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miércoles, 15 de febrero de 2012

El resplandor y Mohamed



Hoy ha vuelto a clase Mohamed. Es un alumno de este cuatrimestre del crédito de cine de terror. Apenas lo conozco pues el grupo acaba de empezar el ciclo. Hoy pasábamos una segunda sesión de El resplandor de Stanley Kubrick. Mohamed ha estado varias sesiones sin venir a clase. Lleva las manos vendadas por las quemaduras que sufrió en el incendio de su hogar. Fue noticia en toda la prensa. Un incendio de madrugada en el piso de su familia calcinó totalmente la vivienda. Una hermana suya de siete años murió abrasada en el suceso. Su padre, desesperado, sufrió graves quemaduras intentando salvar a los cinco niños que había en la casa, pero no hubo posibilidad de salvar a la niña.

El colegio de la niña ha abierto una cuenta de solidaridad con la familia que ya estaba en una situación límite. La solidaridad ha funcionado y en alguna manera se ha ayudado a esta familia. Nosotros también hemos intentado ayudar económicamente a Mohamed que perdió todo en el incendio. Hoy venía con su nuevo ordenador portátil que cuidaba con sus manos vendadas.

Es un muchacho concentrado y serio. Hoy se ha dirigido a mí para decirme que no ha podido hacer el trabajo sobre la película anterior, Carrie. No ha hecho falta decir nada más. Le he dicho que como no pudo ver la película estaba dispensado de la presentación del mismo. Me ha asombrado su dignidad, su saber estar, el no reclamarse en ningún caso como protagonista y solo preguntar con timidez sobre el trabajo que había de presentar. Hoy mientras veíamos concentrados las imágenes en el hotel Overlook en que Jack Torrance enloquece en aquel invierno poblado de fantasmas en las montañas, pensaba en Mohamed y en la dimensión social de la escuela pública y me he sentido confortado porque, a pesar de nuestras limitaciones, luchamos en circunstancias difíciles contra la desigualdad y nuestros alumnos viven terribles dramas que no ignoramos y que están detrás de sus vidas. 

La música de Bela Bartok acompañaba las imágenes en ese blanco laberinto de la tragedia. 

domingo, 12 de febrero de 2012

Educación en valores




Somos células teledirigidas a las que se permite ver la televisión y usar internet sabiendo que somos totalmente inocuos pese a nuestras pretensiones críticas y analíticas. El ciudadano del siglo XXI probablemente tiene más elementos de información que ninguno de cualquier otra época. Nunca la información ha fluido con tal potencia y diversidad. Se puede elegir entre miles de canales de televisión digitales, emisoras de radio alternativas, libros, prensa, internet, librerías que están llenas de tomos de pensamiento crítico...  Es posible que no haya habido una época más pródiga en información y a la vez más limitada y controlada.  Uno tiende a pensar que nos dejan coquetear en esta parte del mundo con la sensación de ser libres y críticos, como si estuviéramos metidos en una caverna en la que se nos creara la convicción de nuestra libertad pero que en realidad no fuera sino una percepción limitada por poderes extremadamente potentes -económicos y políticos- que hubieran generado en nosotros dicha alucinación


Este es el primer capítulo del currículo del crédito de Educación en Valores que imagino -solo imagino- que impartiría a mis alumnos de cuarto de la ESO. Las próximas entradas irán incorporando nuevas aportaciones. 

jueves, 9 de febrero de 2012

El tribunal de la venganza



El llamado Tribunal Supremo ha perdido hoy toda dignidad institucional tras el fallo contra Baltasar Garzón por las escuchas del caso Gurtel que le han llevado a la inhabilitación por once años, lo que es suficiente como para apartarlo definitivamente de la judicatura. Le estaban esperando en tres procesos, todos inventados, para aplastar a este juez atípico que ha dado la vuelta a la jurisdicción internacional en la persecución de los delitos de genocidio lo que permitió la persecución de Pinochet o la Junta Militar argentina, que investigó los casos del GAL, o puso a la organización terrorista ETA contra las cuerdas, así como a su aparato político. 

Lo estaban esperando. Magistrados como Luciano Varela o Manuel Marchena acumulaban una inquina especial contra Garzón y nunca debieron formar parte del tribunal. Está claro que ha sido una venganza institucional y personal y no un fallo jurídico, aunque los monaguillos de la derecha más reaccionaria hoy celebran con champán el fallo diciendo que ellos siempre respetan y acatan las decisiones judiciales. Ponen cara de no haber roto un plato, y apartan definitivamente al que investigó la trama de corrupción más grave de la reciente historia de España, el llamado caso Gürtel que afecta de lleno al PP en su núcleo pero que ahora nos gobierna a todos los niveles. A todos, el judicial, también. 

No ha habido fallo jurídico. Ha habido un proceso "ad hominen" para anular a un hombre independiente, que se ha atrevido a remover la memoria histórica para abrir cauces a la revisión del genocidio perpetrado por el franquismo durante la guerra y tras la misma. Tampoco se lo perdonan, y daban igual los argumentos esgrimidos por las víctimas o el propio Garzón o el fiscal. La sentencia, igual que las otras que vendrán, están falladas de antemano en un alarde prevaricador que ofende a cualquier conciencia jurídica.

La derecha hoy brinda y jesuíticamente simula su acatamiento de la justicia, de la justicia que le interesa, claro está.

Como ha dicho Carlos Jiménez Villarejo, exfiscal contra la corrupción, este fallo es producto de "una casta al servicio de la venganza". Y avergüenza que esta mafia se llame "Tribunal" y "Supremo".

