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domingo, 27 de abril de 2014

Perdidos entre las palabras y las imágenes



El ser humano del siglo XXI está ahíto de imágenes y de palabras. La saturación es demoledora. Nuestra mente soporta centenares de miles de imágenes cada año, no sé si millones, por todos los medios de comunicación social, los tradicionales a los que se añade la potencia irrefrenable de internet. A estas imágenes van unidos mensajes visuales o escritos que circulan por doquier. Un ciudadano recibe continuamente dosis abrumadoras de información de todo tipo. Alguna, la menos, relevante, y la inmensa mayoría, banal o trivial. Pura espuma sin ninguna significación. Muchos estamos atados a las redes sociales por donde circulan miles y miles de mensajes cada día. Recibimos anécdotas, fotografías impactantes, vídeos truculentos, mensajes de solidaridad con alguna causa o simplemente cadenas virales que no permiten discernir su veracidad.  Muchos mensajes son contradictorios con otros, pero nuestro cerebro ya no puede procesar tanto dato y se pierde en esa marea que se desborda por encima de nuestros límites.

Imágenes totalmente estúpidas y sin ningún valor se mezclan con otras que denuncian tragedias de nuestro mundo, tragedias a las que cada vez prestamos menos atención. Sabemos a ciencia cierta que el cambio climático es ya irreversible, que la biodiversidad está amenazada gravísimamente, que los mares se deterioran, que la pesca va a desaparecer por la sobrexplotación de los océanos, que los bosques van menguando, que los pueblos indígenas están siendo aplastados, que la desigualdad en el mundo no hace sino crecer, que millones de niños son esclavizados para producir nuestros elementos del primer mundo, que los refugiados de Siria y de otras partes del planeta son cada vez más y están en peor situación, que África se muere por el cambio climático y por las dictaduras en connivencia con el primer mundo, que millones y millones de mujeres son violadas en zonas de guerra, que no hay planeta para aguantar el consumo del primer mundo, que aumenta en nuestra sociedad la soledad de los ancianos, la pobreza de los niños, el creciente uso de antidepresivos para aguantar el ritmo a que vamos, la situación de paro de muchos que pierden todo, que nuestras sociedades están en manos de unos poderes sobre los que no tenemos ningún control, y que la democracia es una estafa (o así lo sentimos al advertir a quién protege y a quién castiga).

El ser humano del siglo XXI se siente impotente y desbordado. Elige una buena parte el olvido, la distracción, la banalidad, la nada que nos distraiga del sinsentido, de la injusticia. No podemos procesar muchos ciudadanos una situación planetaria de real emergencia y nos centramos en lo más cercano, poniéndonos gafas de sol que nos tapen el horizonte de negruras insospechadas y de amenazas apocalípticas. Así reacciona la mayoría, incapaz de entender demasiado qué está pasando e intuyendo que en realidad el gobierno no sabe nada, salvo defender los intereses de esos poderes que son los que controlan la realidad mientras saben que debemos mantenernos ofuscados, distraídos, tratados con soma para adormecer nuestra angustia y nuestras ansias de rebelión.  Sabemos que mejor es no pensar, o pensar en cosas cercanas, las que están en nuestro círculo. Nada sabemos de lo que ocurre más allá ni nos conmocionan más allá de unos instantes tragedias más o menos lejanas. Nada dura demasiado en los medios de comunicación sin que suponga el cansancio de los receptores. Así nos tienen inmersos en un torbellino de informaciones cambiantes que se van sucediendo vorazmente. Y no tenemos forma de discernir demasiado cuáles son las causas justas más acuciantes. Si esa petición que va tomando fuerza en Change. org, si la petición de ayuda de alguna ONG de la que formamos parte, si la PAH, si la lucha por una sanidad y educación públicas de calidad...

Una parte de la sociedad se ha movilizado pero la gran mayoría permanece pasiva, impotente, no sé si indiferente a lo que pasa fuera de su casa. Es normal, los seres humanos eligen fundamentalmente su supervivencia personal, anímica y social. Y el mundo es demasiado complicado para saber muy bien qué hacer o qué pensar.

Nunca el ser humano ha estado expuesto a tal cúmulo de información y éste ha de insensibilizarse necesariamente ante la palabra y la imagen. Nada le conmociona demasiado, nada dura excesivamente, todo es evanescente, necesita además el cambio continuo para mantener su nivel de atención en ese torbellino que lo devora.

