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martes, 17 de junio de 2014

Monólogo interior de Felipe VI



El próximo día diecinueve de junio me coronarán rey de España. He de pensar sobre ello. He de reflexionar sobre mis siguientes pasos como rey y es esencial el primer discurso de la Corona. Llevo trabajando en él desde hace años, toda mi vida he estado trabajando en él. Llevaré una corona controvertida. Sé de sobra que los españoles no son monárquicos. Esto no es el Reino Unido ni Suecia. La monarquía es fruto de la secuencia histórica, pero también de la voluntad de un hombre que estuvo en mi bautizo, Francisco Franco. Nací en enero de 1968. Eso no deben olvidarlo los que me pronostican un escaso futuro. Sé de mi debilidad. Sé de sobra, porque paseo por las redes y tengo a Letizia a mi lado, que está creciendo la marea republicana que cada vez es más audaz. La portada de El Jueves era hiriente pero yo no la habría prohibido. ¿Mi padre? ¿Hay alguien que no haya deseado asesinar a su padre, especialmente si se es el heredero de la corona? Siento una profunda distancia hacia su persona. Siempre estuve más cerca de mi madre de la que he heredado el carácter y su forma de hacer las cosas. Mi padre es el rey de momento y yo no puedo hablar, como él debió callar cuando era el delfín de Franco. Luego habló y creo que en conjunto la monarquía tiene una nota de aprobado alta. Otra cosa es el carácter levantisco de los españoles que nunca saben estar a gusto con nada. Debería incluirme dentro de ellos, pero ahora yo soy el futuro rey y debo mantener mi distancia. Los españoles hicieron huir a un rey de una dinastía diferente ante el caos que suponía la vida interna de España, siempre desgarrada entre pulsiones contradictorias. Las repúblicas no se afianzaron por sus propios errores. La primera duró escaso tiempo ante la división tremenda en cantones de España y la guerra carlista. La segunda que ahora añoran no supo conciliar las diferentes maneras de entender España en un sistema amplio que incluyera a todos.

Pero ahora estoy de nuevo en ojo del huracán, ahora no estoy un peldaño detrás. Ahora seré yo el que reciba los impactos de los huevos que muchos desearán tirarme y los gritos de Mañana España será republicana. Esto será creciente y, de hecho, hay muchos puntos de España que no podré pisar por prudencia. Estamos como quien dice en una nueva transición y solo saldré victorioso de ella si soy audaz e imaginativo. Tengo que hacer lo que nadie espera que haga. Si no hay sorpresa no hay espectáculo. Muchos se desgañitan porque quieren decidir y eso no es negativo. El pueblo español, yo lo sé, tiene la impresión de que han jugado con él con cartas marcadas. Que la monarquía entró por la constitución de 1978 en un paquete y que en realidad no se pudo nunca decidir. Mi padre tuvo suerte el 23F porque en esa noche se identificó con el sentir de la mayoría y muchos lo empezaron a querer. En su caso no fue una elección, era la única garantía de supervivencia. Pero ahora soy yo quien debe sobrevivir y sé que no lo haré si no rompo el juego. Si sigo haciendo sentir a los españoles que soy una imposición en pocos años esto se acabará. La monarquía no podrá superar la ruptura de España y el sentimiento de fracaso que conllevará. Sé de sobras que los catalanes o muchos de ellos se encrespan porque se les niega el derecho a decidir y así crece el vector independentista que hace unos años era muy inferior. No me falta información sobre la situación en Cataluña y  todo pronostica que vamos al conflicto más agudo en los últimos ochenta años. Va en serio. Todos vamos a salir dañados de esto y el primero que caerá seré yo que deberé exiliarme como mi bisabuelo. La prudencia conservadora me lleva a no variar el rumbo y repetir el mantra de la unidad y la diversidad de España. Pero sé que con esa mano no podré reinar mucho tiempo. Por otro lado es cierto que el rey reina pero no gobierna. Yo no haré las leyes. Mi capacidad de acción es muy limitada. Pero me quedan los gestos. En mi primer discurso, en el que utilizaré las cuatro lenguas de España, hablaré de la institución, de mi honor en reinar en un país potencialmente tan rico como España, pero he de marcar mi reinado con otro estilo.