Malos tiempos para la Justicia. 

domingo, 5 de febrero de 2012

La irresistible tentación del abismo



Me atraen los perdedores, aquellas personas cuya vida no es una sucesión de éxitos sin final, o que en una jugada del destino pierden todo, o que su vida se encamina, más allá del espíritu de conservación, a una planeada o intuida autodestrucción... En el fondo no me atraen aquellos que hacen de la preservación o del interés en sobrevivir sanos y jóvenes el leitmotiv de toda la vida. Me atraen los suicidas, los depresivos, los personajes en el límite, los que buscan su autodestrucción, los creativos pero improductivos, los pasivos, los fracasados por mérito propio..., los que no hacen del culto al cuerpo o la salud el eje de su vida, los tristes, los que no cantan a la maravilla que es vivir a pesar de todo, los que bordean el lado oscuro de la vida, los que frecuentan el abismo, los que menosprecian las normas sociales cada vez más cerradas y opresivas, los que no se ajustan a la norma, los que no encajan, los que viven a su manera sin obsesionarse por permanecer jóvenes y exitosos, los que decaen, los viejos -legítimos derrotados-, los que se deterioran y la vida va dibujando la imagen del fracaso en sus facciones, los que no soportan la vida, los que huyen de ella, los miedosos, los que no pretenden ser héroes, los que son perseguidos por la desdicha, los que pierden todo por amor, los desencantados, los que lo intentaron y no tuvieron fuerza, los despechados, los que apuestan todo a una carta y pierden, los que persiguen el fracaso a conciencia perdidos en laberintos de desolación, los que no reclaman halagos y, a pesar de su hundimiento, no demandan compasión ni compañía... Me atraen los antihéroes de las novelas que se sumergen en su desdicha rigurosamente planificada como en un sueño.  Admiro a los que pierden, a los que apuestan todo a una carta perdedora, a aquellos que el destino juega malas pasadas y se sobreponen a la desventura, a los que no quieren dejar huella de su paso por el mundo y solo ansían el olvido, ni siquiera un epitafio consolador, a los que se dejan morir por pasión de la vida, a los que se envenenan lentamente o rápidamente, a los que siguen siendo buenos en su declive y en su tragedia

Amo a los que brillan con luz propia y en su cenit, se desploman y desaparecen perdiéndolo todo e iluminando nuestro camino. 

miércoles, 1 de febrero de 2012

Adiós, Fátima



Hoy he recibido un mensaje a través de facebook de una alumna, vamos a llamarla Fátima,  que me decía textualmente:

"Hola, profe yo me voy a Belgica por eso no pude venir a clase, nos vamos a mudar y todo lo que esta en casa ya se lo han llevado a Belgica, y yo ahora estoy en casa de mis abuelos en Vic y no puedo venir cada mañana a las 8:00, el viernes voy a venir y el domingo 5 me voy a Belgica adios".

Fátima es árabe y me tiene agregado como amigo en facebook. No sé nada, casi nada de ella. Es extremadamente discreta y nunca dirá una palabra de más. Es trabajadora, estudiosa, y merecía estar en un nivel más alto de tercero, pese a que la tutora nunca la apoyó ni me atendió en mis demandas. Ahora da igual. Fátima se marcha a Bélgica. Nadie sabía nada. Ni su tutora, ni yo, ni sus compañeros. Su silla y su mesa están vacías. Pese a su discreción, se ha despedido de mí a su manera. Yo le intentaba motivar con mensajes de confianza en sus posibilidades. Destacaba entre sus compañeros en un curso en que la inmensa mayoría son inmigrantes (todos menos uno).

No tiene nada de especial, me diréis, simplemente una alumna se ha trasladado de país a mitad de curso. Es cierto. Sin decir nada, sin transparentar nada, ha asumido que ese era su destino sin rebelarse frente a ello, sin decir una palabra de más, y trabajando con seriedad hasta el último día en que le han dejado venir a clase. No sé lo que sabía ella, de hecho no sé nada de nada. Sólo transmito mi perplejidad, mi desconcierto, mi tristeza, por la ya definitiva ausencia de una muchacha a la que le había cogido afecto. Supongo que esto es uno de los efectos de la crisis. No es el primer caso de muchachas que a mitad de curso se trasladan a un país nuevo   y del que desconocen todo, empezando por la lengua o el sistema educativo...

No sé qué me asombra más: si la discreción absoluta de esta muchacha que no reveló a nadie sus circunstancias o la sumisión total de ella a los designios de sus padres que la llevan a una realidad totalmente diferente.

He intentado llegar a su mundo a través de su perfil de facebook pero no se puede extraer nada salvo su gusto por una cantante rapera musulmana ataviada con velo, cuyo nombre no he logrado saber en el vídeo que publica en su perfil.

Sé que no volveré a verla nunca más. Fátima se desvanece, y me deja un resabio extraño de melancolía puesto que ignoraba cuánto la apreciaba, cuánto se aprecia a personas que pese a su aparente grisura nos dejan un pedazo de su corazón, de su tristeza.

Buen viaje, Fátima. No te rindas nunca ante las circunstancias, no dejes que otros decidan tu vida. Vales mucho. Adiós.

martes, 24 de enero de 2012

Probablemente la esperanza...



Probablemente la esperanza sea la virtud que ha de estar más equilibrada con otras en un profesor. Un profesor sin esperanza navega perdido por los mares de la educación. Un profesor ha de saber ver en esos muchachos desganados y que bostezan o que faltan a primeras horas de la mañana un signo de vitalidad que ha de ser sabiamente encauzado. Un profesor no puede -ni debe- aspirar a recibir de sus alumnos una dosis de confirmación de que está en el buen camino. No, el profesor puede no recibir ninguna señal externa por la que sepa que sus expectativas obtendrán un fruto. Puede que sus alumnos sean en buena parte apáticos, puede que estén inmersos en la montaña rusa de la adolescencia, en los equívocos espejos del narcisismo, de la desolación o del sentimentalismo sin objeto. Puede que todo lo que vea induzca estados de desesperanza, puede que él no pueda sentirse héroe o ni siquiera antihéroe... solo un trabajador esforzado que lucha contra la apatía y la desigualdad social, y que obtiene magros resultados...

Da igual. Lo importante es resistir. Continuar. Acechar.

Esperar. 

sábado, 21 de enero de 2012

Una lógica infantil


                                           Víctor Erice y Abbas Kiarostami
Hace dos días visité el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, lleno de una ingenua nostalgia. El director del mismo, Josep Ramoneda, ha sido sustituido por un nuevo director, Marçal Sintes, en mayor sintonía con el nacionalismo gobernante en Cataluña. La orientación universalista y multifacética del CCCB probablemente se convertirá en un enfoque más localista y nacionalista, en consonancia con los nuevos tiempos.

Disfruto, mientras llega la marea cuatribarrada, de las últimas muestras seleccionadas por la antigua dirección. Una de ellas es Correspondencias fílmicas. En ella se plantean diálogos entre cineastas de culturas distintas a través de cortos que se envían uno al otro. Cada sala recoge la proyección de estos cortos alternados.

Entre todos los posibles, elegí el diálogo entre el director español Víctor Erice (El sur, El espíritu de la colmena, El sol del membrillo...) y el director iraní Abbas Kiarostami (El sabor de las cerezas, El viento nos llevará...)

