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lunes, 30 de abril de 2012

Tenemos que existir, porque no nos queda otro remedio



Hace ya un tiempo que la literatura no me excita, leer cualquier libro de los muchos que tengo comparado con la emoción que me supone navegar con mi iPad me resulta decepcionante. Detesto la lectura de literatura. Me parece insulsa, envarada, retórica, incapaz de reflejar la vida... a pesar de lo que ha representado para mí. Recuerdo la emoción profunda cuando leí a mis diecinueve años Esperando a Godot, o la decisión que tomé en Indonesia en un autobús abarrotado de nativos, leyendo algún fragmento de las Memorias de Adriano de Margueritte Youcernar, o la honda influencia que me produjo la escritura de Gerald Brenan sobre todo en lo que significaba su relación con alguna mujer (incluso me fui a pasar un invierno y primavera a las Alpujarras cerca de Yegen donde vivió Brenan), o mis veinte años jalonados por Cortázar al que leí hasta la extenuación e incluso una vez la policía intentó detenerme por homenajearlo en la calle con mis alumnos, o la fascinación que me produjo Justine de Lawrence Durrell y de cuya protagonista femenina me enamoré. O la poderosa sensación de maravilla leyendo Moby Dick o Los hermanos Karamazov o Guerra y paz o Melmoth el errabundo o Las noches lúgubres de Cadalso o Lord Jim de Joseph Conrad o La montaña mágica de Thomas Mann...

La literatura no es para mí entretenimiento, no leo para pasar el rato (aunque lo haya hecho muchas veces). No, leo para entender, para alimentar mi alma, para buscar espíritus afines que hayan pensado lo que yo he pensado o sentir lo que yo he sentido, es un diálogo complejo en que uno tiene la maravillosa posibilidad de dialogar con los escritores más fascinantes de la historia... Uno es un privilegiado por poder conversar con Kafka, con Boris Vian, con Sánchez Ferlossio, con Baroja, con Canetti, con Unamuno, con María Zambrano... así muchos.

Pero de un tiempo hasta esta parte ya nada tiene sabor para mí. La literatura me repele. No soy capaz de concentrarme y ya nadie me dice nada. El otro día, el 23 de abril, pasaba por los estantes de una librería que mostraban infinidad de ejemplares aparentemente apasionantes pero que me parecían simulacros. Creía que no encontraría ningún libro que me dijera algo que yo necesitara, ni lo buscaba, solamente mi vista se desplazaba sin interés y con fastidio por las pilas de libros que me resultaban ininteresantes. Prescindibles. Redundantes. Olvidables. Me identificaba con mis alumnos que rehúyen la lectura y con mi padre que me dijo un día que la literatura era anacrónica.

Mis ojos miraban con burla y displicencia aquello que tanto había amado yo y que ahora no me decía nada ineludible. Miraba y miraba, hasta que por azar llegué a un título y a un autor que me detuvo en el aire como una libélula sobre el abismo y sentí una corazonada punzante, me di cuenta de que necesitaba apasionadamente leerlo, que quería leerlo, que su mundo me era necesario, que, en definitiva, iba a comprar ese título que tenía ante mí, con una pasión abrasadora. Volvía a sentir algo propio de mi adolescencia, de mis crisis depresivas en el sanatorio en los Alpes con Hans Kastorp, con lo que sentí leyendo La isla misteriosa de Julio Verne a mis doce años...

Me he sumergido en su mundo descarnado y oscuro, alejado de cualquier esperanza, poseído por la soledad y la muerte, me siento arropado por su hondo pesimismo, por su humor negro, por su sátira corrosiva y sarcástica acerca de los austriacos a los que califica de vulgares, de su ataque brutal contra la calaña vulgarizadora y mediocre de los profesores que lleva a odiar el arte y la literatura a sus alumnos, leo con delectación su diatriba contra la supuesta felicidad de la infancia, contra el valor de los padres cuya principal contribución a la felicidad de los hijos es cuando se mueren... Leo en cada frase una carga de profundidad alejada de cualquier visión romántica y esperanzadora acerca de la existencia humana, de los valores de las patrias, de la falsedad y fracaso que son los maestros antiguos que pintaban para la corte y se vendían para lograr sobrevivir, leo en cada frase una idea fuerza ácida y disolvente acerca del valor de las cosas y de la vida, que se burla de la sociabilidad y asume la amargura como componente básico de la vida, y que no espera nada más allá de la muerte porque lo bueno de la vida es que se acaba y no se resetea el sistema.

