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lunes, 17 de agosto de 2015

La llegada de la Neuroeducación


Acabo de leer y anotar el ensayo de Francisco Mora titulado Neuroeducación que ha sido para mí una auténtica conmoción. El autor me ha puesto en contacto con los últimos descubrimientos en el campo de las neurociencias que tienen como fundamento el estudio del cerebro y sus mecanismos como nunca se habían podido observar, gracias al escáner cerebral y los diagnósticos por la imagen. Sabemos mejor que nunca –aunque todavía muy insuficientemente- cómo funciona el cerebro y podemos observar los mecanismos de la atención, la memoria a corto y a largo plazo, los procesos cognitivos, las facultades ejecutivas como la motivación, el esfuerzo, la decisión... Probablemente lo más decisivo que puede aportar la neurociencia es que la razón no funciona como un principio autónomo y aislado. No, la razón, el raciocinio va unido íntimamente a las emociones de tal modo que se puede afirmar que aprendemos emocionalmente, necesitamos experimentar emociones para aprender. La principales emociones que sentimos son las que producen placer y displacer. Inmediatamente determinamos si algo nos atrae o nos sentimos rechazados hacia ello. La constatación de que el aprendizaje es esencialmente emocional supone algo que está en el aire en las reflexiones en el campo de la neuroeducación en Estados Unidos.

Nuestros métodos no funcionan en la escuela, al menos los míos lo hacen de forma muy deficiente. Cuando me pongo a explicar sé que el cincuenta por ciento de los alumnos desconectan sea pasiva o activamente de la clase, otro veinte por ciento no logra concentrarse y no entiende ni logra fijar su atención en lo que el profesor explica sea porque pierde el hilo o porque el clima de distracción de la clase le termina por desorientar; otro quince por ciento lo sigue pero no se atreve a hacer preguntas para no quedar en ridículo delante de sus compañeros. Solo un diez por ciento siguen la clase con aprovechamiento. Esto supone a tres alumnos de treinta. Un cinco por ciento ya se lo sabía. Mi constatación a final de curso es que mis alumnos no han aprendido nada o casi nada. Mis explicaciones generan aburrimiento, nada más poner en marcha el mecanismo anodino del tono profesoral de disertación por más animación que pretenda darle. La mayoría desconecta porque nada de lo que explico llega a sus vidas ni les dice nada.

