Páginas vistas desde Diciembre de 2005




viernes, 3 de enero de 2014

El libro de mi vida



Quien pasee por las páginas de facebook o por las estanterías de las librerías no dejará de notar la abundancia insólita de sentencias, adagios y aforismos que expresan cómo deberíamos vivir, mostrándonos la dirección de nuestra existencia trayéndonos frases de famosos escritores que dejaron plasmada su concepción de la vida y que se condensa en una oración sentenciosa que parece irrebatible ya que nos lleva necesariamente a vivir el aquí y el ahora, a gozar del presente, a iluminar nuestro día a día con la luz de la esperanza, a saber que nuestros pensamientos son los que crean nuestra realidad... Me pregunto el porqué de esta saturación de literatura sapiencial en forma de píldoras benefactoras para nuestro sentido vital. No sé si son reflexiones que la gente se hace sobre su propia vida y que pretenden ser exportadas a los demás con la mejor intención del mundo. El que más y el que menos tiene unas frases que evidencian el verdadero sentido de la vida. Además existe una prolija lista continuamente renovada de libros de autoayuda que baten records diciendo quién se ha llevado el queso... o los periódicos tienen secciones de psicología práctica en que se nos enseña cómo tenemos que tomarnos la vida.

Sin embargo, cuando leo que alguien me proyecta una frase de esas, me sumo en el sopor y deslizo mi mirada hacia otro lado. No hay nada que me desagrade tanto como la necesidad de exportar fórmulas de vida bienintencionadas que no sirven para nada. Son solo frases huecas por brillantes que puedan parecer y por ilustres que sean sus autores. No creo que la vida pueda ser concentrada en una sentencia. Nacemos a la vida sin manual de instrucciones y hemos de aprender a navegar en ella creando nuestra propia sabiduría que raramente será exportable. Bastante tenemos con aprender a vivir como para ser además instructores de la vida de los demás. La sensación que nos produce vivir es perplejidad. Nada hay totalmente cierto, todo es inestable, no hay formulación por precisa que pueda ser que no sea rebatible. Nos movemos en un mundo de realidades contradictorias, en un mundo de sombras, en un mundo de incertidumbres en que el día a día es enigmático sumidos en el tic tac del reloj inexorable que nos conduce a la muerte. Y, sin embargo, hemos de extraer un sentido a nuestros días para que nuestra vida adquiera densidad. Hemos de aprender a reír en medio de la tormenta sabiendo que en el fondo todo es una broma gigantesca, incluso a veces bastante macabra. En pocos días me he enterado de personas ligadas conmigo por la amistad que han sufrido anginas de pecho, cáncer o que padecen Parkinson. Y me asombra y maravilla la fuerza que saca a veces el ciudadano anónimo para enfrentarse a su devastación y enfermedad. Los seres humanos se hacen grandes en la dicha pero especialmente en la desgracia. Somos pasajeros de un tren que no lleva a ninguna parte. O eso intuimos. Entretanto jugamos, entretanto reímos, entretanto leemos o gozamos de las cosas. A veces con la inconsciencia de ponernos una venda delante de los ojos no queriendo saber. Saber es complicado.

Estamos abocados a la nada, de ella venimos y a ella volvemos. En realidad es bastante divertido y ello quita drama al asunto. Lo más que podemos hacer es dibujar un perfil propio, dejar un esbozo de nuestro paso por el mundo que percibirán quienes estén cerca de nosotros. Aprendemos cada día que se abre paso en el devenir del tiempo. Hay pocos seres realmente personales y originales. La inmensa mayoría somos ecos de otros ecos. Pero aun siendo ecos podemos aspirar a vivir personalmente a pesar de que nuestras cartas estén marcadas.