Evohé, nada habría que más reparara mi alma que la lectura de este libro cuyo autor -novelista y dramaturgo- es odiado en Austria y por los católicos... Su ácida desesperanza me parece repleta de sentido del humor que me hace sonreír y siento en mis capas profundas una honda afinidad sentimental que me reconcilia con la literatura a pesar de que todo lo que arroje este maestro sea mierda total y absoluta sobre todo o casi todo, pero a pesar de lo escrito por él y por mí, ambos sabemos que es mejor estar vivo que estar muerto y que cada día -aunque suponga una maldición- implica una sorpresa que el espíritu acepta embriagado de curiosidad por ver qué viene a continuación.

Gracias, Thomas Bernhard. 

sábado, 28 de abril de 2012

La soledad del profesor



Imaginemos un conflicto entre la seriedad y exigencia de un profesor que esperara que sus alumnos hubieran de estar a la altura de unas expectativas adecuadas.  Imaginemos que ese profesor ama su profesión, que trata de sacar lo mejor de cada uno de sus alumnos, que se entrega totalmente y cuerpo y alma a su tarea a la que dedica infinidad de horas. Imaginemos que colabora activamente en todo tipo de actividades escolares y extraescolares implicándose emocional y vitalmente hasta el final, de modo que termina la semana agotado, exhausto, extenuado, y que solo la lectura, el cine y el teatro logran hacer de nuevo que se sienta de nuevo cargado para empezar otra semana igualmente apasionante y llena de desafíos.

Imaginemos que ese profesor, que tiene todavía una confianza en la dignidad de su trabajo y que piensa que su posición es sólida, sabe que un alumno suyo puede dar mucho más de sí de lo que hace, y lo estimula y exige como a todos los demás. Las normas son las normas y el profesor exige tanto como se exige a sí mismo. Imaginemos que ese alumno está en una familia enferma moralmente, que acumula violencia y desestructuración interior, y que sus padres para compensar su desistimiento y su rendición educativas, optan por complacer a su hijo -caprichoso y cruel-  y machacar al profesor exigente. Le hacen presentar documentación sobre los criterios pedagógicos que llevan a que su hijo sea exigido en clase igual que los demás, interponen denuncias ante la administración, una tras otra, de modo que el profesor es puesto en cuestión y convocado por la dirección del centro y la inspección y se le amenaza con consecuencias legales y una investigación a fondo de sus métodos y su pedagogía. El profesor, que creía hasta ahora en su dignidad y su profesión,  ha de humillarse y reconocer que se equivocó y pedir perdón a los padres así como al alumno y cambiar los criterios en lo relativo a este muchacho que a partir de ahora sabrá que está blindado frente al profesor.

Este caso imaginario no sé si podría darse porque los profesores hemos interiorizado ya hace tiempo que somos piezas prescindibles, que solo somos elementos intercambiables, y que hemos de ser totalmente flexibles en lo que se reclama de nosotros y que es totalmente contradictorio. Por un lado se dice políticamente que la educación es vital para un país, pero a la vez se desprotege, humillándola socialmente, a la pieza esencial de ese proceso, de modo que se sabe el profesor en una posición en extremo frágil. Se le hace total responsable del fracaso educativo y a la vez se le desprotege profesionalmente y humanamente. El profesor sabe que no es nada, que todo lo que pueda conseguir será a pesar del sistema que es crecientemente burocrático y despersonalizador, sabe que está solo, radicalmente solo ante sus alumnos, ante los padres y ante la administración, y que en caso de conflicto no tendrá ningún asidero, dada la falta de solidez y fundamento de su posición, en un colectivo desunido e incapaz de formular con firmeza sus convicciones si es que algunas le quedaran. Sabe que es una pieza objeto de controversia. Hay tantos padres que cuestionan a los profesores ante sus hijos que esto es un lugar común. Se le reprochan sus circunstancias laborales, sus vacaciones, se cuestionan sus fundamentos,  se le hace sentir inoperante y simple correa de transmisión de lo que en todo momento se le ocurra a la autoridad educativa pertinente y que está cambiando continuamente, se le exigen documentaciones burocráticas extenuantes que no reflejan la realidad, que son inútiles, que nadie lee y a nadie le importan salvo como criterio de cumplimiento obligatorio administrativamente.

