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viernes, 7 de febrero de 2014

Una praxis educativa comprometida



La praxis educativa está mutando profundamente. Lo veo día a día. Soy profesor de primero de ESO en la mayor parte de mi horario. Les he introducido en EDMODO, una aplicación educativa prodigiosa que  permite la comunicación directa de los alumnos con el profesor cuya interfaz se parece a Facebook. En su muro les cuelgo toda la secuencia de tareas, exámenes, materiales de estudio, vídeos, libros en pdf, etc.  Los exámenes son sumamente exigentes respecto a la materia impartida, pero dichos exámenes se los cuelgo en Edmodo días antes para que los puedan preparar individualmente o en grupo. Por otra parte les hago pruebas de Comprensión lectora de textos muy largos y con cierta complejidad narrativa. He descubierto al narrador norteamericano O’Henry cuyos relatos son perfectos para que los alumnos estén una hora echando humo intentando desentrañar su sentido en el que nada es lo que parece. Cuando lo descubren, los que lo descubren, se sienten fascinados y orgullosos. Al principio sienten pereza de leer textos de más de dos mil palabras en letra minúscula pero pueden hacerlo, y lo hacen.

Mi libreta de notas es digital. Llevo el iPad a clase y utilizo la extraordinaria aplicación Idoceo que es un libro de notas que supera imaginativamente cualquier dispositivo que uno pueda suponer. Es un descubrimiento fabuloso cómo se puede gestionar la información de las notas de los alumnos, y cómo se les puede comunicar a ellos y a sus padres inmediatamente el resultado de un examen celebrado por la mañana.



Mi iPad me permite conectarme al proyector de clase y utilizar todas las herramientas digitales de Apple. Por ejemplo hacer mapas conceptuales frente a ellos, ponerles música para trabajar, vídeos, textos, fotos... además de conectarme a google y a cualquier página imaginable. Mi última investigación es conseguir sincronizar el iPad con la pizarra digital para poder escribir en ella. El iPad es un universo educativo cuyos límites son amplísimos y por descubrir, ya que hay muchísimas herramientas que están pensadas para este dispositivo fascinante. 

Esta inmersión en la tecnología no supone que deseche los métodos tradicionales. Quiero que escriban, quiero que se sumerjan en textos, enseñarles a razonar, a dar saltos conceptuales, a utilizar la imaginación como recurso imprescindible. Y sobre todo no quiero tratarles como si fueran incapaces. Un muchacho de doce años puede hacer muchas cosas y debe entrenársele con una fuerte exigencia. No debemos suponer que no están preparados para realizar un trabajo intelectual comprometido. O al menos debemos aspirar a ello. Si se tira fuertemente de ellos, una buena parte responden a los estímulos y les encantan los desafíos que suponen exigencia. El profesor que esto suscribe tiene en cuenta todo en su libro digital de Idoceo. Puede controlar exhaustivamente todo el trabajo realizado por los alumnos y tener un perfil individualizado que permita hacer un diagnóstico y radiografía de cada muchacho. La realidad es que cuando se les exige, suelen dar mejores resultados que cuando la vida es muelle y placentera. El problema es que los institutos se convierten en lugares de vida plácida en los que se pasa sin dar un palo al agua. El desafío del profesor es implicarles en retos conceptuales que les lleven a ejercitar la inteligencia creativamente. ¿Estímulos? Todos los necesarios. La cuestión es que trabajen y crezcan intelectualmente sin darse cuenta. Cuando empecé este curso desde el gabinete pedagógico se nos presentó a los alumnos de primero, recién llegados de la primaria, como niños no acostumbrados a estudiar ni a hacer exámenes, a los que no había que agobiar en el estadio de aprendizaje en que están. Ni caso. Un muchacho de doce años es muy potente. Se hacen vagos y haraganes después porque no les exigimos, porque no somos conscientes de que la inteligencia es una facultad elástica. Que la imaginación tiene que ejercitarse, que los retos son necesarios. La tecnología es prodigiosa porque nos ofrece herramientas que bien utilizadas y reforzadas por métodos tradicionales es sumamente fértil. La enseñanza debe promover el desarrollo intelectual. No dejar que muchachos inteligentes y agudos se hundan en la molicie del aburrimiento sin exigencia. Hay que aprender a ser imaginativos y abiertos. Hacerles ver que aprender es un juego apasionante, que aprendan casi sin percibirlo, que sientan placer por aprender, placer en ejercitar su inteligencia, introducirles en un juego en que el estatismo sea imposible, no tomarles por tontos. No lo son. Es la falta de dinamismo la que hace la escuela aburrida. Hay que estar continuamente en acción casi sin repetirse, que sientan el gozo de trabajar en serio y ser reconocidos. El profesor debe felicitarles y estar atento a sus progresos, ser muy consciente de todos y cada uno de sus alumnos a los que piensa desde los recursos y herramientas educativas que cada vez son más eficaces e inteligentes.