Sé que Letizia no es muy querida porque dicen que es un saco de huesos y que es distante y ambiciosa, pero yo la quiero, la admiro porque me dice la verdad y porque ha decidido unir su destino al mío. Además nos complementamos. Ella me dice que sea audaz, que sin audacia no reinaré mucho tiempo, que he marcar mi propio sello a la corona y eso pasa inevitablemente porque yo auspicie la celebración de un referéndum sobre la forma de estado. Los socialistas recogerían bien la idea porque sería un impacto tan potente que se quedarían descolocados y sentirían el aliento republicano de las bases. Y el PP se sentiría totalmente afrentado pero no podrían enfrentarse al rey si este manifestara su deseo democrático de plantear de una vez por todas la elección legítima entre un sistema monárquico o republicano. No me cabe duda de que ganaría el envite si se planteara francamente la cuestión. Y sobre Cataluña, tampoco me opondría a la realización pactada de un referéndum sobre la independencia con solo una pregunta. La falta de respuesta del estado a su demanda creciente deja a éste sin argumentos. No se puede poner la Constitución como valladar inexorable. Si hay que cambiarla, la cambiamos. Sé que los catalanes me sentirían inmediatamente cerca. Quiero que estéis con nosotros pero si queréis iros lo entenderemos. Y lo ganaríamos. No se irían.

¿Cómo meter veladamente todo este magma que me bulle en el cerebro en mi discurso de coronación? Letizia me dice que sea cauto pero que no retroceda. No tengo poder efectivo, es cierto, pero nadie podría contradecirme sin poner ellos mismos la monarquía en juego. Soy aficionado al ajedrez y sé que esta jugada compleja lleva al jaque mate en diez movimientos. Pero si reino acomplejado, prisionero del pasado, con miedo, todo se hundirá en poco tiempo.


Ahora, querida Letizia, levanta y déjame unos momentos solo. Me encanta hacer el amor contigo a todas horas y de todas las maneras, pero ahora debo concentrarme en ese discurso que nadie olvidará.  De momento me sienten como una carcasa vacía, pero he de llenarme de contenido. Ahggggggggg. 

domingo, 15 de junio de 2014

Autorretrato íntimo de caminante misántropo



Ayer hice una caminata de unos veinticinco kilómetros recorriendo el curso del Llobregat en dirección al delta y los espacios naturales húmedos que lo vertebran. Es en general un recorrido poco atractivo en principio.  Pasas por debajo de diferentes puentes grafiteados con una pasión difícil de entender por la dificultad extrema que supone hacerlos a veces a alturas inverosímiles. Es una expresión que tiene mucho de artístico por lo menos en algunos grafitis realmente espléndidos, no así como muchos que solo se limitan a manchar las paredes y los muros con tags de sus autores que no presentan nada creativo salvo el subrayado de la identidad de los grafiteros que parece enfermiza. Recuerdo que mi reportaje de bodas fue hecho con grafitis de fondo en los que aparecía una pareja totalmente convencional. Aquellas pinturas anarquistas nos seducían.

El camino se desviaba posteriormente paralelo a las pistas del aeropuerto de Barcelona en las que se veían despegar y aterrizar aviones con el ensordecedor sonido de las turbinas que yo amortiguaba con mis cascos escuchando música que me aislaba. Desde las pistas del aeropuerto, alcancé por pasarelas de madera, que atravesaban humedales, la playa de El Prat de Llobregat flanqueada por espacios naturales y escasamente concurrida. Allí me comí un bocata de jamón dulce y queso roquefort sentado en la arena de la orilla, frente al mar. Mi pensamiento se extasiaba en el mar, esa criatura inmensa y poética que me subyuga. Me gustaría tener una casa frente al mar y pasear todos los días por la playa desierta en jornadas de otoño e invierno. Acabé  mi bocata y seguí descalzo por la orilla sintiendo el vaivén de las olas que alcanzaban mis pies. El trayecto hasta Castelldefels tiene diferentes tramos, algunos muy hermosos y poco frecuentados junto a los humedales y zonas naturales protegidas. Hacía fotos, cruzaba espigones de rocas y recordaba cierto sueño poderoso que tuve una noche hace meses soñándome en este recorrido y encontrando un puerto, fruto de mi onirismo y que no existe, en el que me bañaba mágicamente. Es increíble la potencia que tienen algunos sueños, no precisamente pesadillas, y que recuerdo recurrentemente durante años, sueños que yo encuadro como experiencias oníricas de geografías fantásticas en lugares que suelen existir pero transformados surrealmente. Son sueños de una felicidad inenarrable igual que los eróticos, poco frecuentes desafortunadamente.