¿No es extraño que la figura del profesor se haya convertido en patética, que sea simplemente un superviviente que se pliega estratégicamente a los vientos cambiantes que dominan en todo momento y ante los que se siente como un navegante solitario? ¿Es extraño que en el ejercicio de su profesión sepa que ha de ser pragmático y oportunista, que nadie en la administración lo va a respetar, que sus convicciones personales y su vocación -tan legítimas- solo son elementos fungibles? ¿Es extraño que rehúya cualquier conflicto, que se sepa radicalmente solo, que sepa que lo mejor de su profesión son sus alumnos pero que ha de evitar cualquier situación planteada por los padres que utilicen la legalidad ante la administración?

No basta con amar una profesión y entregarse vitalmente a ella como socialmente se reclama a los profesores a los que se les hace reos de sí mismos. Pobre del profesor que quiera enmendar la conducta, la dedicación y el trabajo de alguno de sus alumnos si va más allá de lo que su situación real le permite.

Hay que aprender a nadar y guardar la ropa.

Y sonreír diciendo que esta es la mejor profesión del mundo y que las aulas masificadas contribuyen a mejorar la calidad de la enseñanza puesto que ayudan a socializar a los alumnos, que el deterioro de las condiciones de trabajo no son tales, que la disminución de salario y el aumento de la jornada laboral son una suerte en estos tiempos que corren.

Venga, cantemos todos que ya llega el mes de mayo: Venid y vamos todos, con flores a María... 

miércoles, 25 de abril de 2012

Revoluciones que llevan a un tiempo primordial.



A muchos se nos llena la boca con la palabra "revolución". Algunos hemos participado del espíritu que aspiraban a ellas: revoluciones sociales, cívicas, educativas, científicas, tecnológicas, literarias, lingüísticas, artísticas, culinarias, ideológicas, sexuales, económicas... Nuestro tiempo, todo el que viene del siglo XX, exalta el término revolución como un proceso anhelado y que divide todo entre un antes y un después de algún hecho, de algún descubrimiento, de un estallido social... No hace mucho leímos acerca de las revoluciones árabes, también de la revolución de la redes sociales que llevan al ciudadano común y corriente a poder influir en el mundo con un simple "me gusta" clicado en una aplicación de FB o un RT en un mensaje mínimo de Twitter que es expandido viralmente a millones de usuarios.

He experimentado ya tantas revoluciones sociales, culturales y personales que no sé dónde queda mi ego, disgregado entre tantas y tantos asaltos a presuntos palacios de invierno. Y, sin embargo, sigo aquí, aferrado a la palabra, a mi cuerpo frágil, a mi familia, a la morfología del sintagma nominal, a mi tortilla de patatas, a mis libros, a mi afición a la escritura que comenzó a los doce años cuando empecé a publicar revistas manuscritas en el colegio de curas en que estudiaba, a mis fantasías sexuales que ya comenzaron a definirse en la adolescencia...

La dialéctica entre lo revolucionario y lo permanente es viva y sin ambos extremos del péndulo la existencia carece de algo.  Nos atrae lo extraordinario, lo nuevo, lo radicalmente diferente, lo que rompe moldes... y a la vez necesitamos que las cosas no cambien, que sigan en alguna manera como las conocimos en otro tiempo, y eso nos serena: ver como el arroyo de nuestra niñez (si existió...) continúa manando agua limpia y pura, con la misma canción cristalina, en el mismo paisaje, como si nosotros fuéramos los mismos que fuimos hace ya mucho tiempo. Necesitamos anclarnos a algo que permanezca. Cada uno lo hace de un modo diferente. Cuando tecleo en este ordenador es como si volviera al adolescente idealista que fui a mis quince años y volviera a escribir en un cliché para una revista juvenil aquel mismo artículo que reflejaba mi melancolía de entonces y de ahora. Escribí ya hace mucho tiempo: las olas llegaban hasta mí monótonas, rítmicas, tristes... Era algo así. He recuperado en un ejercicio de introspección los tres adjetivos que utilicé. Eran monótonas, rítmicas y tristes. ¿Por qué escogería esta triada de complementos predicativos para definir el estado de mi espíritu a mis quince años? Probablemente fuera por mi lectura de Soledades, galerías y otros poemas de Antonio Machado y aquello fuera una especie de recreación de un estado de ánimo compartido entre el poeta esencial y el muchacho melancólico que era yo. Sin embargo, aquella melancolía también me llevó a otros poetas que reivindicaban la revolución como Neruda o Miguel Hernández o Lorca... Las olas entonces se agitaron, se enturbiaron, se revolvieron y comenzaron a llegar delirantes, extraviadas, apasionadas, y llegaron a la misma playa a la que soldé mi imagen, y en ella, inevitablemente, había una muchacha desnuda, entre las rocas,  a la que deseaba entre el refulgir del sol en el mediodía de un verano infinito.