Sin embargo, desde el campo de la Neuroeducación esto tiene una explicación. No es fácil activar la atención de los alumnos por mucho que el profesor pida silencio y atención. El cerebro de nuestros alumnos siente un rechazo hacia lo que se está explicando como yo sentía rechazo hacia las homilías que los curas lanzaban en las iglesias los domingos. Me repelía el tono, la situación pasiva en que estaba, el lugar, todo. Por supuesto que no las escuchaba. Nada de lo que yo puedo explicar logra involucrarles en una etapa y en un tiempo en que hay reclamos infinitamente más atractivos que una clase de una hora tras otra hora. Puedo pensar que hubo tiempos mejores en este sentido pero yo recuerdo el tremendo aburrimiento de las clases cuando era niño. Solo me despertaba en las clases en que el profesor nos castigaba físicamente con fuertes golpes en los dedos. Se manifestaba uno de los mecanismos que rigen la atención que es la lucha por la supervivencia. El cerebro está programado para sobrevivir y enfrentarse a los peligros que activan su atención, pero en una clase como las de ahora, no hay lucha por la supervivencia. Solo un tremendo aburrimiento para la mente de un adolescente que tiene un cerebro en formación y diferente de los adultos en su sistema límbico y corteza prefrontal y que necesita estímulos diferentes. El cerebro del profesor –que va a cumplir su horario y explicar el tema- se enfrenta a treinta cerebros inquietos, condicionados por una atención parcial y discontinua que ha propiciado en buena parte la tecnología. No es un problema sencillo saber cómo captar su atención si no acudimos al campo emocional para convertir la clase en un espacio de gramática de las emociones. Nada entrará en ellos si no va acompañado de emociones auténticas y convincentes. No se trata de saber explicar bien el tema, no. Se trata de crear un clima emocional atractivo, caracterizado por la alegría –es el único que puede acompañar al aprendizaje-. Por supuesto que hay compañeros que lo saben hacer muy bien. Nada de esto es nuevo. Hay profesores que lograr emocionar a sus alumnos y atraerles a la clase. Solo se puede hacer por cercanía. Los alumnos no aprenden de alguien que no les guste como persona. El profesor ha de acercarse emotivamente a su vida y utilizar técnicas muy elaboradas para convertir la ortografía, por ejemplo, en un juego en que sea divertido aprender. Es la teoría de la “gamificación” que significa aprovechar los recursos del juego (ganar puntos y premios, tensión creativa, competición individual o en grupo) para el desarrollo de las clases. Hay técnicas que permiten convertir la clase en un laboratorio de análisis de los mecanismos del cerebro para lograr conseguir su atención y almacenar el conocimiento en su memoria de trabajo y luego a largo plazo. No valen los apuntes del profesor, tienen que ser sus propios apuntes tomados con sus propias palabras. Podemos utilizar el formidable potencial de los diagramas conceptuales y que los hagan también ellos como método de trabajo. Asimismo, las redes sociales como Twitter son un instrumento extraordinario de trabajo. Solo estimulando el placer en la adquisición del conocimiento podemos llegar a ellos, y para ello primero tiene que confiar en nosotros y hemos de incorporarlos a la clase y lograr que intervengan, que jueguen, que se lo pasen bien aprendiendo, que esperen con placer la hora de la clase en que el profesor siente sobre él la pasión de enseñar y convertir el tema más abstruso en algo nuevo y diferente. Nuestros alumnos sienten pasión por lo nuevo y tienen intensa curiosidad. Lo que pasa es que lo que nosotros les explicamos –y cómo se lo explicamos- no les interesa para nada a la mayoría y damos la clase para tres personas según he explicado antes. El resultado al final de curso es desolador. No han aprendido apenas nada. Nada ha quedado en ellos. Ha sido un curso en buena parte perdido.


Recomiendo muy vivamente el ensayo Neuroeducación de Francisco Mora, doctor en Medicina, doctor en Neurociencias y catedrático de Fisiología Humana. Es lo mejor que he leído en pedagogía aplicada.

"Solo se puede aprender aquello que se ama". 

sábado, 8 de agosto de 2015

El GR11 y el calor de la compañía.


