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viernes, 24 de julio de 2015

Un paseo por Roma


De vuelta de Roma donde hemos pasado una semana. Roma. Yo tuve un amigo romano, Luigi, que siempre quiso enseñarme Roma. Es profesor de literatura española. Su matrimonio en crisis hizo que nos distanciáramos definitivamente. Suele pasar. Tenía en mi imagen la Roma de Caro diario de Nanni Moretti, La dolce vita de Fellini  y más recientemente, La gran belleza de Sorrentino, pero tenía siete días para interiorizar Roma, sabiendo que el tiempo para comprender, tal vez, una ciudad es de años aunque es posible no comprenderla nunca ni aun habiendo nacido en ella. Teníamos un lindo apartamento en el barrio judío de Roma, un entorno que me cautivó. Próximo a Campo di Fiore y al Trastévere, junto al Tíber. Un lugar privilegiado. Viajaba con la familia pero quería tener tiempo también para deambular solo por la ciudad. ¿Qué decir de Roma, más allá de las visitas lógicas a la Villa Borghese, al Vaticano, al Coliseo? Un calor infinito, caía plomo derretivo cuando salíamos por la mañana con temperaturas próximas a los cuarente grados caminando por los adoquines de las calles de Roma tan característicos. Decenas y decenas de iglesias abiertas a todas horas, bellísimas. Entraba en todas que veía y notaba el frescor de su interior. En alguna asistí a un concierto de órgano. Hacía foto callejera por la vechia Roma que tiene esa atmósfera popular y alegre que hace que te sientas feliz de pasear por allí. Chapurreaba italiano. Me imagino aprendiéndolo con facilidad. Helados, pasta italiana, pizza cada día en el apartamento y en un restaurante baratísimo del Trastévere. Pizza Napoli tres euros, espaguettis a la auténtica  Carbonara, cinco euros. Música en las calles, multitud de turistas que se funden con la vida de Roma y cientos de terrazas al atardecer. Me sentaba a tomar un café solo con un vaso de agua y veía pasar a la gente feliz de estar en la ciudad. Centenares de fotos que han contrapunteado mis paseos por Roma viendo arte clásico y barroco. El agua es exquisita. Hay centenares de fuentes por toda la ciudad donde el agua sale muy fría y es deliciosa. Bebía en todas ellas. Sudaba copiosamente. Roma es una ciudad abarcable, se puede ir a todos lo sitios caminando. Una tarde, solo, me subí a San Pietro in Montorio, en dirección al Gianicolo. Allí estaba una iglesia donde se celebraba una boda romana, al lado la Academia Española con el templete de Bramante. España está presente en Roma. Allí me sentí cercano al sentido de la vida, la lengua, la comida, mucho más que en Barcelona donde no se cansan de hacerme sentir extranjero. Pensé incluso en mi fantasía, exiliarme algún día en Roma cuando Cataluña, ensimismada, fanática y prisionera de sus fantasmas, rompa la cuerda con España. He mamado la cultura italiana mucho más que la catalana. La veo más cercana a mí, forma parte de mí. Un taxista, romano de siete generaciones, se lamentaba por la emigración que recibe Italia a través del Mediterráneo. Sentía que también Italia tiene problemas graves pero tienen un sentido de la política del que se carece en España. Siempre están en la cuerda floja pero al final surge un equilibrio inestable que les permite vivir. El conflicto entre el sur, mafioso y vividor de los subsidios y el norte laborioso. Italia es un país reciente. Solo tiene ciento cuarenta y tantos años. Los tres colores de la bandera provienen de esa unificación que trajo Garibaldi. El verde del norte, el blanco de los papas y el rojo del sur. Vi las estatuas barrocas y en terrible tensión del vitalista Bernini y seguí la pista al depresivo y triste Borromini, los dos genios del barroco en esa Roma de los papas que sigue presente en multitud de monumentos con las inscripciones de Pontifice Maximus, en iglesias y fuentes. Pasé por la calle donde nació el romano más romano de todos, el actor Alberto Sordi, cuyas películas no he visto pero tengo ganas de conocer.