Al final del término de El Prat llegué a una zona que evidentemente era nudista y en la que había poca gente. Viendo aquellos cuerpos desnudos se me hizo evidente la fealdad del cuerpo humano a partir de cierta edad. La mayoría de los cuerpos son feos, cargados de grasa, pellejos, barrigas antiestéticas y decadentes. ¡Qué poco dura la belleza física! Estos días leo una biografía de Kafka escrita por Reiner Stach situada en los años 1910-1913 exclusivamente. Allí he conocido la afición de Kafka por el naturismo que iba a vivir en ciertos entornos que tuvieron su auge a principios del siglo XX cuando se extendió en algunos sectores la vida sana, el vegetarianismo y la gimnasia saludable. Me resulta sugerente imaginar al autor de La metamorfosis desnudo en un bosque practicando yoga.  La playa nudista era poco más o menos de un kilómetro y ofrecía una impresión extraña y desagradable según lo he sentido yo. Poco después empieza el término de Viladecans en que la playa cambia de aspecto y se hace multitudinaria. Era poco después de las diez de la mañana y la arena ya estaba repleta de bañistas, niños jugando con la arena, sombrillas multicolores, parejas tirándose pelotas con las palas de madera. Yo seguía escuchando Lucia de Lammermoor en mis auriculares y de fondo el sonido de las olas rítmicas llegando a la orilla junto al rumor ya veraniego de cientos de familias que gozaban de un día playero. Me gustaba la abundancia de niños que se cruzaban en mi camino y a los que tenía que sortear. Esa torpeza de los niños maravillosa. No había servicios en la playa a lo largo de más de quince kilómetros, así que no es difícil de imaginar donde hace la gente sus necesidades de eliminar líquido corporal durante horas y horas de estancia en la arena. He recogido algunas piedritas de colores que he metido en mi bolsillo. Me gustaba tener los pies en el agua. Caminaba hundiéndome en la arena lo que suponía un esfuerzo adicional que fortalecía mis músculos. He seguido el paseo entre las multitudes y he atravesado la playa de Gavá hasta llegar a Castelldefels, un arenal enorme y extenso que se extiende por varios kilómetros. No me gusta la playa, me he dicho. No me gusta verme en medio de multitudes como las que se ven estos días en la tele y que yo he tenido ocasión de observar esta mañana luminosa y cálida de mediados de junio. Sí pasear por playas desiertas al amanecer y el atardecer, playas escondidas y recónditas. Me doy cuenta de que no me gusta la gente, cada vez soy más insociable, más misántropo, más eremita... y las playas son la expresión de la promiscuidad y la mezcolanza extrema. Me gusta sentirme solitario, no me arredra la soledad que encuentro como el estado más propicio para la contemplación del mundo interior. Me cuesta relacionarme y amo caminar por parajes nada frecuentados y afligidos por la soledad. Creo que me gustaría el desierto, esa maravillosa sensación del silencio absoluto.