He vivido el Camino de Santiago muchas veces. El cielo inmenso sobre mí. El sudor, seguir las señales amarillas, conocer a gente dispuesta a abrirse, recorrer tierras a pie, el más hermoso medio de transporte. El año pasado fui de San Juan de Luz a Burgos por el Camino Vasco del Interior o Ruta de Bayona. Aquello supuso el encuentro con el País Vasco que me cautivó. Bosques, montañas, pueblos cuidadosos de su entorno, música, paisaje, saludos, el euskera ... De modo que este año he querido volver al País Vasco pero por una ruta distinta. El descubrimiento del GR11 o senda pirenaica, que lleva desde cabo Higer a Cadaqués por los Pirineos occidentales, centrales y orientales,  fue un deslumbramiento para mí. Así que el 26 de julio empecé en el mar Cantábrico, en cabo Higer, cerca de Hondarribia (Fuenterrabía) a hacer mi camino que yo presumía solitario. Volví a ver la ikurriña alzándose señera y en conflicto sangrante con la española, volví a oír el euskera, a percibir tipos humanos muy distintos a los que estoy habituado en paisajes muy hermosos. Hondarribia es un pueblo marinero próspero y bello que vive del turismo francés enfrente de Hendaya. Comí una marmitako en San Pedro Kalea pero para mi decepción fue a precio francés y cantidad igualmente francesa. Una cazuelita mínima carísima. Imagino que si se lo dan a un vasco hubiera habido un problema. Pero los vascos no van allí. Seguí hasta Irún, saludando a la estatua de Pío Baroja en la calle principal. Sobre las tres de la tarde llegaba a Bera de Bidasoa tras recorrer bosques de ensueño de hayas y pinos. Mi primera intención fue visitar Itzea, la casa familiar de los Baroja en Bera, aquel pueblecito donde Pío Baroja escribió tantas de sus obras. Imagino este caserón a principios del siglo XX con la figura de Pío paseando por el jardín encantador. Soy un entusiasta de este vasco y gran novelista español, tal vez el mejor del siglo XX ¿quién si no? Al día siguiente salí de Bera pero tuve una sorpresa que iba a cambiar el signo de esta travesía. A la salida del pueblo, a unos tres o cuatro kilómetros, encontré a dos mujeres que se habían desorientado por escasez de señales claras. Eran Feli y Ana, dos mujeres que se me harían entrañables en los siguientes días, igual que otros compañeros que se unieron, como David y Virginia por un lado y por otro, Rafa. Las primeras eran madrileñas, los segundos, sevillanos y Rafa, catalán, de modo que formamos un grupo variopinto que se convirtió en una caja fantástica de intercambio, risas y charla amena. Yo había imaginado que haría este trayecto solo al ser mucho menos transitado que el Camino de Santiago, pero ahí estuvo la maravilla durante cuatro o cinco días en que formamos un grupo saleroso y lleno de humanidad, que aliviaba el esfuerzo de subir montañas y mis temidos descensos, donde soy especialmente torpe. Así llegamos a Elizondo, el mítico valle del Baztán, donde compartimos unas cervezas antes de irnos a dormir, cada uno a un sitio distinto pues algunos llevaban tienda mientras que otros fuimos a un albergue a la salida del pueblo.

Los montañeros son generosos y solidarios. Y mis cinco compañeros eran enamorados de las montañas, tanto que me transmitieron ese amor que yo ya llevaba dentro hacia el hecho de caminar. Pero en las montañas hay que superar desniveles importantes, tanto en ascenso como en descenso. Temía por mi preparación física poco habituada a desniveles como los que habría de encontrar. Mi mochila pesaba unos doce kilos más el agua que en algún caso eran tres litros pues bebo muchísimo en las subidas. Mi espalda, en los ascensos,  estaba totalmente húmeda y la gorra que llevaba chorreaba agua por su visera. Ni meaba. Toda mi agua salía por el sudor. Pero compartido eran momentos felices. No avanzábamos demasiado rápido, a un ritmo de tres kilómetros por hora lo que nos llevaba a estar caminando todo el día para cubrir unos 28 o 30 kilómetros por jornada. Así hasta Sorogaín donde cenamos en el albergue unos macarrones y una carne mechada que probablemente no fue la mejor del mundo pero que nos supo exquisita tras el esfuerzo y la ducha. Además la temperatura era suave, tanto que hacía frío, cuando sabíamos que en Madrid, Sevilla o Barcelona estaban por los treinta y tantos o cuarenta grados.

Fueron días inolvidables los que protagonizamos los dos catalanes (uno de ellos yo, aunque soy aragonés), las dos madrileñas y la parejita joven de los dos sevillanos. Hubo momentos apoteósicos de risa en que llegué a llorar por los equívocos que se creaban en nuestras charlas. Intimamos, supimos de nuestras vidas y dejamos de ser anónimos en una combinación que yo considero muy afortunada. Todos éramos abiertos, incluso yo que tiendo a la introversión en los viajes. Afrontamos tormentas, nieblas, lluvias cuando nos cogió el mal tiempo en Villanueva de Azcoa (Hiriberri). Todos eran montañeros. Yo el más novato. Feli y Ana son madres de familia de niños pequeños pero sus pactos familiares no les privan de practicar el montañismo, su pasión. David y Virginia tienen un proyecto original que es subir la montaña más alta de cada una de las provincias de España. De ahí su blog y su proyecto Cincuenta montañas en la mochila.