No hay nada tan apasionante como la aventura de vivir sin fórmulas, sintiendo el vértigo del tiempo en nuestro rostro. Yo suelo escribir sobre mi día a día, queriendo dejar constancia del tiempo vivido. A veces escribo con profunda desesperación y a veces lo hago con esperanza, a veces con temor,  a veces con euforia o alborozo. La vida es una partitura compleja que me gusta disfrutar lentamente. No me molestan los momentos de oscuridad, los sufro como una parte del conjunto y procuro no hundirme en ellos demasiado. Sé que son tan impermanentes como los momentos de gozo. Sé que estoy en tránsito en un tren espacial que me lleva irremisiblemente a algún lado pero no sé adónde. Esto tiene su qué.

Hubo un tiempo en que busqué en la buena literatura fórmulas de vida, cuando los libros de autoayuda todavía no se habían popularizado. No me sirvieron para nada excepto para disfrutar de la buena literatura. Y algo he aprendido para comprender mi propia existencia y es que solo el arte nos ayuda a descifrar el enigma del tiempo. Solo el arte nos lleva a trascender, a saber que somos muy relativamente importantes, que solo somos un instante de luz en medio de las sombras. Esto me consuela de mi tendencia al narcisismo, una dolencia que me aqueja pero que sé poco importante.

A veces sueño con haber sido artista, músico, actor, viajero, bailarín, escritor, cartero, impresor, hippy, poeta... pero solo he llegado a ser profesor en la secundaria, un profesor sin demasiado éxito y que se siente alejado de la profesión. Intento conjugar todas mis contradicciones sabiendo que son irresolubles.


Pero al final suena una canción alegre y me pongo a bailar. O si no, me pongo a leer o me voy al cine, o me abrazo por las noches a quien me ofrece puerto seguro en la vida, o converso con mis hijas adolescentes o me pongo a gritar cuando pasa el tren y así alivio mi angustia de vivir, un vivir en que sé que las fórmulas son palabras, solo palabras que tal vez sirvieron al que las escribió, pero que yo sé que he de ser yo mismo el que escriba el libro de mi vida.

sábado, 28 de diciembre de 2013

El peor pecado de nuestro tiempo



Paso unos días con mis sobrinos gallegos. Tienen nueve y diez años. Son unos niños totalmente normales, como sus compañeros, como la inmensa mayoría de los niños de su edad. Los observo y juego con ellos estos días de Navidad. Para ellos el tiempo pasa al lado de una pantalla, sea el ordenador, el teléfono móvil de otros tíos, la Wii, la tableta que compró su madre. Ahora tenemos dudas sobre qué regalarles para reyes, pero en el ambiente está una cónsola Nintendo DS2 o DS3 sobre cuyas peculiaridades he de imbuirme estos días. Ya me he enterado de precios. La posibilidad de regalarles algún juguete de esos que aparecen en catálogos resulta totalmente lejana. Ya no se sienten atraídos por esos artefactos que pertenecen a años anteriores. Ahora tengo a uno de ellos jugando a un juego interactivo en el otro ordenador. Está absorbido totalmente por la virtualidad del juego. Antes jugaba con el iPhone de un familiar hasta que se ha ido. Esto ha sido después de haber visto en la tele una película de acción que grabamos. Mañana iremos a ver una película en 3D, creo que bastante mala, que es Caminando entre dinosaurios. No hay ofertas más tentadoras para ver en el cine que eleven su cultura cinematográfica.

Su vida y sus intereses pasan por la pantallas y el movimiento vertiginoso de las imágenes. No les he visto coger un libro estos días, salvo para hacer deberes y uno de ellos ha estado leyendo una página lo que le ha supuesto un gran esfuerzo y no le he visto especialmente entusiasmado.