Víctor Erice planteaba uno de sus cortos dirigido a Kiarostami de un modo muy sugerente. En una escuela extremeña de un pueblo llamado Arroyo de la luz, el maestro les proyectaba a niños de unos diez años una película subtitulada de Kiarostami cuyo argumento conocemos a través de los comentarios posteriores de los niños que la han visto en la clase en penumbra. Imaginaos a un grupo de veinticinco niños totalmente fascinados viendo una película iraní subtitulada. Cuando acaba la proyección, el maestro les va preguntando sus impresiones y se va reconstruyendo el argumento del filme. Parece ser que en una escuela iraní un niño es castigado porque no hace nunca los deberes  del día siguiente. El niño tiene que trabajar en casa, cuidar a sus padres enfermos, trabajar el campo, ir a comprar. De modo que no puede hacer los deberes. El director le advierte que si al día siguiente no los hace, lo expulsará de la escuela. Este es el momento decisivo, porque un compañero suyo decide que aquella tarde le llevará los deberes hechos para que pueda presentarlos a su maestro. Para ello, ha de conseguir salir de casa, sin que sus padres sepan adónde va, e ir a otro pueblo donde vive el niño que necesita los deberes. Realizar el trayecto es complicado y debe correr diferentes vicisitudes y contratiempos. Pero consigue llevarle las tareas a su compañero. Cuando vuelve a casa, su abuelo se ha dado cuenta de la mentira de su nieto, y se expone el niño a un castigo por mentir y desobedecer...

En este momento el maestro de Arroyo de la luz les pregunta a los niños, que levantan la mano insistentemente para contestar, si creen que merece la pena desobedecer a los padres y engañar a los maestros para llevar los deberes a su compañero necesitado, y que si ellos hubieran hecho lo mismo... Todos los que intervienen, niños y niñas, hacen una valoración ética inmediata y afirman que está bien lo que ha hecho el niño que ha llevado los deberes a su compañero, aun desobedeciendo y mintiendo a sus padres, e incluso falseando la realidad en la escuela porque también mienten a sus maestros. Y sostienen que ellos también hubieran hecho lo mismo.

Víctor Erice termina la carta a Kiarostami, mostrando la evidencia de que los niños de culturas distintas (extremeña e iraní) reaccionan del mismo modo ante un problema ético universal porque en la lógica de los niños no existen las fronteras.

He querido traer esto a colación y había pensado contraponerlo a nuestro modo de funcionar como claustros en los centros de enseñanza. Me preguntaba si nosotros como adultos hubiéramos reaccionado con la misma lógica espontánea con que piensan estos niños de diez años. Me pregunto si la lógica infantil es un estadio precedente a la adquisición de una lógica de verdad madura, o si esta lógica adulta se convierte inevitablemente en una versión interesada y parcial de la realidad que se traduce en allá cada uno con sus problemas, que cada uno se las componga como pueda, y a mí que no me líen con los problemas de los demás.

¿Cuántos de nosotros hubiéramos arrostrado un riesgo real por ayudar a un compañero? ¿En qué momento el sentimiento ético de la infancia se convierte en sentido ético individualista?

He pensado en nuestra convivencia profesional, y he percibido tan subterránea división entre compañeros que, aparentemente, desempeñan la misma función (enseñar) que me temo que no son buenos tiempos para la ética colectiva, pero de puertas afuera parecería que todos, como profesores que viéramos el filme de Kiarostami, fomentaríamos entre nuestros alumnos los mismos valores que aquel excelente profesional de Arroyo de la luz: es lícito mentir, desobedecer y hacer trampas para ayudar a un compañero necesitado aunque ello nos acarree un castigo. 

¿Y entonces?

Un excelente, aunque apenas concurrido, diálogo entre directores que he de seguir revisitando. 

martes, 17 de enero de 2012

Los años convulsos de la transición



Yo fui un activista en los duros años de la transición (1973-1979). Militaba en un partido de extrema izquierda lo que me permitió asistir, aunque desde la marginalidad, a un proceso en que debatíamos, desde una óptica presuntamente revolucionaria, sobre todos los acontecimientos que estábamos viviendo. Además de la óptica del partido, tenía mi propia óptica personal que no coincidía en muchas ocasiones con la de mi formación política.

En aquellos años convulsos desde el asesinato de Carrero Blanco a la aprobación de la Constitución de 1977 y la victoria de Suárez en 1979, vivimos los que éramos jóvenes entonces la amalgama de diversos factores: la pervivencia de un aparato del poder que no quería ninguna evolución y era fiel al franquismo (aquí teníamos a sectores muy poderosos del aparato del estado y buena parte del ejército), un sector reformista que de acuerdo con el departamento de estado americano quería una evolución controlada, las fuerzas democráticas que abarcaban desde los democristianos a la izquierda que representaba el PCE que había optado por el llamado compromiso histórico y la reconciliación nacional, de modo que se pedía un sistema democrático convencional a cambio del olvido del pasado en todos los sentidos. Yo militaba extramuros de estas tendencias y pedíamos en nuestras manifestaciones y proclamas la disolución de cuerpos represivos (policía nacional, guardia civil, brigada político social, servicios de inteligencia del ejército) y el castigo para los torturadores y represores de las libertades.

Además estaba la presencia activa y terrible de ETA y el GRAPO, movimientos terroristas que pretendían dinamitar todo asesinando a generales y policías... de modo que parecía que pretendían producir un nuevo alzamiento del ejército y el estallido de una nueva guerra civil.

Los fascistas también colaboraban asesinando a abogados laboralistas, estudiantes, manifestantes...

Yo viví todo esto como militante reflexivo, pretendiendo en mi formación política una revolución maoísta que llevara a un nuevo horizonte justo y luminoso. No obstante, tenía mis serias dudas sobre este horizonte. Había leído lo suficiente acerca del comunismo para advertir que daba lugar a estados represivos de una crueldad estremecedora.

Participé en multitud de acciones y manifestaciones clandestinas, asambleas de universidad, instalé pancartas, corté calles en acciones relámpago, asistí a  misas por los asesinados de Vitoria, los abogados laboralistas de Atocha, promoví paros y huelgas y sobre todo, argumenté, respetando mis convicciones íntimas que ya no creían en aquella perspectiva revolucionaria maximalista que hubiera traído la dictadura del proletariado a aquella España tan frágil de los años setenta.