Nos separamos por diversas circunstancias en Ochagavía. Yo seguí en solitario ya hacia Isaba y luego me llegué a Zuriza (ya Aragón), echando en falta nuestras conversaciones y la fuerza del grupo. Hay montañeros solitarios, pero yo prefiero la compañía. Siento que el grupo tira de mí y me hace más llevadero el esfuerzo. Con gran desgaste físico alcancé la Selva de Oza en el valle de Hecho y ahí empezaba el Pirineo puro y duro, con fuertes ascensos respecto al suave que era el navarro. Dormí una noche en un refugio libre con un vasco simpatizante de Bildu, pero me inquietaron sus intentos de saber mi posición política respecto al prusés catalán. Llevaba casi diez días alejado de las noticias y la política y no me interesaba para nada abordarla y menos discutir con alguien que sabía que nunca tendríamos nada en común. Llovió toda la noche en el exuberante valle de la Selva de Oza. Por la mañana, salí al exterior dejando en el saco al de Bildu y me preparé a continuar camino solo, echando en falta a mis compañeros de travesía inmersos ya en una aventura distinta cada uno. Me pregunto qué pensaría Artur Mas de esta convivencia entre todos en maravillosa sintonía, cuando se nos proyecta que nos odian y que nos roban. La política no es para las montañas. Creo que en ellas se percibe un sentimiento de apertura mental ante la inmensidad del paisaje en que se pone a prueba nuestro cuerpo y nuestro espíritu. Creo.

¿Podría llegar a Canfranc, el final de mi viaje?

viernes, 24 de julio de 2015

Un paseo por Roma


De vuelta de Roma donde hemos pasado una semana. Roma. Yo tuve un amigo romano, Luigi, que siempre quiso enseñarme Roma. Es profesor de literatura española. Su matrimonio en crisis hizo que nos distanciáramos definitivamente. Suele pasar. Tenía en mi imagen la Roma de Caro diario de Nanni Moretti, La dolce vita de Fellini  y más recientemente, La gran belleza de Sorrentino, pero tenía siete días para interiorizar Roma, sabiendo que el tiempo para comprender, tal vez, una ciudad es de años aunque es posible no comprenderla nunca ni aun habiendo nacido en ella. Teníamos un lindo apartamento en el barrio judío de Roma, un entorno que me cautivó. Próximo a Campo di Fiore y al Trastévere, junto al Tíber. Un lugar privilegiado. Viajaba con la familia pero quería tener tiempo también para deambular solo por la ciudad. ¿Qué decir de Roma, más allá de las visitas lógicas a la Villa Borghese, al Vaticano, al Coliseo? Un calor infinito, caía plomo derretivo cuando salíamos por la mañana con temperaturas próximas a los cuarente grados caminando por los adoquines de las calles de Roma tan característicos. Decenas y decenas de iglesias abiertas a todas horas, bellísimas. Entraba en todas que veía y notaba el frescor de su interior. En alguna asistí a un concierto de órgano. Hacía foto callejera por la vechia Roma que tiene esa atmósfera popular y alegre que hace que te sientas feliz de pasear por allí. Chapurreaba italiano. Me imagino aprendiéndolo con facilidad. Helados, pasta italiana, pizza cada día en el apartamento y en un restaurante baratísimo del Trastévere. Pizza Napoli tres euros, espaguettis a la auténtica  Carbonara, cinco euros. Música en las calles, multitud de turistas que se funden con la vida de Roma y cientos de terrazas al atardecer. Me sentaba a tomar un café solo con un vaso de agua y veía pasar a la gente feliz de estar en la ciudad. Centenares de fotos que han contrapunteado mis paseos por Roma viendo arte clásico y barroco. El agua es exquisita. Hay centenares de fuentes por toda la ciudad donde el agua sale muy fría y es deliciosa. Bebía en todas ellas. Sudaba copiosamente. Roma es una ciudad abarcable, se puede ir a todos lo sitios caminando. Una tarde, solo, me subí a San Pietro in Montorio, en dirección al Gianicolo. Allí estaba una iglesia donde se celebraba una boda romana, al lado la Academia Española con el templete de Bramante. España está presente en Roma. Allí me sentí cercano al sentido de la vida, la lengua, la comida, mucho más que en Barcelona donde no se cansan de hacerme sentir extranjero. Pensé incluso en mi fantasía, exiliarme algún día en Roma cuando Cataluña, ensimismada, fanática y prisionera de sus fantasmas, rompa la cuerda con España. He mamado la cultura italiana mucho más que la catalana. La veo más cercana a mí, forma parte de mí. Un taxista, romano de siete generaciones, se lamentaba por la emigración que recibe Italia a través del Mediterráneo. Sentía que también Italia tiene problemas graves pero tienen un sentido de la política del que se carece en España. Siempre están en la cuerda floja pero al final surge un equilibrio inestable que les permite vivir. El conflicto entre el sur, mafioso y vividor de los subsidios y el norte laborioso. Italia es un país reciente. Solo tiene ciento cuarenta y tantos años. Los tres colores de la bandera provienen de esa unificación que trajo Garibaldi. El verde del norte, el blanco de los papas y el rojo del sur. Vi las estatuas barrocas y en terrible tensión del vitalista Bernini y seguí la pista al depresivo y triste Borromini, los dos genios del barroco en esa Roma de los papas que sigue presente en multitud de monumentos con las inscripciones de Pontifice Maximus, en iglesias y fuentes. Pasé por la calle donde nació el romano más romano de todos, el actor Alberto Sordi, cuyas películas no he visto pero tengo ganas de conocer.


