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viernes, 22 de noviembre de 2013

Alma salvaje



Una de las historias que la prensa ha publicado recientemente que más me han conmovido e interesado es la historia de una muchacha nacida en Namibia en 1990, llamada Tippi Benjamin Okanti Degré. Fue una niña hija de dos fotógrafos que vivían en África. Tippi vivió sus primeros nueve años en plena libertad, entre los animales salvajes y las tribus del territorio, los bosquimanos y los himba, que la acogieron como uno más y la enseñaron a cazar, rastrear y comer bayas y raíces para sobrevivir. Tippi no iba a la escuela, vivía con el cielo infinito de África sobre sus ojos y sus pies pisaban la tierra roja de este continente. Fue una infancia única y mágica totalmente diferente de las de otros niños franceses que la viven encerrados entre cuatro paredes y sometidos a las disciplinas escolares y urbanas.

Hoy mientras llevaba a mi hija Lucía al colegio hablábamos de esta muchacha. Le he contado la historia de Tippi que continúa cuando ella tiene casi diez años y sus padres se separan y la llevan a vivir a París. La separación de sus padres y el alejamiento del África producen en la preadolescente una profunda crisis, acentuada por el hecho de empezar a ir a la escuela lo que supone para Tippi un inconcebible encerramiento. Todo le parece pequeño en París, las calles y las casas, acostumbrada al cielo y la naturaleza africanos. Es una niña retraída en la escuela y alejada de sus compañeros recordando su vida en África, sus auténticas raíces que no ha podido olvidar. Fue esta una etapa dolorosa y en sus ojos se distinguía la tristeza de pertenecer a otro lugar.

Tippi se llama Okanti lo que significa “suricata” en la lengua ovambo de Namibia, una pequeña mangosta que llevó al desierto del Kalahari a los padres de Tippi, fotógrafos.

Puedo entender el conflicto de esta muchacha que se siente fuera de lugar en Europa, añorando la inmensidad africana, a la que tarde o temprano volverá. Ahora cursa estudios de cine en la Sorbona, y ha vuelto a África para realizar varios documentales.

Cuando era niño yo, a los cuatro o cinco años, mi vida era libre en mi ciudad. Deambulaba solo por las calles y las plazas yendo de un lado a otro. Recuerdo de esta etapa una sensación de libertad. Luego tuve que recluirme e ingresar en un colegio represivo en que solo había varones. Lo sentí como un encerramiento, en absoluto comparable con lo que vivió Tippi que fue infinitamente más hermoso y libre en compañía de felinos, serpientes, elefantes, mangostas y su relación con las tribus en conexión con la naturaleza. Corría desnuda por las praderas, sin peligro, en permanente estado de felicidad. Allí todo era perfecto bajo el sol africano.


 Es comprensible esta disociación, esta esquizofrenia de una niña que ha dejado su alma en África y ha sido arrastrada por sus padres a la sociedad occidental por motivos que todos podemos comprender. Fue arrojada del paraíso y llevada a una sociedad sin raíces. Probablemente se pueden hacer muchas objeciones a esto, pero la historia me lleva semanas dando vueltas en la cabeza. Los niños en nuestra civilización viven encerrados e hiperprotegidos. Lo más que pueden percibir como libre son los parques en que juegan, vigilados por sus padres, con otros como ellos.  Por lo demás la vida está pautada, arreglada, absolutamente estructurada. Se va a la guardería desde los dos años y todo es un conjunto de normas y estructuras cerradas. Nada hay más inconcebible que la libertad fuera de los ojos de los padres para un niño. Creamos seres encerrados, incapaces de concebir los paisajes abiertos, con una conflictiva relación con la naturaleza, acostumbrados sobre todo a los centros comerciales, a la casa y al colegio donde siempre se está encerrado.

Reprimimos el salvaje que está dentro de cada niño, y esto crea una profunda neurosis que se puede percibir en la adolescencia donde seguimos encerrándolos en centros con verjas y siete llaves. Falta esa mágica relación con la naturaleza y el sentimiento de libertad que debería haberse experimentado en algún momento. Creamos seres programados, que terminan consumiendo grandes dosis de antidepresivos o alcohol para soportar el encerramiento y la claustrofobia de vivir en el seno de la sociedad occidental que cuida el bienestar material pero descuida el alma de las cosas y las personas.