La transición no fue fácil y en ella todos los que participamos nos dimos cuenta de que se estaba caminando por el filo de la navaja y que todo podía estallar. El ejército era una presencia amenazadora que temíamos. Sabíamos que estaba siendo provocado para que interviniera en una connivencia extraña entre la  extrema derecha y la llamado vanguardia revolucionaria vasca a la que se añadía esa misteriosa secta llamada GRAPO.

¿Por qué cuento todo esto? Porque estos días con motivo de la muerte de Manuel Fraga, han aflorado comentarios en las redes, en la radio, en conversaciones espontáneas que lo señalan como un miembro de la dictadura, un protoasesino que firmó sentencias de muerte... a la vez que se señala la complicidad en aquella trampa histórica que fue la transición del rey y la clase política que se bajó los pantalones para aceptar un sistema corrupto y marcado por la traición a la memoria histórica que estaría condenada al olvido forzado. 

Rememoro aquellos años de turbulencias inimaginables hoy día, y veo con asombro que son muchas veces personas que no los vivieron en directo, porque eran niños o simplemente no habían nacido, los que más extremistas son a la hora de juzgar lo que allí sucedió como si todo hubiera sido blanco y negro, y todo hubiera sido fácil y cómodo. El sesgo que juzga la Constitución, al rey, a los padres de la Constitución, la clase política y el sistema instaurado a partir de aquellos años, como un remedo de democracia se abre camino entre los sectores más jóvenes que quieren pensar la historia en términos maniqueos.

Tal vez en aquel momento se tenía miedo a una nueva guerra civil o atemorizaba una intervención del ejército estilo al que se produjo en Chile con Pinochet. El sistema creado fue un intento de equilibrio entre nuestras expectativas máximas y el principio de realidad que nos fue delimitando nuestro campo de juego. Por supuesto que mi acción sirvió de bien poco, pero no me mantuve al margen. Entiendo que las nuevas generaciones quieran claridades y campos definidos que entonces no teníamos y sentíamos el aliento del miedo en nuestro cogote.

Aquel pacto extraño, que asombró al mundo, de la transición pacífica española hoy es puesto en cuestión y se busca algo cuyo alcance no soy capaz de comprender. Probablemente este sea el periodo más brillante políticamente de nuestra historia, pero se tiende a desmerecerlo y a desacreditarlo. Los que participamos en la transición todos somos personajes que navegamos entre las sombras, igual que Manuel Fraga, cuyas balas volaron por encima de mi cabeza en más de una ocasión. Pero no dejo de mirar con calor y comprensión tanto que hubo que hacer evolucionar en nuestras mentes en pos de un país democrático que aceptara en su seno a las dos Españas y no condujera a nuevas guerras civiles. Sobre todo esto está en la base de la transición, tan vituperada por quienes no la vivieron. 

viernes, 13 de enero de 2012

Peligro interior


                                                            Fotografía de Josep Fàbrega Agea tomada en Lorca
               
Este título lo he tomado de una fotografía de un amigo -Osselin- fotógrafo, docente y bloguero, en su último post. Formaba parte de una imagen de un edificio de Lorca amenazado de ruina por los efectos del terremoto reciente. En la fachada figuraba escrito en letras rojas: Peligro interior. Me ha parecido enormemente sugestivo como título y he deseado construir un post que tuviera como eje este peligro interior que nos acecha desde lo más hondo de nuestra intimidad como docentes.

Profesor en la secundaria es un blog que escenifica una crisis existencial y profesional. El profesor que está detrás busca caminos entre la niebla sin saber con exactitud si lo que está haciendo es lo adecuado, porque no sabe qué es lo adecuado ni qué es lo que  nos demanda la sociedad como profesionales. Si es que la sociedad nos demanda algo de forma clara aparte de entretener a los muchachos que tenemos a nuestro cargo. No sé si se nos pide que los eduquemos fundamentalmente en valores (igualdad, , solidaridad, tolerancia, espíritu democrático y cívico, convivencia con otras culturas, honradez personal...), valores que la propia sociedad no tiene en alta estima, y es como si la escuela fuera un foro ético, un lugar de excepción, cuyo valor sería fundamentalmente moral desde un punto de vista democrático.

¿O debemos prepararlos para la vida donde priman la competencia, la ley del más fuerte, la falta de honradez política y personal, los enchufes, las triquiñuelas, el amiguismo, la corrupción a todos los niveles?

¿Debemos hacerlos competentes en las distintas materias mostrándoles un camino de exigencia y rigor? ¿O debemos hacerles agradable el camino para que no se aburran, no se desmotiven, no deserten del aula? ¿Debemos hacerles placentera esta estancia en el centro escolar para que piensen que el conocimiento es fácil y que está cómodamente a su alcance, hurtándoles que el camino puede ser más árido y difícil que lo que puedan imaginarse?

¿Debemos traer al aula un "nuevo paradigma educativo" en consonancia con la educación del siglo XXI en que la tecnología será esencial y componente nuclear? ¿O debemos utilizar la tecnología como una estrategia más sin olvidar la raíz tradicional de toda formación intelectual, que debe hundir sus raíces en los valores sólidos de siempre?

¿Hemos de ser radicalmente revolucionarios queriendo cambiar la escuela pública como núcleo moral de la sociedad? ¿O esto es una fantasía que nos forjamos en largas noches de éxtasis pedagógico y  lo que debemos hacer es preparar intelectualmente a estos muchachos para que puedan adaptarse a una sociedad fundamentalmente conservadora en su fondo último?

No hay nadie que no se atreva a enjuiciar la figura del profesor, no hay nadie que no sepa exactamente qué hacer y cómo hacerlo. Al profesor se le pide una entrega absoluta, personal y existencial, así que se da por supuesto que no trabaja por dinero sino por satisfacción personal. Y el profesor se obsesiona con su misión salvadora, que está por encima de sus posibilidades, y piensa en cambiar el mundo desde el aula... pero otros le reclaman menos ardor revolucionario y le piden que trabaje once meses al año y que atienda adecuadamente a la infinita diversidad de muchachos que pueblan las aulas...

Unos proclaman en la lengua la enseñanza por competencias y el valor pragmático de la educación, que debe buscar los niveles fundamentalmente comunicativos y expresivos, mientras que otros quieren más análisis sintáctico como ordenador de la mente.

¿Qué debemos hacer? ¿Qué debemos ser? ¿Salvadores, héroes, burócratas, asistentes sociales, técnicos en entretenimiento, profesionales de unas materias, eficaces  en tecnología como nueva corriente casi religiosa, educadores para la vida, núcleo moral de la sociedad?