Momentos incluso de tristeza profunda por un conflicto con mis hijas que sentí por mi sensibilidad trágica española. Junto a Tíber viendo anochecer percibí ese hondo dolor de vivir que los italianos saben encarnar con la comedia bufa y el vitalismo. La vida es breve. Por la mañana salí solo para ver la prospectiva de Borromini, un trampantojo maravilloso. Me metí en una iglesia donde oré sin ser creyente. Roma invita a la oración en algunas de sus iglesias donde siempre hay gente sintiendo profundamente la fe. El Vaticano me resultó en cambio grandilocuente, excesivo, abigarrado, imperial. Ni siquiera la guardia suiza logro cautivarme. Puedo entender la prisión dorada que tiene que ser para el papa Francesco vivir en el Vaticano. La  capilla Sixtina no logró emocionarme. Demasiados turistas a los que se nos pedía continuamente silencio. Imposibilidad de percibir la magia del lugar en medio de la multitud. Las catacumbas de San Callisto me conmocionaron, una necrópolis de los principios de la era cristiana. Me hubiera gustado perderme en ellas durante unas horas en lugar de la visita apresurada que hicimos. Además no hay restos humanos en ellas, solo se ven los nichos vacíos. Se percibe la presencia vacía de la muerte. Me pregunté por qué han retirado los cadáveres allí enterrados. Le hace perder mucho de su magnetismo al lugar sobrecogedor que es la necrópolis subterránea que está a quince grados frente a los treinta y siete de fuera. No pude sumergirme en la muerte como hice en Paris en el cementerio de Pere Lachaise. Una pena. Vita breve. Tempus fugit. La gran belleza. Comí pasta italiana, comimos, de todas maneras, hecha por nosotros y en ese baratísimo restaurante que he mencionado al principio. Un regalo molto bello para mi compañera que encontré en una calle de los artesanos de Campo de fiore. Un precio elevadísimo que logré reducir en una hermosa conversación con Chiara, la artesana que había fabricado aquella gargantilla y aquellos pendientes romanos hechos a mano. Pensé en haber vivido la Roma de los años del fascismo. Javier Reverte en su libro Un otoño romano estima que fue Mussolini un fantoche, pero tengo la impresión de que se identificó con el sentido romano de la dramaticidad y la plasticidad. La historia está llena de errores, de laberintos de los que quiero apartarme.  El ser humano es como es. La historia es errática, contradictoria, caótica. Nadie entiende nada. Lo más que puede hacer el ser humano es intentar que los cascotes no le caigan encima y lo aplasten, algo que no pudieron hacer los judíos que vivían en Roma y que fueron deportados, según vimos en algunos portales majestuosos cuyas placas recordaban a los deportados a Auschwitz. Pasar estos días en el guetto judío me ha sumergido en la historia italiana de estos desafortunados deportados. Algún día me gustaría vivir allí en Roma aunque sé que será imposible, pero todo me lleva a ansiar huir de esta Cataluña cerrada y patriótica, cautivada por un sueño que no puede acabar sino en pesadilla. Es tan claro para el que lo ve sin estar inflamado por ese sueño de la razón que produce monstruos y hace ondear banderas infinitas. Estar en Roma me ha hecho percibir que hay otros modos de sentir la vida. No puedo decir que haya entendido nada. Solo he dejado que la atmósfera fluyera dentro de mí. He vivido y he sentido felicidad y profunda tristeza. Nada más vacuo que los deseos que te dedica la gente diciéndote que disfrutes mucho. Al lado de la felicidad está siempre el dolor de existir. Van juntos. Creo que mi visita a Roma, imperfecta, parcial y breve, ha tenido un poco de todo. Vida en movimiento. Pero siempre estaré al lado de Borromini, genial y depresivo, de Fellini y su cine maravilloso, de esos recuerdos espléndidos en Napoles en el barrio de los españoles en que, cuando yo era joven, un señor y su familia, nos invitó a pasta y nos dijo que il suo cuore era para nosotros. No sé si entiendo a los italianos pero me gusta su modo de vivir, de sentir, de gozar siempre con esas dosis de belleza que para ellos es imprescindible. No me he sentido extranjero. El otro día confesé a mi hija que había tenido en tiempos una amante italiana, hace muchos años, pero recuerdo como si fuera hoy sus palabras, su acento, sus expresiones, su cuerpo. Roma

jueves, 9 de julio de 2015

Mis primeros sanfermines


Solo he estado una vez en los sanfermines. Fue en 1977. Estuve trabajando cuando cursaba cuarto de Filología Hispánica. Pamplona todavía no estaba invadida por el turismo masivo y la mayor parte de la gente que había allí era pamplonica. Yo no había leído a Hemingway y su mítico Fiesta que trajo a tantos norteamericanos a las fiestas. Encontré trabajo de camarero en un bar en la calle Curia. Se llamaba El quinto pino. Me contrataron durante las fiestas para trabajar doce horas al día. De diez de la mañana a diez de la noche. Un horario perfecto para salir por la noche y continuar la fiesta. No tenía donde dormir, así que dormía en unos jardines de la plaza del Castillo. No recuerdo cómo llevaba el tema de la higiene. Ahora lo pienso y me sorprende que pudiera estar ocho días en esas condiciones, pero así fue. Vivía intensamente el ambiente de Pamplona tanto en el bar al que acudían muchos australianos como en las calles que ardían en cánticos reivindicativos. Era el tiempo de la transición. Se gritaba y yo gritaba: Presoak kalera, txakurra barrura al ritmo de los movimientos de la masa. Hoy soy consciente del momento aquel, políticamente muy intenso y que estallaba en nuestros gritos acompasados. Hoy soy conocedor de lo problemático de lo que yo gritaba: presos a la calle, perros adentro (refiriéndonos a la Policía Nacional y la Guardia Civil) cuando  en aquellos años centenares de policías fueron asesinados por ETA. Pero esto no lo pensábamos. Aquella era la voz del pueblo y la dictadura estaba tan cerca que no dábamos ningún crédito a la depuración de la policía franquista que  no se produjo salvo con el tiempo.