Tippi añora los paisajes de África, añora esa libertad de tener el cielo por encima de ella y hablar con los animales como presencias reales, añora la relación con seres profundos como los bosquimanos (en trance de desaparición) o los himba. Siente una profunda tristeza por haber sido arrojada del paraíso. Tal vez ya la vuelta sea imposible. Ella la vivió en ese tiempo mágico de su infancia en que todo es irrepetible.


Hoy hablaba con Lucía de Tippi y le decía que no sabía si sus padres le habían hecho un favor haciéndole vivir esa niñez o aquello le acompañaría como una condena por la  nostalgia del mundo infinito de África, ese continente terrible y maravilloso que encierra tanta inmensidad y a la vez tanta amargura, tanta belleza y tanto dolor.

martes, 12 de noviembre de 2013

El tifón de Filipinas



Abrumado por las noticias que llegan de Filipinas me siento compelido a escribir unas líneas en el blog. Supongo que todos somos conscientes de la catástrofe climática que ha supuesto la llegada del tifón Haiyat a las costas de Filipinas. Decenas de miles de muertos a la vez que centenares de miles de personas que carecen de alojamiento porque todo ha sido destruido. Falta agua potable, medicamentos, mantas, comida, todo lo imprescindible. La situación es terrorífica. Decenas de miles de personas deambulan en busca de algo que comer o simplemente agua potable.

No quiero añadir nada más. No sé si es caridad o compasión humana ante la desgracia terrible de unos semejantes, pero no puedo evitar sentirme reclamado y conmocionado por esta tragedia provocada, según la Conferencia de ONU celebrada en Varsovia, por el cambio climático.

Dejo aquí en este enlace de MÉDICOS SIN FRONTERA una oportunidad de contribuir a ayudar. Sé que podemos hacer poco, pero gotita a gotita se puede tal vez ayudar a remediar en algo aquel desastre que reclama nuestra solidaridad.

lunes, 4 de noviembre de 2013

Lampedusa, Níger y las cuchillas de la verja de Melilla


Comienzo este artículo con una desasosegante impresión porque voy a abordar un tema doloroso y complejo. Me refiero a las últimas noticias que nos han llegado sobre inmigrantes muertos en el sueño de llegar a Europa. Hace unas semanas murieron más de trescientos en el mar intentando llegar a la isla de Lampedusa provenientes de Libia. El escándalo fue mayúsculo porque no se había preparado un dispositivo suficientemente serio para poderlos ayudar y su barco se incendió a medio kilómetro de la costa. La imagen de los trescientos féretros con sus restos, más los desaparecidos, golpeó la conciencia europea. Las autoridades comunitarias fueron abucheadas por los habitantes de Lampedusa que llevan más de veinte años conviviendo con la tragedia. Pocos días después llegaron a la isla más de ochocientos africanos en barcazas que huyen del hambre, de la sed, de los conflictos y los desastres que asolan buena parte del continente africano. No tienen nada que perder y estos africanos, hombres, mujeres y niños, se empeñan para pagar un pasaje en una barcaza inestable que anhela llegar a suelo europeo.

Pocos días después apareció otra noticia en la prensa en la que se describía el espectáculo dantesco de 87 africanos, la mayoría mujeres y niños, muertos, muchos abrazados, de hambre y de sed en el desierto de Níger, cerca de Argelia. También querían llegar a Europa y se habían lanzado a un viaje suicida a través del desierto que los llevó a una muerte terrible por consunción.

Otra noticia que es reciente es la decisión de las autoridades de Melilla de poner cuchillas en la verja que separa la población de Marruecos, teniendo en cuenta que dicha verja es frecuentemente asaltada por mareas de desesperados que logran subir los seis metros de altura y lanzarse a territorio español. La cuchillas (concertinas) producen profundos cortes en la manos, en los brazos y en las piernas de los africanos que se lanzan a escalar la valla. Fueron retiradas por el gobierno socialista pero van a ser reintroducidas por el gobierno actual.

Son tres noticias que nos alertan de lo que está sucediendo al otro lado del Mediterráneo, en el continente africano. Si la crisis nos está golpeando duramente a nosotros, no podemos ni siquiera imaginar cómo está afectando a la globalidad de la población africana, especialmente en zonas devastadas por la guerra, la inestabilidad, el cambio climático y las sequías.