Momentos incluso de tristeza profunda por un conflicto con mis hijas que sentí por mi sensibilidad trágica española. Junto a Tíber viendo anochecer percibí ese hondo dolor de vivir que los italianos saben encarnar con la comedia bufa y el vitalismo. La vida es breve. Por la mañana salí solo para ver la prospectiva de Borromini, un trampantojo maravilloso. Me metí en una iglesia donde oré sin ser creyente. Roma invita a la oración en algunas de sus iglesias donde siempre hay gente sintiendo profundamente la fe. El Vaticano me resultó en cambio grandilocuente, excesivo, abigarrado, imperial. Ni siquiera la guardia suiza logro cautivarme. Puedo entender la prisión dorada que tiene que ser para el papa Francesco vivir en el Vaticano. La  capilla Sixtina no logró emocionarme. Demasiados turistas a los que se nos pedía continuamente silencio. Imposibilidad de percibir la magia del lugar en medio de la multitud. Las catacumbas de San Callisto me conmocionaron, una necrópolis de los principios de la era cristiana. Me hubiera gustado perderme en ellas durante unas horas en lugar de la visita apresurada que hicimos. Además no hay restos humanos en ellas, solo se ven los nichos vacíos. Se percibe la presencia vacía de la muerte. Me pregunté por qué han retirado los cadáveres allí enterrados. Le hace perder mucho de su magnetismo al lugar sobrecogedor que es la necrópolis subterránea que está a quince grados frente a los treinta y siete de fuera. No pude sumergirme en la muerte como hice en Paris en el cementerio de Pere Lachaise. Una pena. Vita breve. Tempus fugit. La gran belleza. Comí pasta italiana, comimos, de todas maneras, hecha por nosotros y en ese baratísimo restaurante que he mencionado al principio. Un regalo molto bello para mi compañera que encontré en una calle de los artesanos de Campo de fiore. Un precio elevadísimo que logré reducir en una hermosa conversación con Chiara, la artesana que había fabricado aquella gargantilla y aquellos pendientes romanos hechos a mano. Pensé en haber vivido la Roma de los años del fascismo. Javier Reverte en su libro Un otoño romano estima que fue Mussolini un fantoche, pero tengo la impresión de que se identificó con el sentido romano de la dramaticidad y la plasticidad. La historia está llena de errores, de laberintos de los que quiero apartarme.  El ser humano es como es. La historia es errática, contradictoria, caótica. Nadie entiende nada. Lo más que puede hacer el ser humano es intentar que los cascotes no le caigan encima y lo aplasten, algo que no pudieron hacer los judíos que vivían en Roma y que fueron deportados, según vimos en algunos portales majestuosos cuyas placas recordaban a los deportados a Auschwitz. Pasar estos días en el guetto judío me ha sumergido en la historia italiana de estos desafortunados deportados. Algún día me gustaría vivir allí en Roma aunque sé que será imposible, pero todo me lleva a ansiar huir de esta Cataluña cerrada y patriótica, cautivada por un sueño que no puede acabar sino en pesadilla. Es tan claro para el que lo ve sin estar inflamado por ese sueño de la razón que produce monstruos y hace ondear banderas infinitas. Estar en Roma me ha hecho percibir que hay otros modos de sentir la vida. No puedo decir que haya entendido nada. Solo he dejado que la atmósfera fluyera dentro de mí. He vivido y he sentido felicidad y profunda tristeza. Nada más vacuo que los deseos que te dedica la gente diciéndote que disfrutes mucho. Al lado de la felicidad está siempre el dolor de existir. Van juntos. Creo que mi visita a Roma, imperfecta, parcial y breve, ha tenido un poco de todo. Vida en movimiento. Pero siempre estaré al lado de Borromini, genial y depresivo, de Fellini y su cine maravilloso, de esos recuerdos espléndidos en Napoles en el barrio de los españoles en que, cuando yo era joven, un señor y su familia, nos invitó a pasta y nos dijo que il suo cuore era para nosotros. No sé si entiendo a los italianos pero me gusta su modo de vivir, de sentir, de gozar siempre con esas dosis de belleza que para ellos es imprescindible. No me he sentido extranjero. El otro día confesé a mi hija que había tenido en tiempos una amante italiana, hace muchos años, pero recuerdo como si fuera hoy sus palabras, su acento, sus expresiones, su cuerpo. Roma

