Este post tiene por objeto comentar una crónica aparecida en EL PAÍS (Madrid) el domingo 29 de enero sobre los alumnos actuales de los institutos públicos. Para ello, un periodista se ha presentado en un centro público de enseñanza para seguir el desarrollo de las clases y llegar a alguna conclusión sobre el carácter de los alumnos de esta generación.
El título de la crónica no deja lugar a dudas “Más rebeldes, más activos”. El periodista, Antonio Jiménez Barca, califica a nuestros alumnos con dos adjetivos que tienen connotaciones positivas: rebeldes y activos. Reconoce su mayor grado de conflictividad y de indisciplina, pero afirma que son una generación más desinhibida, más activa, con menos miedo a cometer errores y menos sumisos que los alumnos de hace veinte años.
Toma como apoyo de sus conclusiones, que parecen ser redactadas bajo el síndrome de Estocolmo, a una profesora universitaria, una tal Rosario Ortega, catedrática de Psicología de la Ecuación (¡?) en la Universidad de Córdoba. Esta profesora es experta en temas de conflictividad en las aulas. Según ella, “no hay ningún informe que demuestre que ahora haya más indisciplina, pero sí hay estudios y encuestas que indican que ahora en las clases hay ciertos niveles de conflictividad que antes no se daban (¿?). El profesor ahora no sólo tiene que entender de literatura o de matemáticas, sino también ser capaz de entusiasmar; para ser profesor se debe ser un adulto mínimamente interesante. (…); para estas generaciones, que han nacido con la democracia, ya no valen las normas anteriores, no quieren que su maestro sea del siglo XIX, sino del XXI, y para ello hace falta una gran formación psicopedagógica, y muchos profesores carecen de ella”.
Estas son las opiniones científicas de Rosario Ortega, catedrática de Psicología de la Ecuación y que nunca ha pisado en serio un aula de secundaria. Los profesores –según ella- estamos faltos de formación y somos especímenes más del siglo XIX que del siglo XXI. Me gustaría que me explicara cuáles son esas virtudes que debe tener un profesor de este siglo, pero también hacerle una reflexión sobre lo que es la auténtica tarea docente que no sea convertir un aula en un parque temático, con abundante diversión y actividades entretenidas muy variadas para mantener la atención de nuestros díscolos alumnos que no quieren aburrirse.
Es cierto que nuestros alumnos quieren participar ante todo. Les encanta decir tonterías, no ideas con un mínimo de espesor. Si tú preguntas a un alumno, enseguida cuatro o cinco voces te responderán por él. Es muy difícil, casi imposible, que respeten su turno de intervención. Cualquier banalidad, fuera de tiesto, vale para hablar. Esto les encanta, pero no les propongas un tema con alguna seriedad. Has de imitar los programas de televisión en que, como en una democracia moderna, todo el mundo tiene el derecho de hablar lo primero que se le pase por la mente sin el más remoto fundamento. Este es un mal muy extendido como vemos en las tertulias radiofónicas en que cualquiera opina sobre los temas más complejos con una rotundidad apabullante.
La relación auténtica entre profesor y discípulo (¡qué palabra tan maravillosamente decimonónica!) es la de respeto mutuo. El discípulo acepta los conocimientos del profesor y lo admite como guía provisional para encaminarlo por la senda del conocimiento. Es una relación de admiración por los caminos que abre el profesor y que serán seguidos por el alumno, que en absoluta libertad, podrá discrepar por completo de lo que le enseñe su profesor. Pero esta relación ha de ser iniciada por el silencio en que se escucha y se intenta comprender lo que el profesor quiere explicar. Luego se valora, se piensa y se disiente, si llega el caso. Esta es la construcción de una personalidad. Primero necesitada de maestros en ideas que conocen la ciencia mejor que tú, y luego, una vez aprendida, el discípulo crea su mundo original de pensamiento que puede diferir totalmente del enseñado por el profesor. Pero primero hay que escuchar y valorar.
En la práctica deportiva de cierta calidad y no de tanta, hay un principio intocable y éste es el de la autoridad del entrenador. Esto no se puede discutir. El entrenador ha de ganarse este prestigio, pero no debe ser puesto en cuestión por el primero que llega. Tengo alumnos desaplicados y problemáticos que se ríen de las clases y no trabajan nada, pero eso no afecta a su práctica deportiva en que el entrenador de fútbol es sagrado. Y si cometiera la más mínima indisciplina sería apartado del equipo que es lo último que quiere. Por tanto, respeta a su entrenador como principio filosófico y práctico.
La docta catedrática, que no ha pisado un aula, imagino que debe tener mucha autoridad moral para poder dictar principios que condenan a la mayoría de los profesores. Según ella, nuestros alumnos son menos sumisos que sus hermanos mayores que callaban y escuchaban, como pasaba hace veinte años. Y sin ir tan lejos, antes de la aplicación de esta reforma llamada LOGSE.
Lo que sucede es que nuestra autoridad es puesta en entredicho continuamente; que nuestros alumnos no valoran los conocimientos que nosotros podemos transmitirles porque tienen otras fuentes de información que consideran más válidas; que son incapaces de estar quietos y escuchar; que están desinhibidos para la pura trivialidad y bobada; que carecen de directrices en casa que les marquen los límites; que están dominados por los mensajes de la televisión, publicidad y revistas varias en que se sobrevalora la importancia de la juventud; que son en su mayoría niños mimados o dejados de la mano de dios; que no les apetece,a la gran mayoría, esforzarse un ardite. Y sólo hay que ver cómo lo pasan los buenos alumnos disciplinados en medio de este ambiente. Es una verdadera tortura. Pero esto la crónica lo ve como una muestra de que son más rebeldes y activos. Pues ¡qué bien!