Esos hombres, mujeres y niños mueren en el intento de llegar a suelo europeo, la fortaleza europea.

Ayer Bernard Henry Levi en El País publicaba un artículo titulado “Europa comienza en Lampedusa” en el que venía a decir que Europa se niega a sí misma, como patria de lo universal, si se convierte en una fortaleza excluyente, haciéndose eco de la reciente tragedia ocurrida en la isla italiana.

Asimismo, el Papa ha hablado con indignación moral sobre la globalización de la indiferencia haciendo referencia a la catástrofe de Lampedusa. 

El dilema moral terrible que tenemos ante nosotros y que no es fácil es decidir qué debemos hacer ante esta situación sangrante en que decenas de millones de personas provenientes de África y Asia se lanzarían hacia Europa si abriéramos los brazos para acogerles. Podemos poner más medios para remediar la situación de los que intentan llegar, poner barcos de salvamento, recursos marítimos y terrestres para ayudarles. Esto es irrenunciable.

¿Pero deberíamos abrir nuestras fronteras a todos los que quisieran llegar a suelo europeo, a suelo español? ¿Deberíamos quitar la verja de Melilla, las cuchillas, las alambradas y facilitar la entrada en España a través de la frontera o Canarias a todos los que se lanzan desesperados a entrar en la tierra supuestamente prometida en plena crisis y en plena recesión económica? ¿Debería acoger nuestra seguridad social y nuestros hospitales libremente a todos los que quisieran llegar a nuestro país?

Tengo la impresión de que no somos conscientes de lo que está pasando más allá de nuestras fronteras, centrados solamente en nuestra vivencia de la crisis que nos está afectando duramente.

¿Hay espacio para millones más de personas que llegarían si se abrieran las fronteras libremente? Los que están llegando, pese a las dificilísimas condiciones con que tienen que arrostrar su travesía cruzando el desierto o el mar, son solo la punta de lanza de un continente agónico.

¿Es cierto que Europa no debería ser una fortaleza si no quiere negarse a sí misma? ¿Hasta que punto debe llegar nuestra solidaridad en un mundo injusto y desigual?


¿Nuestra solidaridad debe llegar solo poniendo medios para remediar a los que llegan a nuestro país pese a las dificultades? ¿O deberíamos abrir nuestras fronteras para permitir la llegada en condiciones de todos los que quisieran arribar a suelo europeo?

miércoles, 30 de octubre de 2013

Entre las brumas del pensamiento



Ayer Fernando Savater en un artículo en El País reflexionaba sobre la afición española a meter caña, a juzgar moralmente a los demás con las más abruptas descalificaciones que lleva a utilizar un lenguaje tremendista y totalizador en la búsqueda de la demolición de los argumentos o actitudes contrarias a lo que uno piensa. Añadía que en realidad, tener conciencia moral es tener mala conciencia de uno mismo, y, ante ello, una liberación es despotricar contra los demás que encarnan más fácilmente los aspectos criticables o desdeñables.

Me quedo con la afirmación de Savater de que tener conciencia moral es tener mala conciencia de uno mismo. Esto incide en el nivel de autocrítica. Pero ¿quién es autocrítico de sí mismo, de sus actitudes, de sus formas de vida, de sus convicciones?

Llevo más de un año publicando irregularmente, y, a veces he pasado seis meses sin hacerlo. La razón que me resulta más verosímil es que ya no tengo nada que escribir, que no tengo nada que mostrar, que mis verdades se han hecho minúsculas, que no me siento seguro debatiendo, que estimo que mi mundo se ha hecho sospechoso, que no me gusta lo que queda de mí mismo cuando lo observo. Y, en tal caso, ¿qué puedo yo proyectar sobre los demás? ¿Qué puedo decir sobre las conductas ajenas, sobre la política, sobre el compromiso personal, cuando yo soy el más claro caso de entreguismo y debilidad intelectual?