Pero ¿cómo compaginar nuestra vocación complejísima con la opinión mayoritaria de la sociedad que está descontenta con nosotros a tenor de cien mil comentarios oídos por doquier? Porque el profesor puede tener vocación de héroe pero muchos lo consideran un vividor y un oportunista?

Para ser profesor en estos tiempos hay que tener la autoestima muy alta, y es difícil, sin una dosis de delirio suficiente cuando somos conscientes de lo que somos, de lo que hacen con nosotros, de lo que piensan de nosotros.

Este es el peligro interior, nuestro yo fragmentado (como el de todos tal vez) y una tarea hercúlea por delante que debe contar con todo nuestro entusiasmo y energía para ser ¿qué exactamente? 

martes, 10 de enero de 2012

Platero y yo en el aula convertida en un remanso de poesía.


Durante este trimestre pasado hemos leído Platero y yo en clase. Tenemos catorce ejemplares de una hermosa edición ilustrada en que la obra es sometida a una selección de capítulos bastante oportuna. Cada capítulo es leído en voz alta por un alumno y sobre ello, como son breves, voy haciendo preguntas que indagan en la comprensión lectora y buscan la ampliación de vocabulario. En alguna ocasión también han habido de aprenderse algún fragmento de memoria y recitarlo delante de sus compañeros. El burro Platero se ha convertido en un amigo de la clase, y la belleza poética de su prosa maravillosa nos ha acompañado aunque probablemente no hayan entendido los chicos en su totalidad la textura y riqueza lingüística del texto.

Las andanzas del poeta con su burro en su Moguer natal probablemente sean apócrifas. Seguro que sí. No me imagino a Juan Ramón Jiménez a lomos de un burro, tan tierno y tan duro como Platero. Es todo el relato un conjunto de secuencias poéticas que extraen hálitos de belleza y eternidad de cada situación en que el poeta se queda en un estado de ensoñación y éxtasis vital contemplando el fluir del tiempo, los objetos, la naturaleza, los personajes, las calles, la luna, y la consideración de la muerte como presencia continua en el relato. Es un libro escrito en estado de gracia que puede ser leído con aprovechamiento en diferentes momentos de la vida. Algún lector del blog ha sugerido en alguna ocasión que es un libro que hay que leer a partir de los cincuenta años para entender la densidad estética y vital que supone esta propuesta tan aparentemente ingenua, pero que tiene como trasunto la muerte de las cosas hermosas, la muerte de todo lo que existe tras un tránsito de hermosura vital y su pervivencia espiritual de alguna forma. 

Es un libro hecho de remansos en que el ser percibe la gracia y la belleza, así como el palpitar de una ternura singular expresada por esa relación intensa que mantienen el burro y su amo. El libro está preñado de tensión contenida en que es esencial la capacidad contemplativa del poeta, que mira a través de sus ojos pero también de los seres ingenuos y buenos que pueblan el texto. Este libro solo pudo ser compuesto por una persona buena, que tenía una mirada limpia y profunda, habituada a la soledad de su jardín, a la ensoñación frente a la realidad de lo natural o lo humano. Cuentan que Juan Ramón Jiménez pasó buena parte de su niñez en soledad. Padecía lo que se llamó hiperestesia o lo que es lo mismo que una intensísima percepción, casi hipnóptica, a través de los sentidos. Se quedaba extasiado ante el reflejo del sol en las hojas de los árboles, ante los sonidos de las campanas del pueblo desde la lejanía, en los ladridos lejanos de algún perro, en la melodía de algún piano, en la visión del pozo donde una golondrina tenía su nido o en el agua profunda que reflejaba las estrellas de la noche. También se sentía fascinado por las tumbas de los niños en el cementerio de Moguer.

Platero y yo es un diálogo fructífero del poeta con el burro acerca del mundo en el que el alma del poeta se revela y nos revela fundamentalmente sus tres ejes: conocimiento, belleza y eternidad.

Estos días en que leo a Proust, también de una época semejante, recuerdo lo que decía Luis de Falla a Federico García Lorca en uno de los cármenes de Granada a propósito de los ruidos que empezaban a invadir todo, perjudicando su concentración musical. Este mundo de Juan Ramón Jiménez todavía permitía el silencio y los sonidos naturales: las campanas, los trinos de los pájaros, el sonido del cubo cayendo al pozo, los ladridos de los perros, la voces humanas…

Nuestra civilización avanzada ha conquistado muchas cosas, todas irrenunciables, incluida esta maravillosa comunicación a través de internet, los antibióticos, la televisión, la lavadora, los anticonceptivos, las comunicaciones… Sí, eso es cierto, pero hemos perdido en el trayecto la posibilidad de estar en silencio concentrándonos en los sonidos naturales, la hondura poética, la percepción de la belleza y el ansia de conocimiento, inmersos en una sociedad repleta de objetos y de banalidad.

Me atraen las líneas puras, esenciales, hermosas, de estos fragmentos de vida en que discurre Platero y yo. Y para mi gozo y maravilla, mis alumnos adolescentes, muchos de ellos inmigrantes con un precario conocimiento del idioma, también han experimentado esa cercanía y querencia por lo poético que expresa el libro de Juan Ramón. Les he hablado de otros libros del poeta, incluido Diario de un poeta reciencasado, y han manifestado interés por conocerlo, pero desafortunadamente, no hay una edición escolar, tan bien seleccionada e ilustrada como la de Platero yo. Pero qué maravilla sería poder leer con ellos textos como el de La negra y la rosa, en  que en medio de la fealdad y el ruido del metro de Nueva York, el poeta es capaz de extraer nuevamente la poesía más delicada y esencial.

No lo dudéis, es un hermoso texto de lectura para compartir en el aula. 

sábado, 7 de enero de 2012

Prisioneros de nuestro tiempo



Desde que Amazon ha abierto tienda en España, hay una interesante serie de ebooks gratuitos que se pueden descargar puesto que están libres de derechos de autor. Es un auténtico paraíso en especial en obras del siglo XIX y comienzos del siglo XX. El otro día me bajé legalmente un texto de Proust que me atrajo: La muerte de las catedrales. La edición es un conjunto de textos que tienen como eje la mirada hacia su infancia en torno a los diez años, momento en que se sale del mundo mágico de la niñez. Su infancia en Bretaña, su relación con personajes de la aristocracia, su visión esteticista de un refinamiento extremo, fruto de su capacidad de mirar y de embeberse en cada mínimo detalle de aquel tiempo, de los campanarios, de las flores, de la relación con sus padres, de cada gesto del mundo de Guermantes, son el eje del ensayo, que luego evocará en su obra En busca del tiempo perdido, a lo largo de seis largos tomos que no son sino el producto de su mirada, extraordinariamente sensible, casi enfermiza, hacia el mundo que le rodeó y que recuperó tras haberlo perdido en el olvido a través del elemento de todos conocido, la madalena o el bizcocho mojado en té.