Es muy difícil que estas generaciones nativas digitales, habituadas a la velocidad del cambio de pantallas, y a los juegos de acción, puedan tener interés por lo que pasa dentro de un artefacto anticuado y lento como es un libro. Podemos hablarles de que los libros abren el camino a otras vidas, a otras experiencias, que desarrollan su imaginación, que amplían su cultura... pero tenemos la batalla realmente muy complicada ante los saltos intertextuales en internet y los juegos en red que generan una atención parcial discontinua y que les imposibilita seguir un desarrollo lento y moroso de lo que es un texto literario que es esencialmente lineal. Yo soy un lector contumaz, leo muchísimo, pero observo en mí que cuando leo una obra de ficción durante quince minutos, necesito desconectar durante dos o tres minutos y mirar mi correo electrónico con el iPad que tengo al lado, o mirar Facebook o las noticias del periódico. No soy capaz de mantener una atención continua durante largo rato. Mi mente está diseñada para la interrupción y lo fragmentario. Eso no impide que me lea uno o dos libros por semana, a veces de mil páginas, pero no puedo mantener la atención sin parar unos minutos para seguir posteriormente la lectura. Esto no es lo que recuerdo de mi juventud y primera madurez en que era capaz de mantener la atención durante largo tiempo en la lectura sin distraerme.

Me apasiona leer y captar el sentido unitario de una novela, a pesar de los lapsos de distracción que la van contrapunteando. Mi mente ha sido modificada por la irrupción de internet y el mundo digital. Pero si yo me observo y considero que tengo una atención parcial discontinua, yo que he sido formado en la disciplina lectora de otro tiempo, ¿qué será de estos muchachos que navegan libremente por internet desde los seis o siete años, si es que no han tenido acceso a smartphones y tabletas desde que tenían  dos o tres años como sé positivamente que sucede en bastantes casos?  Nuestro cerebro se ha adaptado a otro tipo de tempus narrativo en el que suceden cosas continuamente y a velocidad frenética, además de ser fragmentario y cambiante. No se soporta la continuidad y la estabilidad ni por supuesto la lentitud o los tiempos muertos. Por eso la gran tortura que supone para los niños y adolescentes el aburrimiento, acostumbrados a la acción sin parar.

Recuerdo que Juan Ramón Jiménez niño pasaba largas horas en su jardín de Moguer mirando la cambiante luz, la forma de las hojas de los árboles, los juegos de sombras, y escuchando el murmullo de la fuente, la campanadas de la iglesia, los trinos de los pájaros, y se sumía en una quietud contemplativa de la realidad que le llevó a desarrollar profundamente su imaginación poética.

Hoy los niños viven en realidades esencialmente virtuales y artificiales, tienen graves dificultades para observar el mundo que no pasa por una pantalla a ritmo rápido y con ágiles efectos especiales. Su realidad es lo que pasa dentro de una pantalla grande o pequeña, y lo demás son interrupciones como las clases, como los libros, como las conversaciones hacia las que no se sienten nada predispuestos. No es casual el cambio que se ha operado en la docencia en la que recuerdo hace veinte años una sensación de continuidad y de facilidad para mantener la atención, frente a la inestabilidad de la mente de los niños y adolescentes (y adultos) de hoy en día que necesitan vitalmente la interrupción, el cambio de ritmo, la sucesión de estímulos cambiantes que mantengan su mente en estado de alerta. Sencillamente no pueden mantener la atención, es para ellos una tortura, su mente no está diseñada para ello.

No sé qué consecuencias puede tener para la continuidad de nuestra civilización la formación de generaciones tan inestables y fragmentarias para las que el conocimiento del pasado es lejano, lento, aburrido, estático. Y por supuesto los libros, por bien intencionados que sean, forman parte de ese pasado que ellos no pueden soportar, ya que necesitan el estímulo de la recompensa inmediata cuya dilación es realmente abominable.