Observo a mis alumnos de doce años, muchachos fruto de ese sistema. No muestran inquietudes sociales. Son pequeños. Pero sí sienten la situación de sus casas, de sus economías y saben que están en crisis. Pero de esa suma de situaciones particulares no surge una conciencia compartida, cuesta hacerles emerger a ellos o a sus compañeros mayores a que hay un grado más alto de conciencia planetaria que va más allá del individuo o de su casa.


Nos cuesta a todos.

miércoles, 23 de abril de 2014

La fiesta de la rosa y el libro



No me resisto a la tentación de escribir un artículo en fecha tan señalada que aparecerá en la cabecera de mi blog en un veintitrés de abril de dos mil catorce. Y precisamente hoy hablaré de los libros y yo en este aniversario al parecer benéfico que conmemora la muerte de dos genios de la literatura. Además en mi amada Catalunya es una fiesta patriótica en que se funden los libros y las rosas en una tradición singular que tiene una especial atracción para el ciudadano medio que en este día repara en el valor de los libros y compra las últimas novedades editoriales mientras los libreros y editoriales gimen de placer.

Los libros y yo. ¡Qué extraña fantasía hablar de los libros y yo! O de la literatura y yo en otro sentido pues no leo sino literatura. ¿Amo la literatura? No lo sé. Ha formado parte de mi vida conformándola en su propia entraña desde aquel niño triste que fui y fueron los libros precisamente los que lograron rescatarme del dolor de vivir. Probablemente hubiera podido decir que la vida no me gustaba pero sí los libros que fueron cayendo poco a poco en mis manos abriéndome distancias nuevas. La literatura se convirtió en una especie de amante a la que me entregaba en escenas barriobajeras de sexualidad turbia. Pero miraba las cosas a través de esos libros cuyos personajes se adueñaban de mi ego frágil. Y así fui uno y otro buscando claves de vida para lograr interpretarme a mí mismo en una búsqueda incesante de identidad. Pronto me di cuenta de que yo no era nada en mí mismo. Era un sujeto cambiante, oscilante, que se adentraba en el mar de la literatura buscando un asidero que me ayudara a vivir. No leí solo por placer sino por sostenerme en pie como atado al mástil. Aquel adolescente extraño que fui creaba sus propias escenas de erotismo en su mente y  los libros fueron compañeros de aquel agotador onanismo de mis catorce años junto a las canciones de los Beatles.

Hoy, mucho tiempo después, me doy cuenta de que la literatura sigue siendo una amante con la que comparto confidencias, que me sigue seduciendo a pesar de lo ajada que está pues ha envejecido a la par que yo. A veces me acuesto con ella y realizamos prácticas inverosímiles que no puedo confesar. La llamo puta porque sé que a ella le gusta. Es mi otro lado. Y no puedo sino amarla y odiarla a la vez porque permite que salga mi lado oscuro. Sueño con abandonarla, la  miro con desdén, con resentimiento preguntándome cómo hubiera sido mi vida si aquel niño triste en lugar de ser torpe con el balón y querer sentarse siempre con las niñas en clase, hubiera sido un crack de la pelota y hubiera podido resarcir su identidad con el éxito en el fútbol que me estuvo vedado. ¿Qué hubiera pasado si yo hubiera disfrutado con aquellos cánticos sobre el equipo de mi ciudad? ¿Qué hubiera pasado si yo hubiera metido alguna vez un gol? Pero no. Solo me quedaron los libros a los que me aferré por mi inutilidad ante la vida. Me encadené a ellos y ellos me crearon de nuevo en un magma confuso de identidades múltiples. No me sentí nunca de un sitio u otro. Nunca he tenido creencia en una pertenencia patriótica. Cuando intuyo un patriota hablando conmigo, presiento que estoy hablando con un hombre afortunado pues esa pertenencia le da claves de existencia. Anhelo estar cubierto por una bandera. Aquí en Catalunya abundan por todos los lados, pero yo no lo entiendo, no entiendo estar identificado con una bandera, con  un club de fútbol, con una identidad central. Con una virgen. Con unas tradiciones. ¡Que existencia más sencilla la que encierra todo eso! No sé si sencilla o simple. Yo no puedo en este amor atormentado que me liga al veneno de esta puta que me arrastra y me lleva siempre a la sala de los espejos donde más nos gusta representar ese juego de identidades donde soy un extraño y atónito amante lésbico o un marino que pierde la gracia del mar, o el capitán Ahab, o el tuberculoso en una montaña mágica, o la polla de José Arcadio Buendía. No sé, en definitiva. Me hice al final profesor de literatura. Era mi única opción y mi condena final. He de llevar a estos muchachos desnortados y enemigos de la lectura a la literatura, pero he de confesar que detesto ese papel. No considero que la literatura sea una buena cosa en la vida de uno. Y esta fiesta de rosas y de libros me produce una sensación ominosa. Hoy casi he vomitado viendo la cadena de rosas que invade todas las calles y que se venden o regalan. Ese literario símbolo que es la rosa convertido en tópico y manido símbolo de patriótico diapasón. La rosa es fugacidad, es camino hacia la muerte. Su belleza nos revela la proximidad de la muerte, y las rosas de ahora no tienen siquiera aroma. Son rosas de postal de libro de autoyuda pero he comprado casi una docena y las he puesto en un jarrón en la cocina. No sé por qué lo he hecho si este acto inconfesable para mi fe me produce aversión. Tal vez sea por mi afán de sufrimiento que aprendí con esa amante cruel que es la literatura. Identifiqué dolor con placer. Y esta mujer sádica y cruel que es la literatura, para que no me escape, sigue teniéndome en sus manos que me acarician y me cortan con cuchillas y me sume en visiones de imágenes oscuras que no puedo olvidar. Ni quiero olvidar.