Eran momentos eufóricos. Todas las fiestas lo son. A mis veinte años disfrutaba, corría, cantaba, bebía, miraba a las pamplonicas, ardía en deseo sexual y el trabajo, con unos jefes muy comprensivos, era tranquilo y divertido. El bar estaba animado todo el día. Se bebía mucho y continuamente. Cervezas, gintonics, japonesas, lumumbas, destornilladores, nombres que hube de aprender para servir a nuestros clientes. El once de julio fue mi cumpleaños y lo celebré a mi manera en el bar. Una chica australiana me besó en los labios cuando le dije que era mi cumpleaños y yo aluciné. No entiendo cómo me lo permitieron los dueños del  bar. El caso es que yo trabajaba y me divertía y cuando faltaban dos horas para salir, cogía cervezas y me las bebía para ponerme a tono con la fiesta que iba a continuación por la noche. Las calles estaban rebosantes de gente que tenía ganas de vivir y beber sin parar. Tal vez allí descubrí eso que tanto caracteriza a los españoles y que es la fiesta, esa palabra que nos define ante el mundo. No somos famosos por nuestra productividad o nuestras universidades o nuestra alta tecnología pero somos mundialmente conocidos por nuestro sentido de la fiesta. Desbordante, etílica, eufórica, desatada, sudorosa, tanto que nos arrojaban agua desde los balcones cuando la multitud gritaba “agua” lo que nos refrescaba y nos enardecía nuevamente. Es un modo de estar en el mundo profundamente catártico y sicalíptico.


No vi ningún encierro. A esas horas, sobre las siete de la mañana, yo deambulaba por Pamplona intentando tomarme algún café tras una noche sobre el césped de la plaza. Y a las cinco habían pasado comparsas tocando trompas y tambores para levantarnos. Apenas había dormido una hora. Debía oler a tigre y tenía sueño. Pero a las diez debía empezar a trabajar en el bar El quinto pino. Me sentía orgulloso: me pagaban mil quinientas pesetas diarias (unos nueve euros) pero en aquel momento me parecía una cantidad fabulosa y lo era. Imaginaos que trabajé en la construcción otro verano y me pagaban 4500 pesetas al mes por trabajo durante cinco días y ocho horas diarias. En ocho días me podía llevar doce mil pesetas lo que era una fortuna. No recuerdo cómo guardaba el dinero durmiendo en la calle o si me pagaron al final cuando llegaron los cánticos tristes del catorce de julio del Pobre de mí, pobre de mí, que se han acababado las fiestas de sanfermín. Con ese dinero me fui a San Sebastián a pasar unos días. Vi en el puerto una gigantesca ikurriña que me pareció gozosa, tanto que compré una (hecha en Terrassa) para llevarla a mi piso de Zaragoza, un piso que compartía con otros estudiantes. La pusimos en el salón de la casa presidiendo la habitación. El dueño del piso era guardiacivil. Le pagábamos 12000 pesetas al mes (unos 72 €) lo que era una cantidad elevada. El País valía quince pesetas y era un periódico de izquierdas, aunque ahora parezca mentira. Nunca consideré en aquel momento que aquel guardia civil podría pensar que por aquella bandera estaban muriendo a mansalva decenas y decenas de guardia civiles en el País Vasco. Luego lo he pensado en muchas ocasiones. Era un momento extraño, de transición de una dictadura a la democracia. Estaba Suárez pero nadie creía en él. Lo que sentíamos era un vértigo de vivir, el propio de los veinte años, unido a un momento histórico que había que haber vivido para comprenderlo. Mis sanfermines fueron un momento, probablemente no especialmente importante pero he querido traerlo aquí en estos días en que nuevamente las calles de Pamplona se llenas de jóvenes de veinte años que desean a esas pamplonicas tan hermosas todas de blanco y pañuelos rojos. ¡Qué bonitas estaban! Y quieren quemar el mundo, llenos de alcohol, viviendo la locura de la fiesta, esa que nos da fama en todo el mundo para bien y para mal. Somos un pueblo, el español, profundamente dramático en el sentido de teatral. Nos va la teatralidad y el dramatismo. Un país extraño que no se reencuentra a sí mismo sino en la fiesta.  

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