Llevo leyendo más de cuarenta años, leo todos los días la prensa (centrista y conservadora, además de algo de izquierda si así se puede llamar a El País), escucho emisoras de radio, reflexiono todo lo que puedo pero me faltan convicciones fuertes, esas que leo en los participantes en la prensa digital en que todo son denuestos y barbaridades descalificatorias acerca de lo divino y lo humano. Me siento frágil en mi modo de ver el mundo, extraordinariamente escéptico, y no me considero capaz de juzgar nada, ni siquiera la política del gobierno, que no me gusta, eso es cierto, pero no sé qué hay como alternativa que sea honesto y sincero.

Uno de los principios de las leyes de Murphy que más me atraen es el que dice: “todo el mundo miente” Y le responden:. “Da igual, nadie escucha”. Pues eso. ¿Qué tengo que decir yo que esté basado en mi valor personal, en mi compromiso personal? ¿qué críticas sociales puedo hacer yo que estén basadas en mi quehacer propio, en mis convicciones personales? Francamente siento, como decía Savater, mala conciencia de mí mismo. Me gustaría tener más claros mis enemigos, mis fobias, mis aficiones ... lo que veo que en general es bastante común. La mayoría de los que escriben tienen definido su mundo de elecciones políticas y sociales, y condenan con la mayor contundencia y con facilidad todo lo que no es como ellos estiman que debería ser. Incluso en el plano pedagógico hay un conjunto de aseveraciones que parecen claras desde el punto de vista de la izquierda militante. Pero yo detecto una gran irresolución en el plano práctico. ¿Por qué la escuela pública es mejor que la escuela privada o concertada? ¿Por qué en tal caso las clases medias han optado por la escuela concertada abandonando a su suerte a la escuela pública que se debate entre el ser y el no ser? ¿Por qué es mejor o peor seleccionar a los alumnos por su nivel académico y situarlos en guetos de los que difícilmente podrán salir, y si lo hacen es en contra totalmente de nuestros deseos? ¿Por qué algunos entendemos que la aplicación de la escuela 2.0 ha sido uno de los mayores desastres de los últimos años? ¿Por qué desde el plano psicopedagógico se nos pide modos autoritarios con nuestros alumnos llegados desde la primaria a los que están acostumbrados en lugar de los modos más democráticos?

Uno tiende a  pensar que los principios progresistas son eso, utopías irrealizables, y en el mundo real tiende a pesar más la realidad conservadora. Hace un tiempo yo era revolucionario el cien por cien del tiempo.Y mi discurso era claro y contundente. La realidad que estoy viviendo me lleva a considerar que ahora no tengo nada claro, que entre los principios que se dirimen en la escuela fundamentalmente por encima de cualquier otro es el de autoridad, un principio esencialmente conservador.

No es extraño que no me atreva a escribir. Tal vez temo mi mala conciencia, la mala conciencia de haber traicionado principios no escritos de una moral progresista, que ahora se me revela como una moral del buenismo sin compromiso real, sin confrontación con la realidad que nos lleva a derroteros más controvertidos y ajenos a lo que creímos ser.

Tuve una medio novia italiana, extraordinariamente inteligente, que me vino a decir un día que la mayor decepción que tuvo con la izquierda fue el considerar que un grupo debía tener un jefe, un líder, un dirigente y que las teorías del poder compartido, del poder deliberador de un grupo eran meramente absurdas y que solo llevaban al caos.  

Tengo mala conciencia, mala conciencia de no poder encarnar los valores puros de la izquierda, mala conciencia de haberme hecho conservador, mala conciencia de no tener un discurso claro y elocuente que defina con toda rotundidad qué es lo malo y qué es lo correcto, tengo mala conciencia de no encarnar en mí mismo ejemplo alguno de valor moral y sí todo lo contrario.

Tengo mala conciencia de tener conciencia. Me gustaría saber con precisión que es lo correcto y qué es lo incorrecto, pero no lo tengo. No puedo condenar nada cuando el primero que caería sería yo mismo. Envidio a aquellos que con mayor facilidad humana y verbal son capaces de definir sus exactitudes sociales, educativas y políticas.


