No suelo ver la televisión, solo las noticias y pronto
dejaré de ver el telediario de la primera en cuanto el PP se haga con el control político e ideológico de la cadena.
La otra noche, coincidiendo con no sé que trascendental partido de la Champions (!), cambié de canal y me fui
a Antena 3. Allí estaban emitiendo
un programa que supongo que conocéis y que se llama El hormiguero que conduce Pablo
Motos. Nada reseñable. Pero todo cambió cuando advertí que los visitantes
de la noche eran un guerrero masái y
una bella mujer llamada Eugenia Silva,
especialista en moda y tendencias fashion, modelo y licenciada en Derecho, además de colaboradora con diversos proyectos humanitarios.
El guerrero masái respondía
al nombre de William pero tenía otro
nombre en lengua maa que no apunté.
La situación me atrajo. Nada más ni nada menos que un guerrero masái vestido a la usanza tradicional,
estilizado, hermoso, sonriente... que venía con una atractiva joven a presentar
una colección de sandalias de la marca Pikolinos
que se fabrican originariamente por más de 1400 mujeres masái entre Tanzania y Kenia y que
son terminadas de montar en España. Eugenia nos mostró las que llevaba y
eran muy hermosas.
Pablo Motos
entrevistó al guerrero masái cuya
amplia sonrisa era elocuente. Pero algo no funcionaba. El ambiente del
programa, el tono de la conversación, los aplausos del público, los sonidos de
fondo... me parecieron de un extremado infantilismo y sentí la impresión de que
aquel guerrero estaba siendo trivializado y banalizado en aras de un
espectáculo televisivo que me resultó pueril. No por lo que dijeron. William contó como a sus dieciocho años
mató a un león en una prueba iniciática que tienen que pasar todos los
guerreros masái. Afirmó no temer a la
muerte ni a nada, porque un masái no
teme a nada. Sabe que nace y que ha de morir. Expuso las diferentes
concepciones del tiempo en las culturas africanas sin reloj y el estrés europeo
donde todo es impaciencia. El entrevistador le preguntaba por sus andanzas en Masai Mara, por el peligro nocturno de
encontrarse elefantes furiosos, hipopótamos o leones, y William respondía en inglés con extrema amabilidad y cordura.
Aquello me estaba resultando agradable, pero a la vez deploraba que la cultura masái, una cultura indígena más en
trance de reducción y globalización, participara de un programa espectáculo en
que se reían las supuestas gracias y se sucedían los aplausos programados del
público. El guerrero masái regaló a Pablo Motos una manta tejida en su
tierra y una pulsera que se quitó de su muñeca. Luego hubo de pasar diversas
pruebas como saltar en una cama elástica, lo que se tomó con buen sentido del
humor. Sin embargo, yo pensaba que todo aquello me estaba resultando pueril,
que nuestro mundo es infantiloide y banal, y que aquel guerrero probablemente
estaría pensando que los europeos somos como niños. Pero su pueblo forma parte
ya de la sociedad del espectáculo y cada vez es más penetrado en sus modos de
vida por las concepciones occidentales y la globalización. No son tontos y
saben que resultan exóticos y que son fashion
su aspecto, su estatura, su artesanía, sus leyendas y su carácter irreductible
que lleva a que nunca los masáis
hayan sido esclavizados... Sentí entonces el peso tremendo de un mundo que ya
no permite la diferencia, que solo es posible en el aislamiento cultural o en
contacto con otros pueblos semejantes. Sentí que nuestra civilización es
infantil a la vez que depredadora y que no lograba dar sentido a la existencia
como la que tan clara tenía aquel joven masái
que miraba con firmeza y seguridad y afirmaba no temer a la muerte, ignoro
si porque dentro de sus creencias místicas y religiosas, las cosas tenían un
orden y sentido y el universo tenía alguna armonía que nosotros desconocemos.
No sé, sentí una honda inquietud por que aquel guerrero formara parte de una
empresa dedicada a la moda glamourosa
y a la frivolidad que trae productos masái
que son vendidos a altos precios como complementos exóticos. Sin embargo,
esta realidad estaba permitiendo que mil cuatrocientas mujeres masái recibieran algo de
dinero a cambio de su trabajo e incluso que la empresa Pikolinos hubiera abierto una escuela en Tanzania como proyecto de colaboración cultural. Sentí que probablemente
todo aquello era bueno y que los masái, como
cualquier pueblo indígena, ha de integrarse, entrar en la globalización,
participar de la economía dineraria y los valores occidentales que intervendrán
para juzgar también sus costumbres ancestrales como la circuncisión de los
varones y la ablación clitorial que se practica a muchas mujeres. Acepté que
todo aquello formaba parte de una evolución lógica e inevitable, que los masái son un reclamo turístico más,
junto a los safaris fotográficos en Kenia
y Tanzania para occidentales
ansiosos de exotismo y con posibilidades económicas. Acepté que era imposible
la supervivencia de modos de cultura autóctonos y que todos los grupos tribales
que han mantenido sus diferencias han de pasar por el cedazo de la civilización
que conocemos, pero esta noche en que vi el programa y a William riendo y saltando en
una cama elástica, jaleado por los aplausos y risas del público, me pareció
sobrecogedoramente pobre nuestro mundo, pobre e inmaduro. Solo faltó que cambiara
de canal y entrara en Gran Hermano y
viera a otros jóvenes en una habitación haciendo no sé qué pero demoledoramente
imbécil, y me di cuenta de lo que les espera a estos masái cuando sean oportunamente reconvertidos a nuestros esquemas
no sé si llamarlos existenciales o esta palabra ya es demasiado grandilocuente
para reflejar lo que realmente parecemos.