¿Cómo podría expresar a mis alumnos este sentimiento de dolor que experimento? ¿Cómo puedo aspirar a que lean? Me repele este papel de docente que ha de defender que los libros son inspiradores de nuestra imaginación. Quia. Si alguien quiere encontrar el camino a los libros, lo encontrará por sí solo. Yo solo soy un farsante que elude su misión salvífica. Detesto esta fiesta de los libros y de las rosas. Y esta euforia que reina en las calles como si la literatura fuera a dar claves de nada. Bah.

sábado, 19 de abril de 2014

La poesía al alcance de los niños (por GGM).



Este artículo de prensa de Gabriel García Márquez fue publicado por El País en 1981. Lo leí entonces y no lo he olvidado nunca. Leedlo y sabréis por que´. 
***
"Un maestro de literatura le advirtió el año pasado a la hija menor de un gran amigo mío que su examen final versaría sobre Cien años de soledad. La chica se asustó, con toda la razón, no sólo porque no había leído el libro, sino porque estaba pendiente de otras materias más graves. Por fortuna, su padre tiene una formación literaria muy seria y un instinto poético como pocos, y la sometió a una preparación tan intensa que, sin duda, llegó al examen mejor armada que su maestro. Sin embargo, éste le hizo una pregunta imprevista: ¿qué significa la letra al revés en el título de Cien años de soledad? Se refería a la edición de Buenos Aires, cuya portada fue hecha por el pintor Vicente Rojo con una letra invertida, porque así se lo indicó su absoluta y soberana inspiración. La chica, por supuesto, no supo qué contestar. Vicente Rojo me dijo cuando se lo conté que tampoco él lo hubiera sabido.Ese mismo año, mi hijo Gonzalo tuvo que contestar un cuestionario de literatura elaborado en Londres para un examen de admisión. Una de las preguntas pretendía establecer cuál era el símbolo del gallo en El coronel no tiene quien le escriba. Gonzalo, que conoce muy bien el estilo de su casa, no pudo resistir la tentación de tomarle el pelo a aquel sabio remoto, y contestó: «Es el gallo de los huevos de oro». Más tarde supimos que quien obtuvo la mejor nota fue el alumno que contestó, como se lo había enseñado el maestro, que el gallo del coronel era el símbolo de la fuerza popular reprimida. Cuando lo supe me alegré una vez más de mi buena estrella política, pues el final que yo había pensado para ese libro, y que cambié a última hora, era que el coronel le torciera el pescuezo al gallo e hiciera con él una sopa de protesta.
Desde hace años colecciono estas perlas con que los malos maestros de literatura pervierten a los niños. Conozco uno de muy buena fe para quien la abuela desalmada, gorda y voraz, que explota a la cándida Eréndira para cobrarse una deuda es el símbolo del capitalismo insaciable. Un maestro católico enseñaba que la subida al cielo de Remedios la Bella era una transposición poética de la ascensión en cuerpo y alma de la virgen María. Otro dictó una clase completa sobre Herbert, un personaje de algún cuento mío que le resuelve problemas a todo el mundo y reparte dinero a manos llenas. «Es una hermosa metáfora de Dios», dijo el maestro. Dos críticos de Barcelona me sorprendieron con el descubrimiento de que El otoño del patriarca tenía la misma estructura del tercer concierto de piano de Bela Bartok. Esto me causó una gran alegría por la admiración que le tengo a Bela Bartok, y en especial a ese concierto, pero todavía no he podido entender las analogías de aquellos dos, críticos. Un profesor de literatura de la Escuela de Letras de La Habana destinaba muchas horas al análisis de Cien años de soledad y llegaba a la conclusión -halagadora y deprimente al mismo tiempo- de que no ofrecía ninguna solución. Lo cual terminó de convencerme de que la manía interpretativa termina por ser a la larga una nueva forma de ficción que a veces encalla en el disparate.