jueves, 9 de julio de 2015

Mis primeros sanfermines


Solo he estado una vez en los sanfermines. Fue en 1977. Estuve trabajando cuando cursaba cuarto de Filología Hispánica. Pamplona todavía no estaba invadida por el turismo masivo y la mayor parte de la gente que había allí era pamplonica. Yo no había leído a Hemingway y su mítico Fiesta que trajo a tantos norteamericanos a las fiestas. Encontré trabajo de camarero en un bar en la calle Curia. Se llamaba El quinto pino. Me contrataron durante las fiestas para trabajar doce horas al día. De diez de la mañana a diez de la noche. Un horario perfecto para salir por la noche y continuar la fiesta. No tenía donde dormir, así que dormía en unos jardines de la plaza del Castillo. No recuerdo cómo llevaba el tema de la higiene. Ahora lo pienso y me sorprende que pudiera estar ocho días en esas condiciones, pero así fue. Vivía intensamente el ambiente de Pamplona tanto en el bar al que acudían muchos australianos como en las calles que ardían en cánticos reivindicativos. Era el tiempo de la transición. Se gritaba y yo gritaba: Presoak kalera, txakurra barrura al ritmo de los movimientos de la masa. Hoy soy consciente del momento aquel, políticamente muy intenso y que estallaba en nuestros gritos acompasados. Hoy soy conocedor de lo problemático de lo que yo gritaba: presos a la calle, perros adentro (refiriéndonos a la Policía Nacional y la Guardia Civil) cuando  en aquellos años centenares de policías fueron asesinados por ETA. Pero esto no lo pensábamos. Aquella era la voz del pueblo y la dictadura estaba tan cerca que no dábamos ningún crédito a la depuración de la policía franquista que  no se produjo salvo con el tiempo.