Yo no soy capaz. Me muevo entre brumas que son esencialmente confusas y contradictorias.

domingo, 27 de octubre de 2013

Las terribles dificultades del aula



Imane es una alumna magrebí de un curso de primero de ESO, un curso donde se agrupan los muchachos con más bajo nivel, con dificultades graves de aprendizaje, falta de motivación y complicado comportamiento. La mayoría se puede decir que no alcanza el nivel de primer ciclo de primaria. El instituto les aburre. Pasar seis horas cada día encerrados es una tortura para la mayoría que practican la resistencia pasiva o activa ante cada nuevo conocimiento que los profesores quieren proyectar sobre ellos. No son malos chavales, no, simplemente están hundidos en un nivel bajísimo y no soportan la escuela, que no logra ofrecerles nada de lo que ellos querrían. Se comportan en clase como un conjunto deshilvanado, problemático, juguetón, incapaces de mantener el silencio. Continuamente discuten unos con otros, mucho más que con el profesor.

Ningún sistema pedagógico parece funcionar allí. Su léxico y ortografía es delirantemente bajo, sus grafías son infantiles, su ordenación del espacio en la hoja de papel es caótico, sus ordenadores, los que lo tienen, no tienen batería o carecen de contraseña válida. Es un fracaso con ellos el sistema basado en el uso de ordenadores portátiles. Necesitan hoja de papel y escribir, leer en voz alta, hacer dictados y corregirlos, conocimientos mínimos para los que los libros digitales ofrecen niveles inabordables para ellos. La clase es un tira y afloja continuo entre el caos mayúsculo y la desidia. El profesor tiene la impresión de que nada de lo que sabe le sirve allí para nada. Todo conocimiento les aburre, no tienen material (hojas de papel, bolígrafo, lápiz), y lograr hacerles hacer algo es una tarea ímproba.

Pero Imane está allí seria y concentrada, intentando trabajar entre las discusiones de sus compañeros y las broncas de los profesores para que allí se logre hacer algo. Imane es una muchacha menuda, optimista, que viene al instituto a aprender y a trabajar. Se lee los libros, hace los ejercicios y las tareas, tiene el material disponible. Pareciera que el  ambiente adverso apenas le influyera. Siempre tiene una sonrisa en los labios y se enajena de los dislates y el griterío de sus compañeros que se niegan a trabajar o hacer nada.

Me pregunto qué hacer, cómo hacer en este curso de nivel tan precario y de comportamiento propiamente infantil. Es difícil hacerles ameno el aprendizaje. La ortografía no es amena, el conocimiento de nuevas palabras no es ameno o no les interesa para nada porque con las cien palabras (o cincuenta) que saben creen que ya tienen suficiente, leer les raya por divertido que sea el libro porque simplemente no entienden lo que leen. Solo saben decodificar sonidos más o menos pero no va pareja la adscripción a unos significados. Leen pero no entienden. Las palabras son un arcano para ellos fuera de las más comunes de su lenguaje mínimo. Muchos son de origen inmigrante, están faltos de hábitos de todo tipo, y la institución escolar les resulta insoportable si no fuera por esos buenos ratos que pasan mofándose (sin mala intención, eso sí) del sistema educativo y las intenciones de los profesores para que trabajen o hagan algo.

Tengo la impresión de que es un curso fallido, que administramos la derrota del sistema frente a una realidad terca e insoluble. Apenas podemos hacer nada o abiertamente nada, salvo tenerlos unas horas intentándolos domesticar y haciéndolos adquirir algún hábito de trabajo que no suele ser muy feliz.


Salvo Imane que pugna por aprender, que pugna por estar en la institución escolar para algo y que sabe que es un privilegio hacerlo. La adversidad parece estimularla. La voy a echar en falta porque el equipo docente del curso ha decidido promocionar a tres alumnos a otros cursos en que puedan aprender más. La política de clasificar a los alumnos por niveles para adaptarse a sus peculiaridades entraña riesgos complejos al dejar a cursos enteros sin referentes positivos para el aula al concentrar a los más desastrosos en una misma clase. No reniego de ello. Es la práctica en la mayoría de institutos. Crear cursos A, B, C y D para lograr dar un cierto nivel en los A y B, pero dejando una bolsa de fracaso difícil de cuantificar en los C y D. Máxime cuando vamos trasladando a los alumnos que sobresalen o que quieren promocionarse con su trabajo o su actitud. Las aulas se convierten así en un desierto intelectual, aunque me temo que esta palabra para referirse a lo que sucede allí es demasiado ampulosa.

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