Debo ser un lector muy ingenuo, porque nunca he pensado que los novelistas quieran decir más de lo que dicen. Cuando Franz Kafka dice que Gregorio Samsa despertó una mañana convertido en un gigantesco insecto, no me parece que eso sea el símbolo de nada, y lo único que me ha intrigado siempre es qué clase de animal pudo haber sido. Creo que hubo en realidad un tiempo en que las alfombras volaban y había genios prisioneros dentro de las botellas. Creo que la burra de Ballam habló -como lo dice la Biblia- y lo único lamentable es que no se hubiera grabado su voz, y creo que Josué derribó las murallas de Jericó con el poder de sus trompetas, y lo único lamentable es que nadie hubiera transcrito su música de demolición. Creo, en fin, que el licenciado Vidriera -de Cervantes- era en realidad de vidrio, como él lo creía en su locura, y creo de veras en la jubilosa verdad de que Gargantúa se orinaba a torrentes sobre las catedrales de París. Más aún: creo que otros prodigios similares siguen ocurriendo, y que si no los vemos es en gran parte porque nos lo impide el racionalismo oscurantista que nos inculcaron los malos profesores de literatura.
Tengo un gran respeto, y sobre todo un gran cariño, por el oficio de maestro, y por eso me duele que ellos también sean víctimas de un sistema de enseñanza que los induce a decir tonterías. Uno de mis seres inolvidables es la maestra que me enseñó a leer a los cinco años. Era una muchacha bella y sabia que no pretendía saber más de lo que podía, y era además tan joven que con el tiempo ha terminado por ser menor que yo. Fue ella quien nos leía en clase los primeros poemas que me pudrieron el seso para siempre. Recuerdo con la misma gratitud al profesor de literatura del bachillerato, un hombre modesto y prudente que nos llevaba por el laberinto de los buenos libros sin interpretaciones rebuscadas. Este método nos permitía a sus alumnos una participación más personal y libre en el prodigio de la poesía. En síntesis, un curso de literatura no debería ser mucho más que una buena guía de lecturas. Cualquier otra pretensión no sirve para nada más que para asustar a los niños. Creo yo, aquí en la trastienda".
Copyright, 1981, Gabriel García Márquez /ACI.

miércoles, 16 de abril de 2014

El enigma de la contemplación del arte



Ayer pasé por una de las pruebas más agotadoras que conozco. Visité –para mi pesar- durante unas horas el Museo del Prado. Veo con enorme inquietud el hecho de recorrer frenéticamente museos y contemplar las obras artísticas geniales que hay en ellos. Recuerdo con horror mi visita al Museo Vaticano hace muchos años. Tuve que recorrer infinidad de galerías interminables llenas de obras maestras de lo mejor del Renacimiento italiano para llegar a la capilla Sixtina que es lo que yo quería ver. Un museo es una tortura para el alma. Una visita apresurada de dos o tres horas corriendo, pasando de obra en obra sin ver nada en realidad me parece abominable. Añádase el ambiente multitudinario en que miles de personas recorren contigo en igual apresuramiento esas muestras de belleza encapsuladas en esas paredes. La vorágine hace que algunas de esas pinturas sean rodeadas por un enjambre de visitantes. Todos los turistas del arte que vamos a esos recorridos parecemos poseídos por una euforia de querer poseer todo y no ver nada en realidad. Nada. La mirada hacia el arte ha de ser necesariamente lenta, para sentirnos penetrados por él, para intentar entrar en ese código enigmático que nos transmite una pintura de hace cientos de años. ¿Por qué Las Meninas es un cuadro tan singular? ¿Por qué El cardenal de Rafael nos atrae poderosamente? ¿Por qué las pinturas negras de Goya son tan perturbadoras? No es posible entrar en ese diálogo en un museo en que todo es prisa y fiebre por ver todo. Pero uno tiene dos horas para ver el Museo del Prado, una hora y media para ver El Reina Sofía y otras dos horas para recorrer la colección Thyssen, la temporal dedicada a Cezanne y la permanente.