Hoy he hecho una caminata moderada acompañado por la música de mis auriculares. Ha habido algún momento hermoso, de sentimientos poderosos con el cielo por encima de mí y el mar en las plantas de mis pies. El cansancio es bueno, le decía a mi hija el otro día; el cansancio extremo –que no ha sido el caso de hoy pues han sido poco más de veinte kilómetros- nos abre a estados de conciencia que nos permiten experimentar realidades no accesibles en otros momentos.







jueves, 12 de junio de 2014

Pensamiento crítico



 Ayer salí con mis alumnos a un centro tecnológico de Cornellà en una visita sumamente interesante. Ellos se cansaron pero el profesor fue una esponja y asimiló información que nos iba llegando desde los diferentes monitores. Una de las frases que retuvo mi atención fue la idea de que el Citilab fomenta el pensamiento crítico entre los ciudadanos que van a aportar sus ideas o a recibir cursos e información. Aquello me hizo pensar sobre la naturaleza del pensamiento crítico y su utilidad para la población en general.

Mientras iba visitando el centro me interrogaba sobre eso que se llama pensamiento crítico con el que supongo que la totalidad de los visitantes del blog estarán de entrada de acuerdo en grado máximo. ¿Qué es pues pensamiento crítico? Lo primero que me viene a la mente es un pensamiento que observa la realidad a todos los niveles, desde el más cercano al más abstracto, y la somete a evaluación no quedándose con el primer nivel que es la apariencia inmediata. En efecto, la realidad que recibimos por nuestros ojos y por nuestros oídos está sometida a elaboración ideológica por poderes que desean conformar nuestra mente en torno a valores que ellos han elegido. Así es toda la información que recibimos a través de los medios de comunicación así como los mil y un mensajes que nos llegan a través de tantas y tantas personas que tienen relación con nosotros. La principal actitud ante la información que nos llega desbordándonos es la duda metódica. Nada suele ser lo que parece. Siempre hay algo oculto o muchas cosas ocultas. Intereses políticos o ideológicos. Creemos que somos escasamente importantes como individuos, pero hay poderes muy fuertes a nivel mundial, a nivel nacional y nivel regional que quieren hacernos perfectamente transparentes para ellos de modo que nos puedan moldear en torno a algo que interesa a alguien. Así son los intereses políticos, deportivos, ideológicos, recreativos. Nada es inocente. Todo está vertebrado por un intento de manipulación en mayor o menor medida. A veces nos damos cuenta si la manipulación choca con lo que creemos nuestra forma de ver las cosas, esa que creemos haber elegido. Que creemos haber elegido. Desde pequeños se nos ha conformado desde la familia, la escuela, la televisión, la publicidad, la prensa, el cine. Y la pregunta esencial para mí es ¿por qué pienso lo que pienso? ¿qué factores me han llevado a una visión del mundo? ¿Ha sido mi propio análisis propio y personal de la realidad o simplemente me he ido mimetizando con mis semejantes que me han impregnado de sus creencias? Esto vale para un club de fútbol, para una emoción nacionalista, para una creencia religiosa, para una percepción humanista o una pulsión violenta.

El pensamiento crítico es el que se interroga sobre lo que piensa y sus orígenes, que pone en duda sus convicciones más arraigadas fundamentadas esencialmente en emociones. Sí, las emociones suelen ser la mayor parte de nuestro hábitat mental. Si yo me junto con personas que tienen emociones, si desde pequeño me educan en torno a unas emociones que se exaltan y que se comparten estimulando nuestra faceta más comunista (de comunidad), si yo siento placer en responder a unos símbolos con adhesión sentimental... yo formaré parte de un völk y lo elevaré al plano ideológico, metafísico y político. Además tendré la percepción de que ha sido elegido libremente por mí. Esta convicción de la libertad con que he elegido es el mayor peligro porque nadie elige con libertad completa. Nuestras ideas son sumas de sumas de retazos que andan estructurados para influenciar nuestros cerebros que suelen ser acomodaticios y perezosos. Nos gustan las convicciones. Nos gusta pensar que tenemos convicciones profundas. Que han salido de nosotros por un proceso de análisis racional pero esta racionalidad es posterior a la emoción que está en la base de todo. De hecho racionalizamos las emociones para ser solidarios con nosotros mismos. Cuando creemos ver el mundo diáfano y meridianamente claro es el momento de dudar de esa certeza, sea la que sea. El pensamiento crítico no es ser radical contra el poder, contra la Corona, contra el Estado, contra el capitalismo, contra los bancos. Puede que sí o puede que no. Depende. Hay muchos lugares comunes en el radicalismo así como en el conformismo. Un punky que quema contenedores y revienta las cristaleras de los bancos no es más libre que yo, aunque él juzgue a la masa como borregos institucionalizados. Él por un acto de fe se sitúa fuera de algo que no tiene fuera. Todos estamos dentro, somos un entramado de células vivientes y aparentemente racionales que se creen libres, pero en buena manera estamos condicionados por la biología, por la genética, por la propaganda, por la familia, por nuestra psique que tiende a la búsqueda del placer en determinadas emociones.