El dar siempre clase en cursos del segundo ciclo de la ESO me había llevado a la convicción de que los alumnos son vagos, holgazanes, tramposos, descuidados, renuentes a los juegos de la inteligencia dominados por las hormonas de la adolescencia y la tontería llegada en cantidades abrumadoras. El dar clase en primero de la ESO me hace pensar que no son tontos, que es el sistema el que los hace tontos y pasivos, aburridos, grises, copiones, repetitivos. Los convertimos nosotros en un proceso que deja a muchachos virtualmente potentes en desganados porque se aburren soberanamente.


La imaginación unida a esa herramienta prodigiosa que es el iPad, el vídeo, los mapas conceptuales, las lecturas complejas, el clima en el aula que luche contra la banalidad y la repetición hace que enseñar se convierta en algo intelectualmente interesante, y lo menos que debemos exigir a nosotros mismos es eso, ser interesantes, por los caminos que sean, aunque sean retorcidos. Los muchachos siempre detectan a quienes se interesan por ellos. Y dan mucho más, mucho más de lo que nos han enseñado a esperar.

sábado, 1 de febrero de 2014

Esa luz, esa luz…



No hay peor crisis en un profesor que la de rendirse a la sensación de que la realidad no puede ser transformada, que un ominoso fatalismo le hunda en la postración de lo dado e irremediable. Es un estado doloroso que se apodera – tal vez como enfermedad- de la mente y el corazón. Cada día es un estremecimiento dominado por el miedo. Los alumnos son percibidos como una amenaza incomprensible, como un latente enemigo que se querría esquivar, pero no es posible. Un profesional ha de enfrentarse al origen de su sufrimiento. Es entonces cuando el corazón sangra y todo se convierte en caos en las aulas en un ejercicio de pánico que es percibido por esos muchachos proteicos que necesitan inspiración y fuerza que les organice la mente y el espíritu. El profesor –enfermo- no puede darles lo que necesitan y solo siente deseo de huir de allí, de fugarse, de desaparecer. Cada mirada se convierte en un arma aguda y lancinante. Siente su derrota y experimenta amargura porque desearía que las cosas fueran diferentes, pero su corazón está débil y su mente, maltrecha. No puede confrontarse a la fuerza de treinta espíritus inquietos que propenden al caos que él debería encauzar y dar sentido.

Esto lo he sentido yo. Cada palabra escrita surge de una experiencia vivida y dolorosa.

Sin embargo, tras un retiro y un ejercicio de terapia química y de escritura, el profesor ansía volver al origen de su sufrimiento.

Siempre hay cosas que no acaban de revelarse, pero tal vez la felicitación de Navidad que  le llegó de una de sus alumnas, cuando él estaba hundido, le sumió en la reflexión de que tal vez no estaba todo perdido, que tal vez todavía había alguien que no lo considerara totalmente derrotado.


