Niñez.
Solo en la cocina
que da a un patio
muy pequeño y gris
sin perspectiva.
Encerramiento.
Fascinación contemplativa,
abro la ventana, miro
los desconchados de la pared
del patio. Paso muchas horas
embebido en esas formas
quebradas. Las siento mías.
Muchos años después
vuelvo a ellas,
¿cómo describirlas?
¿cómo comprender la escritura
que hay en ellas y que llega
hasta mí en la noche de fin de año
en que habrá euforia,
cava, uvas, campanadas,
abrazos, todo eso, pero yo
me voy con la imaginación
y la memoria a ese patio
de mi infancia en que no había
un limonero lánguido,
ni una fuente limpia,
ni una buena madre que tuviera
albahaca en sus macetas.
Mis ojos, asombrados,
miraban ese patio grisáceo
y creían distinguir formas
en las corcovas que se plegaban
como un garaje lunático.
No sé por qué doy importancia
a este recuerdo
pero me acompaña,
es mi huerto íntimo
que yo llenaba, en su aridez,
de mares y gaviotas,
de navíos piratas,
de aventuras asombrosas
para dominar
la angustia que ya llenaba,
como un pecio negro,
el fondo de mi alma.
Era mi huerto oscuro
que yo henchía de luz
en la tarde de los domingos
para comprender
a un niño extraño,
inmerso en lo invisible,
perdido en la duermevela
de otra vida distinta...
...
Me asomé una mañana
de primavera a la ventana
y metí mis manos puras
en el ensueño de mi patio
encantado en busca
de los navíos hundidos...
...
Y hoy estoy aquí,
con uno de esos bajeles
fantásticos en mis manos.
Escribiendo, advierto
que estaba allí en medio
de la angustia y el miedo
en un mar de lodo,
cubierto de grisura.
Pero tenía luz.
Este soy yo.