El peor concepto de este tiempo no es el relativo a la maldad, a la deformidad moral, o al crimen más abyecto. Todo esto se puede aguantar y comprender, pero lo que no se puede soportar es el aburrimiento. Las cosas pueden ser todo, incluido inmorales, pero no pueden ser aburridas.

viernes, 20 de diciembre de 2013

Y si se estuviera en un error…



Nuestro país está inmerso en una terrible crisis económica con seis millones de parados, una economía en estado de shock que no tiene mejores planteamientos para estimular el empleo que la construcción ya que no se alienta otro modelo productivo. El gobierno ha aprobado una larguísima lista de recortes del estado de bienestar que llevan a la privatización de servicios públicos, la precariedad de los más desfavorecidos, la congelación de las pensiones, el retraso de la edad de jubilación, una reforma laboral que deja a los trabajadores sin derechos, a la que todavía se exige desde la OCDE que sea más restrictiva y abarate el despido... Son cosas que todos sabemos y solo menciono de pasada.

Además de la crisis económica profundísima, hay una crisis institucional que empieza con el descrédito de la monarquía envuelta en la corrupción y en actitudes nada ejemplares, el descrédito del sistema representativo y el monopolio de los dos grandes partidos, la percepción pública de la alarmante corrupción que han traído los años del pelotazo, la sensación de impunidad de los culpables de corrupción, la manipulación del sistema judicial para taparla, la pérdida de toda credibilidad del tribunal Constitucional al que se sabe parcial y al servicio del PP, el declive del PSOE, inmerso en una tremenda crisis de identidad y que arrastra sus legislaturas anteriores de miopía estructural y optimismo de un líder al que no se puede calificar sino como un ingenuo tonto, la pérdida de fe de la juventud en el país y sus expectativas que llevan a que los mejores tengan que abandonar España en busca de futuro perdiéndose así la inversión hecha en su formación...

Pero esto no acaba aquí porque tenemos, aunque no la queramos ver, una aguda crisis del sistema territorial que va a llevar a un conflicto morrocotudo con la cuestión catalana a la que desde Madrid, gobierno y oposición miran con distancia y menosprecio. El otro día decía este blog que Cataluña se está yendo de España, y no hay ninguna reacción sobre ello. Ayer un diputado socialista se mofaba en el Congreso, con palabras hirientes, sobre el hecho de que los catalanes se fueran a ir de España, y que para evitarlo habría que darles chocolatinas. Me pareció una inconsciencia tal que me llevó a pensar que desde el resto de España no saben qué revolución se está operando en Cataluña en la conciencia social de un cada vez mayor rechazo a seguir unidos a España, arrostrando para ello todos los peligros con los que se amenaza a su economía como la salida de la UE o la pérdida del mercado español. Los catalanes son habitualmente conservadores por aquello de que la pela es la pela, pero observo una saturación tal en la percepción de la unión con España, que están sacando la rauxa que los impulse definitivamente a la independencia. Opción que no es una broma, advierto. Yo la tomaba así hasta hace poco, pero progresivamente me voy dando cuenta de que esa crisis en todos los sentidos de España como proyecto estimula, con una pasión difícilmente comprensible para el que no vive en Cataluña, una querencia formidable a iniciar un camino en solitario, por doloroso que sea ese proceso. Y se sabe que va a ser doloroso pero se considera necesario.

Se puede ilegalizar la consulta prevista y lograr que no se haga, pero no se podrá evitar la convocatoria de elecciones plebiscitarias que tengan la independencia como eje. Y que nadie dude del resultado de las mismas, saldrá mayoritariamente, sobre todo si el estado sigue sin reaccionar e ignorando cualquier atisbo de diálogo. Esta es la percepción desde aquí. ¿Qué pasará si el Parlament aprueba una moción unilateral de independencia por mayoría de la cámara? Quedará la opción de suspender la autonomía catalana y encarcelar a Artur Mas, pero ello será imposible de ejecutar. El estado no está en condiciones de controlar la administración catalana con decenas de miles de funcionarios que no obedecerían las órdenes impuestas. El conflicto sería terrible, y llevaría a la movilización de millones de personas en las calles que considerarían a Artur Mas como un mártir.  Un aspecto fundamental es que las masas son las que están llevando la dirección del proceso antes que los partidos políticos que son arrastrados por ellas. Alguien decía que el estado podría hacer intervenir al ejército, pero yo dudo que esto llegue a ser realidad. Por un lado el ejército español no está diseñado para intervenciones interiores, no es el ejército del franquismo, pero ¿alguien se imagina a los tanques patrullando por la Diagonal? El conflicto se internacionalizaría y cualquier error en la represión llevaría a una reacción tremenda de la población catalana que vería de nuevo allí a sus peores demonios históricos.