Volvió a las aulas. Y en un proceso de un mes, las piezas que él consideraba caóticas comenzaron a cobrar sentido hallándose el profesor en medio de un magma que le apasionaba, que le ocupaba cada fibra de su ser. Entrar en las aulas se convirtió en un ejercicio que suponía un desafío hermoso, y se encontró con esas miradas que antes lo asustaban sin que él sintiera ya miedo sino más bien un estado de maravilla ante la belleza de su profesión. Aprendió a ser firme, a no temblar, a mirar nítidamente, a recordar lo que él había sido en otro tiempo, antes de la enfermedad. Advirtió que deseaba estar ahí, que subir las escaleras y ser saludado con afecto por esos personajes que antes le humillaban, era una sensación que dotaba de significado a todo. Él era profesor. Y por fin llegó a ese íntimo convencimiento de que era posible transformar el mundo, que la realidad no era gris, plana y maléfica, sino abierta y llena de posibilidades. No entendía ahora su sentimiento anterior de derrota, pero sabía que estaba documentado en centenares de páginas que había escrito en un diario de una enfermedad que había existido. Y no hace mucho. Ahora se plantaba en el centro del mundo, y esos diablillos de doce años se le aparecían como duendes benéficos que aspiraban a tenerle con ellos, entre ellos. Y él sentía un profundo estado de felicidad por experimentar algo que creía imposible: recuperar la ilusión y la sensación existencial de acompañar a alguien al conocimiento. Y aquel alumno pakistaní le demostró que su presencia no era inútil, y se sintió centrado e iluminado sabiendo y recordando que él una vez había sido un profesor que era capaz de inspirar a corazones inquietos, y entraba en las aulas convirtiéndolas en lugares de exigencia intelectual y emoción ante la luz que inundaba todo.

domingo, 26 de enero de 2014

La vida es más hermosa…



Este ávido lector va buscando obras que lo absorban, que lo estimulen, que lo desafíen, que lo maravillen. Y uno de los descubrimientos que he he experimentado últimamente es el placer que tengo en acostarme temprano, sobre las diez menos cuarto de la noche y encontrarme con mis libros o mi iPad de última generación con textos comprados en Amazon. Me tomo un café intensamente cargado antes de ir a la cama, lo que me excita para encontrarme con los libros. Noto mi corazón más acelerado y mi mente despierta. Y allí tengo dos horas y media maravillosas hasta después de las doce en que me apasiono leyendo alguna obra que me cautiva. Esto no siempre es así, pero entonces decido si merece la pena seguir con la lectura o abiertamente dejarlo sin concluir. No tengo ganas de perder el tiempo. Recientemente he leído una novela de Johh Williams titulada Stoner. No es un relato demasiado conocido. Es la historia de un profesor gris de literatura en la universidad norteamericana de Misuri, era hijo de unos campesinos de vida muy dura. Stoner llegó a la universidad a estudiar agricultura, pero las palabras de un profesor ya cansado le hicieron descubrir su vocación literaria. Stoner es una novela maestra, impresionante, yo diría que maravillosa. Me tuvo prendido desde la primera línea hasta el final en ese trayecto existencial del protagonista.

David Lodge es uno de mis últimos descubrimientos. He leído Terapia y Pensamientos secretos. A David Lodge se le tiene por un fino humorista inglés, pero a mi me impresiona que sus novelas rozan lo trágico mirado desde una perspectiva que convierte esa realidad en algo interesante y que te congratula con la existencia. Me han hablado ayer de la serie de novelas sobre la vida académica cuyos protagonistas son profesores. Intentaré conseguirlas.

Una recomendación que he recibido por parte de un fino profesor de inglés de mi instituto es Bienvenido Mr. Chance de Jerzy Kosinski. Ya la he encargado en Amazon y espero recibirla en los próximos días. Mi compañero me ha dicho que es una obra maestra.

Ahora estoy leyendo fascinado la recién publicada biografía de J. D. Salinger (Salinger de David Shields)  el autor de El guardián entre el centeno, que ha cautivado a tantos millones de lectores y cuya potencia narrativa sigue vigente cinco o seis décadas después de haber sido escrita. La vida de Salinger era un misterio que ahora se abre para la maravilla del lector en esta biografía sorprendentemente buena. Llevo leído un veinte por ciento del libro y he de decir que estoy conmocionado. A pesar de mi interés por Salinger y haber leído lo que la prensa había publicado sobre su retiro en una cabaña, oculto al mundo, estoy vivamente sorprendido al conocer las circunstancias que llevaron a que fueran escritos muchos de sus relatos y la novela de Holden Caulfield. Estoy disfrutando muchísimo y solo espero tener un rato para sumergirme en esta biografía apasionante.