Eran momentos eufóricos. Todas las fiestas lo son. A mis veinte años disfrutaba, corría, cantaba, bebía, miraba a las pamplonicas, ardía en deseo sexual y el trabajo, con unos jefes muy comprensivos, era tranquilo y divertido. El bar estaba animado todo el día. Se bebía mucho y continuamente. Cervezas, gintonics, japonesas, lumumbas, destornilladores, nombres que hube de aprender para servir a nuestros clientes. El once de julio fue mi cumpleaños y lo celebré a mi manera en el bar. Una chica australiana me besó en los labios cuando le dije que era mi cumpleaños y yo aluciné. No entiendo cómo me lo permitieron los dueños del  bar. El caso es que yo trabajaba y me divertía y cuando faltaban dos horas para salir, cogía cervezas y me las bebía para ponerme a tono con la fiesta que iba a continuación por la noche. Las calles estaban rebosantes de gente que tenía ganas de vivir y beber sin parar. Tal vez allí descubrí eso que tanto caracteriza a los españoles y que es la fiesta, esa palabra que nos define ante el mundo. No somos famosos por nuestra productividad o nuestras universidades o nuestra alta tecnología pero somos mundialmente conocidos por nuestro sentido de la fiesta. Desbordante, etílica, eufórica, desatada, sudorosa, tanto que nos arrojaban agua desde los balcones cuando la multitud gritaba “agua” lo que nos refrescaba y nos enardecía nuevamente. Es un modo de estar en el mundo profundamente catártico y sicalíptico.


No vi ningún encierro. A esas horas, sobre las siete de la mañana, yo deambulaba por Pamplona intentando tomarme algún café tras una noche sobre el césped de la plaza. Y a las cinco habían pasado comparsas tocando trompas y tambores para levantarnos. Apenas había dormido una hora. Debía oler a tigre y tenía sueño. Pero a las diez debía empezar a trabajar en el bar El quinto pino. Me sentía orgulloso: me pagaban mil quinientas pesetas diarias (unos nueve euros) pero en aquel momento me parecía una cantidad fabulosa y lo era. Imaginaos que trabajé en la construcción otro verano y me pagaban 4500 pesetas al mes por trabajo durante cinco días y ocho horas diarias. En ocho días me podía llevar doce mil pesetas lo que era una fortuna. No recuerdo cómo guardaba el dinero durmiendo en la calle o si me pagaron al final cuando llegaron los cánticos tristes del catorce de julio del Pobre de mí, pobre de mí, que se han acababado las fiestas de sanfermín. Con ese dinero me fui a San Sebastián a pasar unos días. Vi en el puerto una gigantesca ikurriña que me pareció gozosa, tanto que compré una (hecha en Terrassa) para llevarla a mi piso de Zaragoza, un piso que compartía con otros estudiantes. La pusimos en el salón de la casa presidiendo la habitación. El dueño del piso era guardiacivil. Le pagábamos 12000 pesetas al mes (unos 72 €) lo que era una cantidad elevada. El País valía quince pesetas y era un periódico de izquierdas, aunque ahora parezca mentira. Nunca consideré en aquel momento que aquel guardia civil podría pensar que por aquella bandera estaban muriendo a mansalva decenas y decenas de guardia civiles en el País Vasco. Luego lo he pensado en muchas ocasiones. Era un momento extraño, de transición de una dictadura a la democracia. Estaba Suárez pero nadie creía en él. Lo que sentíamos era un vértigo de vivir, el propio de los veinte años, unido a un momento histórico que había que haber vivido para comprenderlo. Mis sanfermines fueron un momento, probablemente no especialmente importante pero he querido traerlo aquí en estos días en que nuevamente las calles de Pamplona se llenas de jóvenes de veinte años que desean a esas pamplonicas tan hermosas todas de blanco y pañuelos rojos. ¡Qué bonitas estaban! Y quieren quemar el mundo, llenos de alcohol, viviendo la locura de la fiesta, esa que nos da fama en todo el mundo para bien y para mal. Somos un pueblo, el español, profundamente dramático en el sentido de teatral. Nos va la teatralidad y el dramatismo. Un país extraño que no se reencuentra a sí mismo sino en la fiesta.  

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