La muerte de las catedrales tiene un núcleo al cual todavía no he llegado en que el autor reivindica la subvención pública a los cultos litúrgicos de las catedrales (Amiens, Chartres, Paris...) como últimos restos de celebraciones teatrales que vienen de la Edad Media. Pero digo que aún no he llegado a esa parte. Me deleito en esa sintaxis larga, prodigiosamente detallada que recupera cada zona de la memoria, de los sueños, de sus visiones de niño o adolescente en que es testigo del valor de las piedras que contienen la historia que ha pasado a lo largo de los siglos. Sus imágenes me cautivan. Voy en el metro con mi iPad sumergido en esos ensayos de principios de siglo, que responden al mundo refinado y aristocrático, rayando lo neurótico, que vivió Marcel Proust. Y lo leo con delectación por el gusto, la capacidad de observación, la lentitud del tempo empleado en la narración, tan alejada de los parámetros actuales. Y advierto que en la misma época que Marcel Proust escribía estos maravillosos ensayos sobre la recuperación de la memoria y se sumergía en visiones soñadas, más poderosas que la realidad misma, el mundo que él representaba, la Europa culta, que vivía -antes de la guerra mundial- en un paraíso que se truncaría en pocos años, en ese mismo tiempo, el novelista polaco Joseph Conrad escribía un libro muy diferente. Me refiero a El corazón de las tinieblas (1899), un relato oscuro y terrible sobre la obra devastadora del hombre blanco en África, en concreto en el Congo administrado por un rey genocida  belga -Leopoldo II- que, en nombre de la civilización que el representaba, asesinó a unos diez millones de africanos, los esclavizó y los mutiló, para obtener ganancias multimillonarias en su propia cuenta personal. La obra de Conrad, unida a otros testimonios de la época mostraron al mundo las atrocidades asesinas de la administración en el Congo.

Europa se sentía superior política, artística, humana histórica y socialmente al resto del mundo al que se miraba, desde Alemania, el Imperio Austrohúngaro, Bélgica, Francia, el Imperio Británico…, con abierto desprecio, con unos ojos altaneros y engreídos. Marcel Proust evidentemente no era directamente responsable de las brutalidades genocidas que tenían lugar en África, pero era un hombre de su tiempo, con una cultura y refinamiento estético maravillosos, que deleita al lector de un siglo después. Refleja un mundo seguro de sí mismo que puede sumergirse en sus ensoñaciones y vivir su esteticismo elegante y delicado. Yo me pregunto si existiría un Marcel Proust en las culturas africanas, si podía existir un niño de ojos tan maravillados ante la realidad que le rodeaba. De sobras sé que la respuesta es que no, al menos en lo que se refiere a la literatura escrita. Pero es que África no contaba con literatura en el sentido que entendemos en la culta Europa. Sus narraciones eran orales, sus fábulas pasaban de generación en generación, sus representaciones de máscaras -que evocaban el mundo de los espíritus- residían en la mirada de la tribu en la que había niños también de diez años con una capacidad de observación tan refinada como la de Marcel Proust, y con una complejidad estética y simbólica a la misma altura de las observaciones del autor del mundo de Guermantes. Aquellos niños que participaban de mundos mágicos de una riqueza que ya hubiera querido experimentar nuestro novelista, vivían en comunión con la naturaleza y el modo espiritual de contemplar el mundo, el mismo que tenía Proust en su creencia en la vida trascendente. Los separaba algo más que un océano o un continente. Los separaba una alucinación de superioridad y prepotencia de un continente que miraba con desprecio como ritos primitivos y atrabiliarios todo lo que era incapaz de entender. El novelista nigeriano Chinua Achebe (atención para todos los que quieran conocer la literatura africana) en su novela mítica Todo se desmorona, refleja esa inmensa riqueza del mundo africano enfrentado a la mirada prepotente y despreciativa de los colonizadores europeos. Allí se ensayó y perpetró uno de los mayores genocidios de la historia, antes del que tuvo lugar en Europa, aunque tiene menos literatura y libros de historia.

Pero Marcel Proust y él como todos los demás, sin ser culpables, miraba sin ver, a pesar de ser uno de los más extraordinarios y sutiles observadores de la historia de la literatura. Era prisionero de su tiempo, igual que nosotros somos prisioneros del nuestro. África también tenía sus catedrales, aunque de otro tipo, y fueron aplastadas y devastadas, con la sonrisa levemente escéptica de seres que se creían superiores y que ni siquiera se dieron cuenta de lo que habían hecho. 

Atención con nuestras miradas. Desconfiemos de ellas. 

miércoles, 4 de enero de 2012

Lugares comunes


                                               Grupo escultórico de Juan Muñoz
Este es el título de una película espléndida de Adolfo Aristaráin de 2001, pero es también la expresión de una frase hecha que se refiere a algo desgastado por el uso, carente de originalidad, fruto de la copia o de la simplificación... Cuando escribo temo regirme por los lugares comunes, y temo encontrarme con ellos cuando leo lo que otros escriben. No es difícil reconocer un lugar común, toda idea que sea digna de esa denominación supone un riesgo, un ponerse ante el abismo del equilibrista que anda por la cuerda floja... Los lugares comunes se ponen a salvo por la aquiescencia popular, son lo que la mayoría demoscópica quiere o piensa. Son populares y tienen enorme audiencia. No hay nada tan poderoso que un lugar común. Están avalados por la necesidad de seguridad que tienen los niveles más profundos de nuestra psique, que ansía conocer dónde se está y estar cómoda allí donde se esté. Nos ofrecen seguridad. Si son compartidos por una amplia mayoría, es casi seguro que no nos equivocamos, y además uno a partir de determinada edad (la adolescencia es proclive ya a esta práctica del no pensamiento, no digamos ya otras edades más avanzadas) no tiene ganas ya de aventuras que nos dejen a la intemperie, que nos expongan al vacío, que nos lleven al riesgo. 