Leí también En la orilla de Rafael Chirbes pero no logró atraparme por más que fuera consciente de su excelente factura. Y no consigo convencerme que su intención, igual que en Crematorio que también he leído recientemente, fuera revelar las tramas de corrupción urbanística en la costa levantina. Su inmersión en los personajes de estas novelas revelan algo que va más allá de esa interpretación algo esquemática. Creo que hay una gran complejidad psicológica en dichos personajes que desborda el planteamiento de novela identificada más bien por lo social.

Las vírgenes suicidas de Jeffrey Eugenides me gustó pero no me cautivó. Deseaba terminarlo sin estar realmente interesado en ese suicidio múltiple de aquellas hermanas Lisbon que eran bellísimas. John Banville lo considera una obra maestra, pero no consigo estar convencido de ello por mi lectura. El encuentro del lector con una novela es siempre misterioso.

La cripta de los capuchinos de Joseph Roth ha sido una lectura que me ha llegado veintiocho años después que una muchacha italiana me la recomendara.  Leerla me ha llevado a recordar los días que pasé con aquella mujer cuando era joven y mantenía conversaciones con ella perdidos en la jungla de Sumatra.

Mis hijas me han regalado estas navidades Incerta gloria de Joan Sales que llevo tiempo queriendo leer. Las referencias que tengo de esta novela son excelentes. Se dice que es la novela más rusa y metafísica que ha producido un escritor catalán.

Tengo pendientes también La casa de hojas sobre la que escribí un post. El autor es Mark Z. Danielewski. Es una novela extraña y enigmática para la que espero un tiempo reposado para meterme en ella.

Quiero leer La broma infinita de David Foster Wallace, un autor que se suicidó, siendo reconocido como uno de los mejores narradores de la reciente literatura norteamericana. Su muerte conmocionó a la comunidad lectora y literaria norteamericana. Se ahorcó a los cuarenta y seis años en California ante la consternación e incredulidad de los que lo seguían. Es una larga novela para la que he de encontrar también su espacio de tiempo.

Me interesó muchísimo Limónov de Enmanuelle Carrere. Es la historia real de un personaje mezcla de muchas cosas que resulta sorprendente. Una combinación de punk, vividor, admirador de la URSS, místico, proserbio, militarista y un escritor de su propia vida que ha logrado el éxito literario en su país. Limónov es un relato absorbente que se disfruta con alegría e intenso placer.

Estas son algunas de mis lecturas recientes y proyectos para los próximos meses. Eso sin olvidar que quiero leer la continuación de Juego de tronos de George R. Martin que comencé en el verano pasado. Me pareció una espléndida creación de un mundo totalmente sacado de la imaginación del autor, un mundo convincente y sugestivo que lleva al lector a la sorpresa permanente.


La vida es más hermosa con literatura y cine.

sábado, 18 de enero de 2014

Internet nos ha hecho más tontos



Recuerdo que en abril de 1996 en un cursillo de la Generalitat de Cataluña navegué por primera vez en internet, utilizando el buscador Altavista. No existía Google, algo difícil de imaginar. Han pasado ya dieciocho años e internet se apropiado de nuestras vidas, formando parte de ellas buena parte del día. Solo hay que ver la sobreutilización de los dispositivos móviles en todo lugar y situación, el tiempo que pasamos conectados, y la dimensión que tiene el mundo de las chorradas de corta duración en internet. Corre un post que viene a decir que internet nos ha hecho más tontos, más impacientes, más superficiales, más necesitados de estímulos que confirmen nuestro valor, tendentes a compartir nuestra intimidad dejándonos sin ningún espacio de soledad, propensos a creernos con multitud de amigos y ser unos grandes artistas utilizando los filtros de instagram y semejantes. Nos creemos en el centro de un espacio público cuando somos la inmensa  mayoría totalmente irrelevantes y solo nos prestan atención aquellos a los que también nosotros les damos a “me gusta” o comentamos sus banalidades de un plumazo muchas veces lleno de faltas de ortografía.