¿Qué debería hacer el estado para evitar esto? Dudo que pueda hacer nada porque las cartas están ya echadas y todos han asumido unos papeles trágicos que parecen irrevocables. Esto no parece que vaya con Rajoy, anclado en una visión sesgada y neofranquista,  que ignora totalmente qué está pasando y desprecia incluso la posibilidad de reunirse con Artur Mas. Psicológicamente es el proceso de negación de la realidad. Rubalcaba se ha atado al timón y ha perdido la oportunidad de ser un estadista sin ser capaz de ver más allá de sus narices, tal vez por temor a ser tachado de antipatriota. Es la ceguera española lo que va a llevar a la catástrofe dolorosa de la independencia de Cataluña que yo percibo con un íntimo temor porque estimo que España es una parte esencial del alma de esta tierra. No quiero una Cataluña pura enfrentada a España.

Solo quedaría aceptar el referéndum, negociarlo con los partidos catalanes e intentarlo ganar con generosidad, demostrando que esa unión no es una imposición sino una necesidad que no proviene de la amenaza ni del odio o del menosprecio. Los padres de la Constitución Miquel Roca i Junyent y Herrero de Miñón recientemente han afirmado que el problema no es constitucional sino político, que depende en realidad de la voluntad política y no de la letra de esa carta magna que también, como sabemos, está en profunda crisis.

Haría falta visión política e inteligencia. Y yo añadiría que fe en España como proyecto compartido porque no debería permitirse que una región tan importante como Cataluña pudiera sentirse aplastada. ¿Por qué no reconocer que tienen derecho a expresar su opinión? ¿Por qué darles la impresión de que están por la fuerza? Si el estado se sintiera fuerte no dudaría en aceptar el reto. Y no dudo de que actuando con astucia y generosidad lo ganaría. Pero si todo sigue así, la independencia de Cataluña será irremediable y además en breve plazo. Pero será muy doloroso para todos.



martes, 17 de diciembre de 2013

Del aburrimiento como una de las bella artes



No hay nada que se tema más en esta sociedad que el aburrimiento. No soportamos estar aburridos, no soportamos que nuestros hijos digan que se aburren. Inmediatamente nos rebelamos contra tan horrible estado y propugnamos actividades y nuevos estímulos que nos saquen de tal abominable sensación de postración anímica. Tenemos que llenar el tiempo de actividades para salir del aburrimiento. Ayer caminaba por la calle para comprar el pan y me encontré con dos personas que andaban cerca de mí totalmente abstraídos en el móvil. De igual manera cuando estoy esperando a que comience una película, hay numerosos espectadores que matan el tiempo enviando wassaps; en el metro o el autobús, para qué decir, la mitad del vehículo está manipulando el móvil. No se soporta el tiempo vacío. Es una especie de horror vacui el que ha invadido nuestra época, y hemos de estar llenando de cosas intrascendentes el tiempo.

