
policía está registrando su casa para buscar algo que lo aclare. No parece
haber una intención terrorista planificada. Pero no se sabe nada. Nos hemos
quedado helados y sin palabras. Creo que habríamos aceptado cualquier otra
explicación aunque hubiera sido causada por el fallo del avión, un atentado
terrorista, un desmayo del piloto (si esto fuera posible). No sé, algo lógico.
Pero de momento no hay nada lógico. Un joven común, exitoso, con exámenes
psicológicos superados y considerado impecable por sus vecinos y por la
compañía a la que servía. ¿Qué ha pasado? No hay respuesta. O no la queremos
ver. Rápidamente esperamos que haya un atisbo de acto de locura que lo
explique. Nos quedaríamos más tranquilos. Pero ¿y si no lo hay? ¿Y si el copiloto
tranquila y deliberadamente planificó el acto y, aprovechando la ausencia del
piloto cuando se fue al baño, realizó lo que había soñado o fantaseado en su
imaginación? Puede que no fuera un arrebato de locura sino la realización de
una fantasía maligna, que, en definitiva, “eso” sea la realización de una
voluntad consciente y lúcida de causar un daño indecible, de dimensiones
apocalípticas. Es decir, un acto malvado sin más explicación. Esto nos cuesta aceptarlo.
Entendemos que el que hace algo siempre
tiene una motivación y si no la tiene, buscamos perfiles que llamamos
psicópatas para quedarnos tranquilos y pensar que es una excepción. En tal
caso, si no hubiera explicación de insania mental tendríamos que enfrentarnos
directamente con la dimensión del mal eso que la mente moderna prefiere tener
oculto y alejado. ¿Existe el Mal? ¿El Mal con mayúsculas? Nos incomoda esta
reflexión porque entonces nos lleva a una disquisición moral y eso no entra
dentro de nuestros parámetros de hombres del siglo XXI. Sin embargo, veo que no
es algo excepcional. Se sabe que hay personas que se dedican a deslumbrar con
punteros láser a los pilotos en las pistas de aterrizaje en el momento más
delicado de la maniobra de aproximación. ¿Qué pretenden? Evidentemente realizar
una fantasía maligna: que ese avión se estrelle y haya centenas de muertos.
Otros, esta vez muchachos, se dedican a tirar grandes piedras a trenes cuando
pasan. El otro día salió la noticia de que una persona había muerto por causa
de ello y se celebraba el juicio. El menor no podía ser demasiado condenado por
su edad. ¿Están locos? ¿Y el tuitero que ha escrito algo abominable sobre los
muertos catalanes que ha causado un daño casi irreparable? ¿Qué pretendía? Sin
duda, causar daño, causar dolor, producir una espiral de odio que,
desgraciadamente, ha sido reproducida y ha llegado hasta medios internacionales
como muestra del odio que se tiene contra los catalanes. ¿Qué diferencia hay
entre el tuitero y Andreas Lubitz? De dimensión, de nivel, de realización a
mayor escala de una plasmación del mal.
Hay personas malas. Hay personas que no
pueden o no quieren controlar esas fantasías malignas que se producen en la
mente de muchas más personas de las que creemos. El lado oscuro existe, claro
que existe. No me cabe duda de que los militantes de Estado Islámico que queman
vivo a un prisionero disfrutan con esa fantasía maligna. Las guerras en todo el
mundo se establecen a nivel de estados mayores pero hay gente común que realiza
a nivel de campo el mal en estado puro: violaciones, torturas, asesinatos
bestiales, matanzas de niños frente a los padres, muertes lentas.
El cerebro tiene un lado para estas
fantasías malignas, el hemisferio derecho, y nuestra pulsión nos lleva a realizarlas de alguna manera. El escritor las
lleva a cabo en su escritura, en su literatura. El actor en su actuación. Hoy
he participado en un rodaje de una película por parte de profesores de mi
instituto con alumnos. Era una escena breve, un cameo. Yo tenía que agarrar por
el brazo a una muchacha marroquí y acusarla de estar robando en el puesto del
mercado. La llamaba mora ladrona y le preguntaba que por qué no se iba a su
país. Un muchacho, Martín, venía a defenderla. El impacto de mi actuación ha
sido tan potente en medio del mercado que Zakia, la niña, se ha quedado
atemorizada y las visitantes del mercado se han espeluznado de la violencia
latente de la escena. “Es cine”, “estamos rodando una película”... Yo estudié teatro según el método Stanislavski y sé que en la actuación utilizamos nuestro
repertorio de emociones para proyectarlas sobre nuestras palabras. Está claro
que he utilizado una violencia extrema para darle verosimilitud a mi actuación.
El actor puede hacerlo artísticamente. El arte es la sublimación de nuestros
más oscuros impulsos sacados de forma pacífica. Pero Andreas Lubitz tenía otra
fantasía, una fantasía que pronosticaron los surrealistas cuando expresaron que
arte es sacar un rifle y empezar a disparar contra la multitud. ¿Por qué no
estrellar un avión con ciento cincuenta personas a bordo? Es el mal o el Mal en
estado puro que se apodera del ser. Y no es locura. No. Eso sucede
continuamente pero ponemos diques para que no salga de una forma tan bestial.
Recuerdo la confidencia de un profesor de mi instituto al que dejé de hablar.
Era una fantasía tan espeluznante que sentí una aversión profunda hacia él. Hay
personas malas, que gozan con sus fantasías y que quieren llevarlas a cabo,
pero la moral, las buenas costumbres, los diques mentales, el límite que impone
la propia vida, hacen que se reserven en un lugar escondido. O salen en el
ámbito doméstico, o con los animales, o con los niños. Muchas con las mujeres.
Y es que Andreas Lubitz llevaba mucho tiempo incubando la suya bajo la
apariencia de un joven amable y encantador. No estaba loco. Solo se dedicaba,
como Raskolnikov, a pensar en su cama e imaginar. Cuando el capitán de la nave
salió de la cabina, él se levantó, puso el seguro de la puerta para que no se pudiera abrir desde fuera, se sentó a los mandos y llevó la nave a estrellarse contra
las cumbres heladas de los Alpes franceses. Su respiración no estaba agitada
mientras oía las patadas y puñetazos frenéticos del piloto contra la puerta
intentando entrar. Estaba cumpliendo su misión, por fin sabía para qué había
venido al mundo.