No hay nada que me perturbe tanto como cuando descubro a alguien que se siente perfectamente coherente consigo mismo, que tiene sus ideales plenamente enraizados en la comunidad, que se cree sujeto de certezas inconmovibles sean las que sean, que se cree libre y digno. Si a esto se une el que una su libertad a una bandera, a un himno, a un libro, a una historia, a su propia percepción de sí mismo como sujeto crítico... me dan ganas de reír. Nadie es totalmente libre, todos somos hijos de algo, nacemos de algo, nos hemos criado en algo.

El principal valor del pensamiento crítico es dudar de nosotros mismos como capaces de un conocimiento racional y objetivo. Pero esto no es la norma. Suelo encontrar más personas convencidas que dubitativas y que además lo expresen. Supone en muchos casos quedarse solo sin el calor del fuego compartido o del fuego que nos da el sentimiento de convicción profunda.

¿A que no saben a quién estoy leyendo?

A Kafka junto a una biografía absorbente sobre sus años más creativos.

Lo que nos seduce de Kafka es su realidad impotente, su confusión, el sentimiento de extrañeza, el miedo, la duda, la burocracia aplastante que lo rodea, un sentimiento de onirismo que vertebra la visión de las cosas, todo eso junto a un sentido del humor extraño. 


Y ahora, una sonrisa por si nos despertamos algún día convertidos en cucaracha tras haber estado convencidos de algo muy serio. 

lunes, 9 de junio de 2014

Marianela lee a Bartleby y el profesor se queda perplejo.



 Soy profesor en la secundaria desde hace muchos años, tal vez demasiados.  En mi retina van quedando retratos de algunos alumnos cuyo perfil me resulta sugerente y atractivo. Un año es fuente de algunos de estos daguerrotipos que imagino en blanco y negro vistos desde mi perspectiva escéptica de profesor en el aula, invadida de pájaros negros en la noche.

Marianela es una muchacha dominicana que repite primero de ESO. Su mirada es viva y sus ojos son oscuros como carbones encendidos bajo sus gafas de concha. Es maciza y su imagen sugiere solidez. No hace nada en mis clases ni en ninguna otra. Sabe que, como es repetidora, pasará automáticamente de curso y no necesita esforzarse. No molesta en clase. Es discreta  y suele sonreír siempre. Parece pasárselo bien.  No hace ningún ejercicio de los que mando. Se sume en una pasividad holística expresada con un estilo elegante y refinado. Parece no hacer ningún esfuerzo en ese no hacer nada, sale de ella con una naturalidad avasalladora. Me preocupo por ella, intento saber a qué se debe su pasividad radical. Un día mientras sus compañeros realizaban ejercicios la vi con un libro sobre la mesa, un libro forrado de color lila.  Fui hacia ella y le pregunté qué leía. Me enseñó la página donde aparecía el título. Era Lo que esconde tu nombre de Clara Sánchez. Fue una sorpresa que me agradó. Le pregunté si leía mucho y me dijo que sí. Le comenté que podía utilizar sus lecturas para pasar la materia de castellano. No me dijo nada. Pensé que se aburría en clase con la materia oficial y que ella iba a su aire. El profesor tiene una escondida predilección por los outsiders que re rebelan creativamente contra el sistema. Pensé en ella durante unos días buscando cómo incorporar su afición lectora a la asignatura de lengua.