Los lugares comunes son cálidos, son como un sillón de orejas bien mullido, y, si los revestimos de los ornamentos adecuados, parecen originales, fruto de la propia elaboración. Una vez, un bloguero amigo habló sobre nuestra colocación física en los lugares que frecuentamos. Siempre nos solemos sentar en sitios parecidos, nos gusta ver las cosas desde una perspectiva conocida, que no nos suponga riesgo. Nos hemos habituado a ella. Estos son los lugares comunes: nos ofrecen comodidad, calor, seguridad... Fuera de ellos está el riesgo, el frío, el miedo, la intemperie... Nos acogemos a ellos con verdadera vocación. En el mundo de los blogs es evidente esta tendencia. Hay quienes escriben para sentirse cómodos, no por el placer del riesgo, y hay quienes escriben poniéndose en la cuerda floja y es evidente su deseo de bordear los límites. Hay quienes saben que no podrán equivocarse porque lo que dicen es mayoritario, es fruto del consenso social y de los buenos sentimientos, de las ideas preestablecidas, de los espacios compartidos...

Cuando leo aportaciones de mis alumnos en sus composiciones, en los debates, en los foros más íntimos, me doy cuenta de la presencia de los lugares comunes, de la falta de originalidad profunda, de la copia, y también de las aportaciones genuinas que llevan a posiciones arriesgadas. Esto no quiere decir que yo esté de acuerdo con ellas. Mi simpatía por la originalidad no depende de mi conformidad con sus opiniones o ideas, no, mi pasión por la personalidad nítida deviene porque la amo por encima de todas las cosas aunque se revele en las antípodas de mi modo de ver la realidad. La impresión general que tengo es que para tener una posición personal es necesario haberse habituado a la soledad, exenta de toda autocomplacencia, que es necesario haber conocido el dolor en toda su dimensión, la inseguridad, la exposición a la marginalidad, y practicar la disidencia con todos sus peligros.

Una variedad del pensamiento común es el dominado por la prepotencia. Lo vemos en las cadenas televisivas. En ellas se afirma lo más manido con una contundencia que es violenta. Y recibe, en consonancia, adhesiones masivas de la audiencia.

En contrapartida, existe la posiblidad del pensamiento en el filo, cuando se reviste de la apariencia de un lugar común, y poco a poco va revelando su vocación abismática. Es una forma de engañar, pero muchos se quedarán en la apariencia tranquilizadora, y no seguirán el viaje hasta el desierto. Porque salirse de los lugares comunes nos lleva a la soledad, al enajenamiento, al vacío. Y no hay red de seguridad. Se siente miedo.

Sentimos miedo, mucho miedo, cuando nos aventuramos en lo incierto, y nos arriesgamos a proponer una posición en la multiplicidad de senderos del bosque que pueden llevar a la cabaña de la bruja. El bosque es la expresión más compleja de nuestra psique, nos desconcierta, y no hay nadie que no tema perderse en él y más en la noche. Avanzar por el bosque en la noche, nos lleva a cagarnos en los pantalones.

domingo, 1 de enero de 2012

¿Merece la pena f….. en año nuevo?



Escucho en mi Mac Mood Indigo interpretada por Charlie Mingus. Me dejo llevar por esa melodía nostálgica que me lleva a antros del Harlem en que músicos negros atormentan saxos y trompetas en noches de gimlets y muchachas negras que se contonean despertando nuestros deseos más ocultos.

Pienso en los subterráneos que me han acompañado en mi vida como lector de literatura, esa amante esquiva a la que me gusta tratarla como puta, sabiendo que nunca la tendré asegurada como cliente. Me disgustan los ditirambos políticamente correctos en que se nos dice que la literatura es maravillosa, que nos abre mundos, que estimula la imaginación, que nos pone en otras vidas para ser vividas... y los responsables políticos impulsan campañas lectoras para poner los libros al alcance de todos... No, no y no. Leer es un acto irresponsable, subversivo y el poder no puede estimularlo, debería temerlo, pero no lo teme me pregunto por qué. Suena un saxo de Charlie Mingus y me imagino en un bar de mala muerte -recuerdo- leyendo en un verano eterno fuera del tiempo Moby Dick durante horas y horas tomando cafés y cafés... Odio la literatura y pienso que alguien en su sano juicio debería odiarla. Uno no sale igual después de una experiencia total de ser en la lectura. Los libros -los buenos- nos cambian, nos amenazan. He leído muchos libros en bares con el sonido de fondo de las conversaciones, el chocar de los vasos y la música de fondo... y he encontrado en esas tardes pegadizas el placer de follar , imaginar otras historias... No entiendo la literatura sino como el ansia enfermiza de lograr lo que no se posee, de sustituir la vida trivial que nos envuelve por otra vida más alta, más exótica, más compleja... Hay quien ve en mis escritos auténtica pornografía personal. Amo la pornografía en el sentido más intenso del relato: la que implica desnudamiento interior y acciones pedagógicas en que los condones quedan colgando de las lámparas cuando la señora de la limpieza llega y se escandaliza porque ve el semen de la lectura colgando y chorrendo.

Dudo y no sé si mi vida hubiera sido más plena siendo profesor en una universidad de California, o como responsable político del instituto de la mujer en Zaragoza. Mi vida me ha llevado a la irrelevancia, a sentarme -engordando- frente a un MAC y disfrutar escribiendo lo que sé que no escandalizará ni a las viejas. Tal vez escribo para ellas y para jóvenes de veinte años... pero confieso que he vivido. No hay vida que no sea plena en la microfísica del instante. No hay vidas que valgan más que otras. La vida de Ismael en la persecución de la ballena blanca equivale a mi historia sentado en mesas de cafés inmundos con olor a frituras leyendo su historia desoladora. No entiendo el tiempo sino como sustitución energética del ser en su devenir caotico. Escribo y no entiendo lo que escribo pero suena música de jazz de una de mis infinitas reencarnaciones como lector, como trompetista de jazz, como follador en tardes de cerveza junto a cuerpos adolescentes en la lejanía del tiempo, leyendo Ventanas de Manhattan de Antonio Muñoz Molina o El Horla de Guy de Maupassant... Recupero el ritmo, el ser como lector que lleva a mi vida trivial a la más alta reverberación como aventurero, a la vez que suena Haitian Fight Son en mi spotity. No pienso en mi disociación entre mi alma abúlica barojiana y mi ansia aventurera que me llevará a mis setenta años -dentro de dos décadas- a las playas de Thailandia. No, no pienso que la literatura sea un placer fácil y cómodo. Pienso que los libros son una amenaza, que leer Los hermanos Karamazov o Moby Dick no es un ejercicio sencillo. Uno odia a la literatura como una puta y la ama por la misma razón. ¿A quién no le hubiera gustado pagar por lo que lee. ¿Por lo que ama? Probablemente los lectores improbables de estos fragmentos de año nuevo no entiendan nada, pero no hay nada que entender, sólo sensación, experimentación del placer de ser trivial, de ser nada y nadar a la vez contracorriente y estar a la misma altura que Charlie Mingus en un antro del Harlem o de Herman Melville cuando escribía Barleby el escribiente. Y es que la literatura no debería ser difundida y ofrecida como la sesión de patatas fritas que come uno delante de una película americana de adolescentes estúpidos. No, la literatura en largas e impredecibles tardes de verano nos lleva a parajes inexplorados para nosotros mismos. Uno no es más grande por lo que ha hecho en su vida. No hay vidas más valiosas que otras. La vida más vulgar es extraordinaria. Todos nacemos entre lágrimas y caca y morimos del mismo modo. Quevedo y Charlie Mingus en el fondo. Me tiro pedos y eructo, y a la vez encuentro el camino para volver a la literatura, esa oscura amante de tardes de adolescencia con la que follaré inexplicablemente hasta que suene de nuevo Mood Indigo.