El título de la crónica no deja lugar a dudas “Más rebeldes, más activos”. El periodista, Antonio Jiménez Barca, califica a nuestros alumnos con dos adjetivos que tienen connotaciones positivas: rebeldes y activos. Reconoce su mayor grado de conflictividad y de indisciplina, pero afirma que son una generación más desinhibida, más activa, con menos miedo a cometer errores y menos sumisos que los alumnos de hace veinte años.
Toma como apoyo de sus conclusiones, que parecen ser redactadas bajo el síndrome de Estocolmo, a una profesora universitaria, una tal Rosario Ortega, catedrática de Psicología de la Ecuación (¡?) en la Universidad de Córdoba. Esta profesora es experta en temas de conflictividad en las aulas. Según ella, “no hay ningún informe que demuestre que ahora haya más indisciplina, pero sí hay estudios y encuestas que indican que ahora en las clases hay ciertos niveles de conflictividad que antes no se daban (¿?). El profesor ahora no sólo tiene que entender de literatura o de matemáticas, sino también ser capaz de entusiasmar; para ser profesor se debe ser un adulto mínimamente interesante. (…); para estas generaciones, que han nacido con la democracia, ya no valen las normas anteriores, no quieren que su maestro sea del siglo XIX, sino del XXI, y para ello hace falta una gran formación psicopedagógica, y muchos profesores carecen de ella”.
Estas son las opiniones científicas de Rosario Ortega, catedrática de Psicología de la Ecuación y que nunca ha pisado en serio un aula de secundaria. Los profesores –según ella- estamos faltos de formación y somos especímenes más del siglo XIX que del siglo XXI. Me gustaría que me explicara cuáles son esas virtudes que debe tener un profesor de este siglo, pero también hacerle una reflexión sobre lo que es la auténtica tarea docente que no sea convertir un aula en un parque temático, con abundante diversión y actividades entretenidas muy variadas para mantener la atención de nuestros díscolos alumnos que no quieren aburrirse.
Es cierto que nuestros alumnos quieren participar ante todo. Les encanta decir tonterías, no ideas con un mínimo de espesor. Si tú preguntas a un alumno, enseguida cuatro o cinco voces te responderán por él. Es muy difícil, casi imposible, que respeten su turno de intervención. Cualquier banalidad, fuera de tiesto, vale para hablar. Esto les encanta, pero no les propongas un tema con alguna seriedad. Has de imitar los programas de televisión en que, como en una democracia moderna, todo el mundo tiene el derecho de hablar lo primero que se le pase por la mente sin el más remoto fundamento. Este es un mal muy extendido como vemos en las tertulias radiofónicas en que cualquiera opina sobre los temas más complejos con una rotundidad apabullante.
La relación auténtica entre profesor y discípulo (¡qué palabra tan maravillosamente decimonónica!) es la de respeto mutuo. El discípulo acepta los conocimientos del profesor y lo admite como guía provisional para encaminarlo por la senda del conocimiento. Es una relación de admiración por los caminos que abre el profesor y que serán seguidos por el alumno, que en absoluta libertad, podrá discrepar por completo de lo que le enseñe su profesor. Pero esta relación ha de ser iniciada por el silencio en que se escucha y se intenta comprender lo que el profesor quiere explicar. Luego se valora, se piensa y se disiente, si llega el caso. Esta es la construcción de una personalidad. Primero necesitada de maestros en ideas que conocen la ciencia mejor que tú, y luego, una vez aprendida, el discípulo crea su mundo original de pensamiento que puede diferir totalmente del enseñado por el profesor. Pero primero hay que escuchar y valorar.
En la práctica deportiva de cierta calidad y no de tanta, hay un principio intocable y éste es el de la autoridad del entrenador. Esto no se puede discutir. El entrenador ha de ganarse este prestigio, pero no debe ser puesto en cuestión por el primero que llega. Tengo alumnos desaplicados y problemáticos que se ríen de las clases y no trabajan nada, pero eso no afecta a su práctica deportiva en que el entrenador de fútbol es sagrado. Y si cometiera la más mínima indisciplina sería apartado del equipo que es lo último que quiere. Por tanto, respeta a su entrenador como principio filosófico y práctico.
La docta catedrática, que no ha pisado un aula, imagino que debe tener mucha autoridad moral para poder dictar principios que condenan a la mayoría de los profesores. Según ella, nuestros alumnos son menos sumisos que sus hermanos mayores que callaban y escuchaban, como pasaba hace veinte años. Y sin ir tan lejos, antes de la aplicación de esta reforma llamada LOGSE.
Lo que sucede es que nuestra autoridad es puesta en entredicho continuamente; que nuestros alumnos no valoran los conocimientos que nosotros podemos transmitirles porque tienen otras fuentes de información que consideran más válidas; que son incapaces de estar quietos y escuchar; que están desinhibidos para la pura trivialidad y bobada; que carecen de directrices en casa que les marquen los límites; que están dominados por los mensajes de la televisión, publicidad y revistas varias en que se sobrevalora la importancia de la juventud; que son en su mayoría niños mimados o dejados de la mano de dios; que no les apetece,a la gran mayoría, esforzarse un ardite. Y sólo hay que ver cómo lo pasan los buenos alumnos disciplinados en medio de este ambiente. Es una verdadera tortura. Pero esto la crónica lo ve como una muestra de que son más rebeldes y activos. Pues ¡qué bien!