Otro día me enconé y les dije a todos los alumnos de Primero A que no saldrían al patio a la hora si no terminaban la tarea. Todos la acabaron más o menos bien menos ella que se mantuvo pegada en su asiento de madera sin decir nada. La clase había quedado en silencio y vacía,  todos se habían ido. Se oía el rumor de gritos en el patio de todos sus compañeros. Marianela no había hecho nada. El folio estaba en blanco inmaculado, pero había puesto el nombre, siempre lo hace y me lo entrega así. Le dije taxativo que no saldría al patio. Ella me respondió mansamente que le daba igual, pero que no lo iba a hacer. Me lo dijo con un tono firme pero sumamente respetuoso, en voz baja. Se lo dije varias veces pero no obtuve sino la misma respuesta. Me quedé desarmado ante su contundencia y su resistencia pasiva. Me pregunté a mí mismo qué podía hacer, pero algo me vino a la mente como un relámpago. Le dije ilusionado –creía estarlo- que existía un libro con un personaje como ella, que era un relato corto de noventa páginas. Marianela inmediatamente se interesó por el libro. Se lo escribí en la pizarra: Bartleby el escribiente, ese personaje de Melville que con una mansa firmeza reitera una y otra vez que preferiría no hacerlo, a su jefe. Al final, pasados diez minutos del patio, le dije que podía salir sin haber hecho nada de la tarea. Me quedé tan perplejo como el jefe de Bartleby cuando le mandaba que hiciera determinados trabajos y solo recibía la inevitable respuesta de su empleado. Entendí su perplejidad.  

Días después la volví a ver sin hacer nada de lo prescriptivo y leyendo con cara risueña. Cuando me acerqué quiso esconder el libro con rapidez, pero le pedí por favor que me lo enseñara. Lo tenía forrado de color verde. Era una edición antigua de Bartleby el escribiente de Melville en  la editorial Bruguera que no sé dónde había encontrado. Ella me miraba con sonrisa irónica y no decía nada. Hojeé el libro encontrando algunos párrafos subrayados. Retuve alguno de ellos que luego busqué en mi edición en casa ya. Le pregunté que por qué, pero ella no dijo nada. Solo se encogió de hombros y me señaló el libro en la página 56. ¿Por qué? Repetí. Miré con mis gafas progresivas el texto señalado con lápiz y leí atentamente:

“Pero qué objeción razonable puede tener para no hablar conmigo? Yo quisiera ser un amigo.

Mientras yo hablaba, no me miró. Tenía los ojos fijos en el busto de Cicerón, que estaba justo detrás de mí, a unas seis pulgadas sobre mi cabeza.

¿Cuál es su respuesta, Bartleby? –le pregunté, después de esperar un buen rato, durante el cual su actitud era estática, notándose apenas un levísimo temblor en sus labios descoloridos.

-       Por ahora prefiero no contestar –dijo, y se retiró a su ermita”.

Hoy ponía las notas medias del curso y Marianela suspendía claramente en las tres evaluaciones. Su nota media es un dos, una de las más bajas de la clase. Sin embargo en otra asignatura de Lectura que le doy a otra hora, suele sacar buenas notas y cuando ha de hacer alguna redacción, ella escribe con ingenio y soltura, con mucha mayor creatividad que sus compañeros. No me explico este comportamiento errático, pero sé que me desarma singularmente. No solo eso sino que me conmueve y desconcierta. Nada hay que exaspere más un hombre que una resistencia pasiva; su mansedumbre llega a acobardarme. Nunca he entendido mejor al jefe de Bartleby como yo ahora con Marianela. Sin duda es una muchacha sorprendente, pero no sé exactamente qué tiene de extraordinario. Tal vez para este verano le hable de otro libro para recuperar la materia en septiembre, pero no sé cómo reaccionará.

Quizás también prefiera no hacerlo. 

Sin embargo el otro día, la miraba distraídamente durante un examen que dejó en blanco y creí que me guiñaba un ojo. 

¡Oh Bartleby! ¡Oh humanidad!





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