Yo soy docente con muchos años de carrera a cuestas, y siempre me he enfrentado a adolescentes de la misma edad, y he constatado a lo largo de los últimos veinte años la depauperación de la expresión escrita a todos los niveles, el ortográfico, el léxico, el gramatical, el de contenido de ideas, el de presentación de trabajos. Raramente hay pensamiento propio y menos expresión con cierta complejidad de alguna idea. No noto inquietudes ni el cuestionamiento de modos de vida que son ferozmente homogéneos. Los muchachos que leen son radicalmente escasos. Alguno hay. Hay una especie de aborrecimiento de la palabra escrita que no pueda ser expresada en diez palabras mal pergeñadas. Los ciclos de atención son cada vez más cortos y la capacidad de concentración es progresivamente menor. Se vive dando saltos, sin centrarse nunca en una cosa haciendo un continuo zapping. Se copia sin ningún tipo de empacho y no se percibe que copiar y pegar no es un ejercicio de pensamiento personal. Nada hay que violente más que crear una reflexión no mimetizada de lugares comunes que corren por ahí y que se distribuyen como perlas de vida a pantalla completa en las redes sociales. 

Los malos modos abundan y se extienden en los periódicos digitales. No se soporta que haya personas que expresen puntos de vista divergentes a los propios que se han recogido del amplio panel de tópicos. Los adolescentes participan de ese clima de intolerancia y difícilmente son capaces de participar en un debate escuchando razones que exponga un compañero. La incontinencia, la falta de control, el horror al silencio, la hiperactividad son síntomas de que vivimos en un mundo radicalmente diferente al de hace veinte años. Somos mucho más superficiales y frívolos, nos movemos en la espuma más externa de la realidad. No se intenta llegar más adentro, más profundamente. Todo el mundo opina sobre cualquier cosa, y lo hace con contundencia como si se fuera un experto.

Sin duda el acceso directo y fácil a la información ha sido una gran revolución y ha abierto infinidad de caminos nuevos a la sociedad del conocimiento, la ciencia y el pensamiento. Sin embargo, la expresión popular de este cambio no es esperanzadora. El hombre del siglo XXI es más unidimensional que el de un pasado no tan lejano, y, sobre todo, es mucho más superficial. No cabe duda de que la gran revolución de internet ha modificado nuestro comportamiento y nuestro cerebro que ahora se ve conectado a la máquina que es sumamente inteligente, a la vez que nosotros nos hacemos más tontos.

Supongo que siempre habrá alguien que sacará el tópico más manido de todos, el que corre por las redes sociales como el gran mantra de nuestro tiempo, y no es otro que considerar solo el tiempo presente, el único que existe, y  que el que esto escribe es un profesor aquejado de nostalgia del tiempo pasado. Y siempre habrá alguien que se sacará de la chistera un argumento adocenado como el de que “el tiempo pasado es anterior no mejor". Sin embargo, yo pienso que el ser humano tiene la posibilidad de contrastar tiempos distintos que han formado parte de su fluir vital. Hablo del tiempo anterior a internet en que éramos en general más profundos y densos. Y nos esforzábamos más en buscar la información precisa, y llegábamos a ella también. Y nos comunicábamos. Y buscábamos expresar mediante el lenguaje argumentos complejos. Y teníamos también una educación estética y nos gustaba a muchos pensar de modo individual. Ahora no digo que no exista, claro que existe. Siempre hay salvajes que se enfrentan a su tiempo. Pero la ideología de las masas que domina el mundo es desoladoramente trivial y carente de personalidad, y además está dominada por la desarticulación y la pobreza del lenguaje que se exhibe sin ningún tipo de pudor.


El ser del siglo XXI es más frágil, más inconsistente, más banal y, sobre todo, más impaciente y quiere solucionar todo con un clic que ponga a su alcance la solución a cualquier duda, conflicto o situación. Y lo hace con una arrogancia nueva y demoledora.

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