Hoy salía de clase con una moderada satisfacción. Mis
alumnos de cuarto B habían obtenido unos alentadores resultados en un examen
sobre la generación del 27. No todos, pero sí una cierta tendencia que lograba
que muchos fueran recuperando la evaluación a través de la hoja de cálculo de
EDMODO, la plataforma educativa que utilizo. Además la clase de hoy, a una hora
mala, había ido bastante bien. El poeta Miguel
Hernández les había interesado: su origen humilde, la oposición del padre a
que estudiara o que escribiera versos, el choque entre el deseo y las
limitaciones de ese deseo... Me gusta hablar de literatura y acercarles a una
serie de autores de modo que les sean próximos. Repito mucho las cosas. Es una
estrategia para lograr atravesar los veinte muros de protección que tienen ante
el acceso de información nueva que confunda o altere su mundo. Ello me lleva a
que en numerosas ocasiones acuda a anécdotas y menos a análisis o comentario
teórico que sé que no les llega... Quiero hacerles partícipe de un tiempo, de
un modo de entender la literatura, de conflictos que les son o les resultan
lejanos como la guerra civil que ellos no pueden llegar a entender. No pueden
entender por qué Miguel Hernández
fue detenido por la policía salazarista portuguesa y entregado a España, y ser
encarcelado hasta su muerte en 1942. No pueden entender la vesania y el
espíritu de venganza que reinó entre los vencedores de la guerra.
Pues sí, hoy salía contento. Habían tomado información sobre
Miguel Hernández y parecía haberles llegado.
Al día siguiente les daría una antología de poemas que incluiría algún soneto
de El rayo que no cesa, la Elegía a Ramón Sijé, poemas como las Nanas de la cebolla y algún otro de Cancionero y romancero de ausencias.
Sí, el profesor salía contento de clase a las 14.30. El
curso está saliendo con un nivel satisfactorio –me decía- y todo apunta a que
estos muchachos tendrán un marco histórico y literario a la vez que sintáctico
para encarar el bachillerato.
Salía contento... pero un muchacho de la clase se ha quedado
el último para aparentemente hablar conmigo. Se ha dirigido a mí y me ha dicho
que si les preguntara a mis alumnos todos sabrían la respuesta correcta. No he
entendido lo que me decía, y le he preguntado, recordando su mediocre resultado
en el examen, que qué me quería decir.
“Pues que han copiado, que todos tenían chuletas y por eso
han obtenido esos resultados”.
Una sensación amarga me ha golpeado y ha hundido mi
satisfacción. Aquel muchacho podía ser un impresentable, con confusos sentimientos o al
menos extraños. Justificaba su fracaso en el examen acusando en general a sus
compañeros, sin pruebas, haciendo extenderse sobre ellos una mancha
generalizada de sospecha que afectaba a los que efectivamente hubieran podido
copiar (siempre es posible) como a los que hubieran obtenido en buen lid su
calificación (que también los habría).
Mi estado de ánimo había cambiado totalmente. Me había
invadido una especie de amargura, no sé si tanto por lo que parecía revelarme
este alumno, o por la tristeza humana que ponía de relieve la delación de sus
compañeros.