¿Qué hay que mirar? ¿Cómo hay que mirar? ¿Cómo ha de formarse uno para mirar una obra de otro tiempo en que existían otros valores que no tienen nada que ver con nuestro mundo? No basta con que estas obras estén bien hechas, que sean perfectas. Hay muchas obras perfectas que no son geniales obras maestras. De hecho la perfección puede ser un inconveniente. Hay pinturas no acabadas o mutiladas como El perro de Goya que son más enigmáticas que si hubieran sido redondeadas y pulidas. Hay que estar muy formado para ver con fundamento una obra artística. Desconfío de los que piensan que si una obra te gusta es suficiente como espectador. No me fío del gusto. Hay pintores mediocres que encandilan a las masas dándoles lo que ellas desean. Visité con espanto la muestra de Sorolla de la Spanish Society. Tuvo en Barcelona y en las ciudades en donde estuvo un éxito apoteósico. Las salas reunían a cientos y cientos de admiradores de aquellas pinturas cursis sobre las regiones de España que reunían todos los tópicos imaginables. No había ningún riesgo en aquello. Sorolla pintaba muy bien pero tuvo un encargo comercial y lo cumplió. Reunir todo el folklorismo de España. 

Es difícil contemplar el arte. Cuando vamos al Prado ya sabemos de antemano que hay algunos que nos han dicho que Las Meninas o Las Hilanderas son obras maestras. Hay catálogos en que nos dicen que estas obras son geniales. ¿Por qué? ¿Qué tienen? Me temo que la inmensa mayoría de los visitantes, como yo, no tienen ni idea de qué tienen y las vemos en un lapso de treinta segundos sin ver nada, y pasamos a otra obra maestra.

Ver una obra artística tiene algo de sagrado. Uno no puede ver demasiada belleza junta para no distorsionar la contemplación y la conmoción que puede suponer. Pero ¿hay algo que nos conmocione en esta época de vértigo y superficialidad en que las masas tenemos a nuestro alcance el AVE y la posibilidad de recorrer tres museos en dos días pasando de la pintura medieval al Guernika con el intervalo del Cezanne. ¿Cómo adaptamos nuestros ojos a distintos tipos de belleza y medida? ¿Cómo sabemos qué es lo esencial?

Tuve ocasión en este último verano de ver sin prisa una muestra de la pintura de Camille Pissarro en la Fundación Thyssen. Disfruté sumergiéndome en su mundo pictórico. Busqué un punto de referencia que era la convivencia de la modernidad con el mundo idílico de su refugio campesino. En sus cuadros aparecían chimeneas que reflejaban la transformación del mundo rural. Sentí esa transición de siglo entre la sociedad estática del campo y la llegada de la industrialización y percibí el hondo malestar y a la vez fascinación por esa metamorfosis de Pissarro. Miré uno a uno sus setenta cuadros buscando entender sus reflexiones sobre el tiempo que le había tocado vivir, un mundo que iba a llevar a la desaparición del paraíso rural. Cada cuadro era un instante, un latido de la existencia del pintor y el espectador lentamente podía entrar en esa maravilla que es la percepción del tiempo. Pero esto me agotó al cabo de dos horas. Mi mente estaba saturada de belleza. Y mi visión, todo lo relativa que pueda considerarse, me había producido un hondo placer que aún retengo, igual que recuerdo mi recorrido por el templo budista de Borobudur en Java. La contemplación de una obra artística es misteriosa, no sabemos por qué algo nos conmociona aunque busquemos interpretaciones racionales.

El espectador de arte necesita tiempo y silencio para lograr aislarse en la contemplación de algo que representa arte y tiempo. Por eso solo quiero ver pequeñas muestras artísticas no demasiado solicitadas y en soledad. Una mañana sería corta para mirar un cuadro de El Bosco, una pintura de El Greco. El turismo masivo nos puede llevar a ver ochocientas obras artísticas en cinco horas pero la mente no puede retener nada, no hay nada detrás de ello. Es puro consumismo del hombre moderno que va  a todos los sitios con prisa y no ve nada. Es una contradicción del hombre urbano que vive en ciudades esencialmente feas y en entornos degradados o sumergido en artefactos tecnológicos que lo absorben y que no le dejan recuperar ese tempus lento necesario para ver algo.


Así que cuando llego a una ciudad prefiero recorrer sus tabernas antes que sus museos. No me encuentro preparado para ello.

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