Lo mejor de este blog son los comentarios que recibe, a veces largos y expositivos, y otras veces, escuetos y esenciales. Me relamo cuando recibo vuestros comentarios. Los veo primero como aviso en Outlook Express y luego voy inmediatamente a abrir mi blog para leerlos con fruición. No quiero destacar a nadie. Cada uno añade matices que ayudan a completar mi propuesta de reflexión que más que nada son dudas de un profesor en ejercicio y que cada día ha de enfrentarse a la tarea insólita de educar adolescentes. Digo “insólita” porque si la adolescencia es un periodo tipificado por los tratados de psicología, he de reconocer que me he enfrentado en mis veinte años de profesión a adolescentes muy diferentes. Cada cinco años cambian las características del alumnado al que te diriges. Cada año observas diferencias cualitativas entre esos muchachos inquietos que constituyen una tribu diferenciada del mundo de los adultos, esos adultos que han de acercarse a su mundo como si fueran espías de otro universo.
Hubo un tiempo en que la adolescencia y el mundo de los adultos eran compatibles. Nos unían inquietudes y una cierta percepción de época. Latíamos de forma no muy diferente. Casi nos gustaban las mismas canciones y compartíamos una dimensión existencial del humor y de la literatura.
Hoy, los que enseñamos de mi generación, nos hemos alejado de la adolescencia por razones obvias, tempus fugit, y en su contrapartida, carpe diem, se ha adueñado de todo.
Hubo un tiempo en que la adolescencia y el mundo de los adultos eran compatibles. Nos unían inquietudes y una cierta percepción de época. Latíamos de forma no muy diferente. Casi nos gustaban las mismas canciones y compartíamos una dimensión existencial del humor y de la literatura.
Hoy, los que enseñamos de mi generación, nos hemos alejado de la adolescencia por razones obvias, tempus fugit, y en su contrapartida, carpe diem, se ha adueñado de todo.
Hay que quemar el presente en cada instante, no hay que guardar nada para el futuro. La vida es eterna en cinco minutos que cantaba Víctor Jara. Mis adolescentes no pueden estarse quietos. Les quema el presente que avanza demasiado lentamente. Nuestras enseñanzas son tediosas, las clases son jaulas en donde se atenaza la vida. Si pudieran harían estallar la vida en forma de videojuegos frenéticos. Marinetti cantó al futuro, a la velocidad, al dinamismo. ¡Cómo le ha dado la razón la historia! Nada es firme sino es en movimiento, en una pantalla plana de millones de colores, en un click en el que se enlaza el cosmos entero. Cambio, mutación constante. Irreversibilidad. Juego vertiginoso. No hay que tomarse la vida demasiado en serio como decían las vanguardias. La historia ha condenado a la hormiga y ha erigido en héroe a la cigarra cantora durante el verano. La vida es cambio. Nada es permanente. El profesor es un héroe patético. Es difícil ser un buen profesor. Hay que saber conectar con ese mundo tan evanescente, tan frágil, tan fugaz, que es la adolescencia de nuestros días.
Una profesora aquejada de cáncer volvíó el otro día de visita a nuestro centro. Estaba en fase de superación de la enfermedad pero no sabía si podría volver a enfrentarse a la docencia. Lo malo no son los chavales –decía-. Lo malo es todo el sistema que va asociado a la educación que se ha vuelto espantosamente burocrático. Por cada movimiento que uno hace, ha de rellenar docenas de papeles. No basta con intentar hacer las cosas bien. No, hay que mantener un mundo de informes, de programaciones, de permisos, de seguros, de parrillas, de papeleo oficial. Hay que enfrentarse a inspecciones y a control directivo. Lo menos importantes en este conglomerado son las clases.
Otra profesora me hablaba del engaño que es la educación, de cómo en el fondo estamos entreteniendo a esos adolescentes inquietos con contenidos de bajo nivel porque el sistema se ha centrado en otros aspectos como son los procedimientos y las actitudes a las que siempre se les había dado su valor pero respetando la importancia de los conocimientos. Estos hoy día son secundarios y los chavales los ven así. La educación es una pantalla plana en el que cuenta más que otra cosa el entretenimiento y se valora muy poco los valores de superación, de esfuerzo, de conocimiento… Nos hemos visto obligados a cambiar nuestra forma de evaluar tantas veces y de tantos modos, que muchas veces se nos olvida qué estamos juzgando.
La educación es un mundo gaseoso en el que, a veces, surgen, por azar, verdaderas maravillas en dirección contraria a la época inestable y conservadora que estamos viviendo. El profesor, un profesor anónimo, se quema y se expone a ese conglomerado contradictorio que es el acto de enseñar. ¿Enseñar? ¿qué? ¿para qué? Son dudas, son incertezas, de un tiempo revuelto y crecientemente efímero.
Una profesora aquejada de cáncer volvíó el otro día de visita a nuestro centro. Estaba en fase de superación de la enfermedad pero no sabía si podría volver a enfrentarse a la docencia. Lo malo no son los chavales –decía-. Lo malo es todo el sistema que va asociado a la educación que se ha vuelto espantosamente burocrático. Por cada movimiento que uno hace, ha de rellenar docenas de papeles. No basta con intentar hacer las cosas bien. No, hay que mantener un mundo de informes, de programaciones, de permisos, de seguros, de parrillas, de papeleo oficial. Hay que enfrentarse a inspecciones y a control directivo. Lo menos importantes en este conglomerado son las clases.
Otra profesora me hablaba del engaño que es la educación, de cómo en el fondo estamos entreteniendo a esos adolescentes inquietos con contenidos de bajo nivel porque el sistema se ha centrado en otros aspectos como son los procedimientos y las actitudes a las que siempre se les había dado su valor pero respetando la importancia de los conocimientos. Estos hoy día son secundarios y los chavales los ven así. La educación es una pantalla plana en el que cuenta más que otra cosa el entretenimiento y se valora muy poco los valores de superación, de esfuerzo, de conocimiento… Nos hemos visto obligados a cambiar nuestra forma de evaluar tantas veces y de tantos modos, que muchas veces se nos olvida qué estamos juzgando.
La educación es un mundo gaseoso en el que, a veces, surgen, por azar, verdaderas maravillas en dirección contraria a la época inestable y conservadora que estamos viviendo. El profesor, un profesor anónimo, se quema y se expone a ese conglomerado contradictorio que es el acto de enseñar. ¿Enseñar? ¿qué? ¿para qué? Son dudas, son incertezas, de un tiempo revuelto y crecientemente efímero.