Pero no se preocupen los lectores, esto es pornografía sentimental que dedico a mi alter ego María que se obstina en echar azúcar a la realidad cuando lo que yo ansío es tumbarme bocarriba y lanzar denuestos contra el mundo y la realidad y recuperar las sensaciones adolescentes de lector incontaminado por la experiencia de la vida.

No sé si se ha entendido pero me da exactamente igual. Es año nuevo y uno tiene derecho a mentir como le dé la gana. 

domingo, 25 de diciembre de 2011

¿Merece la pena luchar por ser el número uno?


Bobby Fischer. 

Escucho mientras escribo So what de Miles Davis. Está en su mítico álbum Kind of blue. Pienso en si merece la pena luchar por ser el número uno en algo. He leído hoy el artículo sobre el jugador español de ajedrez Paco Vallejo, campeón mundial juvenil a sus diecinueve años, pero que abandonó el terreno de la competición máxima, contentándose con lugares discretos en el ranking mundial cuando, a juicio de muchos, podría estar entre los primeros ajedrecistas del mundo. Parece que en un viaje internacional encontró un texto taoísta que le cambió el modo de estar en el mundo y le llevó a relativizar la lucha por llegar a la cúspide. No merecía la pena hacerlo. Algunos le arguyeron que cuando uno tiene talento tiene la obligación moral de llegar a lo más alto, de desarrollarlo al máximo. Paco pensó tal vez que el esfuerzo por ser el mejor no es sano. Uno recuerda al jugador Bobby Fischer que en la cima de su carrera la abandonó en cierto sentido tras ganar el campeonato mundial y no volvió nunca a competir, tras haber derrotado a Spassky. Seguí este campeonato en mi juventud con apasionamiento y reproducía todas las partidas entre los dos genios del ajedrez.

¿Hay alguna ingenuidad mayor que intentar demostrar que se es el número uno? Entiendo que haya algunos ofuscados que lo intenten, que logren durante un tiempo serlo, hasta que alguien los desbanca. Siempre hay alguien más rápido, más inteligente, más hábil, más ambicioso que lo que es uno. Siempre hay un pistolero más rápido que el más rápido pistolero del far west. Y te mata aunque sea a traición.  El éxito es un veneno que embriaga, es transitorio y supone siempre el esfuerzo de mantenerlo, de satisfacer las expectativas que otros se ocupan de alimentar sobre ti.

Pero luchar por ser el número uno es inútil, otra cosa es serlo y que se reconozca a posteriori. La competición es un terreno que solo estimula a los espectadores que nutren las expectativas de los contendientes para vivir de ellos, para aprovechar su esfuerzo, hacerlos subir y luego, si se puede, hundirlos en la sima del fracaso, en la decadencia que inevitablemente vendrá. Pero ¿qué droga más poderosa hay en intentar ser el mejor? El taoísmo nos enseña, como le mostró a Paco Vallejo, que el éxito y el fracaso son las caras de una misma moneda, que uno está contenido en el otro, que uno no puede triunfar sin llevar implícita la realidad de fracasar. Fracasamos inevitablemente por mucho que nos esforcemos en triunfar, en perseguir el éxito y que tengamos talento para ello. El fracaso es, no obstante, uno de los alimentos más estimulantes de la vida.

En mi carrera como profesor algún compañero me ha recordado que durante un tiempo fui un número uno, pero luego la realidad me había ido arrumbando en la mediocridad, en el fracaso, en una situación en la que  ni siquiera los alumnos más brillantes veían en mí ningún punto de referencia. Esto me abrumó, pero mirado en perspectiva me ha enseñado mucho.

Es un error pugnar por ser el mejor, por intentar ser un punto de referencia, es mejor la sensación de trabajar con honestidad, con sentido común, con ganas... Sólo los tontos pretenden ser los mejores. Si alguien lo es, no dejará el tiempo de mostrarlo. Me inquieta además el sentimiento de autodestrucción de algunos de estos mejores. Pienso en El Perseguidor de Julio Cortázar, inspirado en la epopeya jazzística de Charlie Parker. Entiendo ese sentimiento de autodestrucción que va asociado a la leyenda de los mejores.

Paco Vallejo, este magnífico jugador de ajedrez, podría estar luchando por pertenecer a la división de honor de este deporte intelectual. Pero leyó a tiempo un texto taoísta que le enseñó el sentido de la moderación en la vida. Sólo los inseguros, sólo los pobres, sólo los que están llenos de miedo, luchan tal vez por ser los mejores para demostrarse algo a sí mismos. El que se siente seguro de sí no lucha por ser el mejor. Es una lucha estéril que solo conduce inevitablemente al fracaso tarde o temprano. Esto incluye la pugna por tener razón, por demostrar que los argumentos de uno son los mejores y que invalidan los del contrario cuando toda pugna demuestra que los dos lados de la polémica cuentan con razones sólidas. A y B son contrarios pero los dos tienen razones de ser.

No merece la pena luchar por tener razón ni por ser el número uno. Es una dependencia enfermiza la que nos lleva a ello. Si alguien pretende tener razón con demasiada insistencia, con demasiada convicción, hay algo que falla. Inevitablemente el que cree tener la verdad, se demuestra que se equivocaba. Y el que lucha por la victoria termina fracasando, solo es cuestión de tiempo. 

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