Recuerdo que hacia 1987 me recluí en un pueblo de las Alpujarras de Granada en pleno invierno y comienzos de la primavera. Pasé allí dos meses esperando la llegada de una mujer que me sacaría de allí. Me había llevado numerosos libros en una caja voluminosa. Era invierno y anochecía pronto, y pronto observé que el tiempo se hacía elástico e interminable. Estaba en una fonda con vistas al valle de los Bérchules, me atendía una señora mayor que quería alimentarme bien. Leía cada día varias horas, pero me terminaba cansando y las tardes se me hacían eternas. Comencé a llevar un diario detallado de todo lo que pasaba por mi ánimo, incluidos los frecuentes sueños que me asaltaban. Empecé  a sentir angustia por mi soledad en las montañas que plasmaba en mi diario. Tenía mapas de las Alpujarras e hice numerosas caminatas de veinte, treinta y cuarenta kilómetros que me ocupaban todo el día. Hablaba con los pastores preguntando los nombres de las plantas. Me invadía una sensación de infinitud caminando ocho o diez horas hasta llegar al atardecer. Alguna noche incluso, con un planisferio celeste, observaba el cielo e intentaba descubrir las constelaciones. Solía a veces ir al bar del pueblo a tomar unos vinos y hablaba con la hija de la dueña, veía la televisión. Todo era un cúmulo de sensaciones que se me producían en la soledad casi absoluta en que estaba. El tiempo iba pasando y la primavera se aproximaba. Escribía cartas a Barcelona y alguna vez me llegaba contestación lo que me producía júbilo.

 Me sumergí en el tiempo lento de las montañas en esas tardes de invierno y me terminé acompasando a él. A veces sufría y a veces gozaba. Recuerdo una tarde a las cuatro en que se puso a nevar suavemente y salí alborozado a andar varios kilómetros bajo la nevada. Tuve entonces una revelación porque mi espíritu se había hecho ágil y ligero, era como si mi mente se hubiera identificado con ese fluir pausado del tiempo y apuntara grácil a la esencia de las cosas.

En esos meses me tuve que relacionar íntimamente con el tiempo para llenarlo con algún sentido. Y no es que me planteara cuestiones de cómo llenarlo. No, surgió espontáneamente y caminaba y escribía y leía en una mezcla que no puedo recordar sino como densa y enriquecedora. Fue un tiempo en cierto sentido doloroso y a la vez profundamente productivo. No pude aburrirme aunque a veces se me echaba el tiempo encima y miraba las nubes encima de las montañas, e intentaba describirlas con palabras y dibujarlas. Por la noche era una mezcla de insomnio y sueños muy agitados, algunos eróticos.

Recuerdo aquellos dos meses como un espacio singular en mi vida. Tengo el diario que escribí, e incluso sin él casi puedo recordar con todo tipo de detalles lo que viví con una intensidad muy potente. No sé si fui feliz o todo lo contrario. De todo hubo, pero lo cierto es que aquel tiempo aparentemente vacío se lleno de significado y hoy día es un tiempo realmente prodigioso en mi memoria que lo ha despojado de sus aristas más cortantes.

Por eso no hay nada que me guste más que el tiempo vacío, me inquieta el frenesí de tener que llenarlo a toda costa. Me gusta esa sensación de no tener que hacer nada y perderme en la madeja del tiempo, lo que hace que surja inevitablemente la necesidad de la creación, de la escritura, de la lectura, de la observación del interior y del exterior.

Dicen que el aburrimiento lleva a buscar nuevas salidas, que es la antesala de la creatividad. Y cuando no permitimos que nuestros hijos tengan ese tiempo que supone aburrimiento e inmediatamente intentamos llenárselo porque lo consideramos inaceptable, estamos condenándolos a la pasividad que exige que hemos de llenar el tiempo continuamente con estímulos salidos del exterior que mantengan el ritmo de novedades constantes que parece ser la clave del asunto.

La expresión de que las cosas son aburridas es frecuente entre adolescentes: las clases son aburridas, los libros son aburridos, las actividades son aburridas. Yo los enviaría sin móviles un par de meses a convivir en la naturaleza para que descubrieran el placer de convivir, de hacer caminatas, de hacer un fuego compartido, de cantar, de escuchar historias, de comer con hambre, todo eso que la sociedad frenética impide y bloquea intentando llenar de información inútil todo segundo de la existencia para impedir el aburrimiento, pecado nefando en nuestro tiempo.



Selección de entradas en el blog