Vuelvo a escribir como aquel adolescente que fui, aquel adolescente que leía junto al faro de Salou los poemas simbolistas de Baudelaire y sentía suyo ese íntimo temblor en el cruce de lo nuevo y lo permanente, como aquel poema del albatros que tanto me conmocionaba, repleto de contemplación de la belleza de esa ave majestuosa que es cazada y, derribada en la cubierta del barco, ya sus alas no le sirven para nada y parecen grotescas. Yo me sentía como el albatros e imaginaba el vuelo en el azul maravilloso del cielo inmortal... hasta que unos marineros por divertirse lo cazaron y destruyeron su belleza. No sé por qué sentía cerca de mí esta imagen. Supongo que ese es el secreto de la buena poesía. Y en aquel enhebrar imágenes poéticas y perpetrar ofensas en mis versos a la lengua y a la literatura fui creciendo y sintiéndome, no sé por qué, revolucionario. Yo que era miedoso, aprensivo, con tendencia a la melancolía... me sentí seducido por la necesidad de una revolución que volviera al hombre, al ser humano, a su ser verdadero, aquel que era antes del tiempo. O con el nacimiento del tiempo. Posteriormente leí a Mircea Eliade en Indonesia y subrayaba en el texto, en aquellos paisajes selváticos, sí , la idea del eterno retorno de las cosas a su origen. Todo en el fondo es retorno, nos  pasamos la vida retornando, y hacemos revoluciones que cambien todo para que nos lleven de nuevo al arroyo de nuestra niñez, que vuelve a ser nuevo, que vuelve a estar ahí, como las manos del niño Machado que revolvieron el agua para atrapar los limones que se reflejaban en el fondo de la fuente limpia.

Cuando he empezado a escribir no tenía claro adónde iba a llegar, pero me doy cuenta de que escriba lo que escriba, siempre retorno al niño que fui, al adolescente que fui, al poeta que deseé ser, al periodista que soñé ser, al aventurero en que deseé convertirme cuando leía a Julio Verne. Y, a la vez, en este retorno, no hay una brizna de nostalgia. Detesto la nostalgia, solo me interesa la niñez como territorio del ensueño y la imaginación, la adolescencia como el tiempo que definió por primera vez el hálito revolucionario y que, de alguna manera, siguen estando presentes en el adulto rebelde y melancólico que sigo siendo. 

lunes, 23 de abril de 2012

Rebeldía, hambre y premios Sant Jordi.




Trabajo en un barrio de una ciudad periférica. El barrio tiene decenas de miles de habitantes. Muchos son inmigrantes latinos o magrebíes. Muchos de los que vivían aquí han terminado yéndose. Eran inmigrantes del sur de España que han querido distanciarse de su mundo de acogida en los años cincuenta, sesenta o setenta. Ahora su lugar lo ocupan mujeres con abayas que llegan hasta el suelo y con velo. También ecuatorianos, colombianos, dominicanos... cuyas  mujeres se muestran sensuales y coloristas. Así es mi instituto cuando subo por las escaleras. Multitud de muchachas con hiyab que bajan o suben desenfadadas y desinhibidas... y también latinas y latinos que muestran orgullosamente su diferencia. Todos aprenden a convivir juntos.

También están los españoles, hijos de antiguos inmigrantes del sur, que han permanecido en el barrio excepcionalmente. Tradicionalmente eran los que llegaban a bachillerato aunque esta tendencia se esta quebrando.

Hoy se entregaban los premios de Sant Jordi en diversas categorías (poesía y prosa), (catalán, castellano, francés e inglés). El gimnasio, habilitado como sala de actos, aparecía lleno de una multitud de muchachos de la ESO. Delante había un tablado puesto por el ayuntamiento en que había preparadas rosas y diplomas.  Los coordinadores han entregado los premios a las distintas modalidades nombrándolos por los servicios de megafonía. La mayoría de los ganadores eran muchachas marroquíes, en un número mayor, considerablemente mayor, que lo que su presencia en el instituto hacía previsible. El jefe de estudios en un momento me lo ha comentado ante la avalancha de premios para nombres magrebíes. "Esto es por alguna razón", me ha dicho. Yo he coincidido con él. Soy profesor esencialmente de alumnos inmigrantes de los que buena parte son marroquíes, y percibo en ellos, especialmente en las chicas un "hambre" y una formación moral que no suelo encontrar en los españoles de a pie. Son hijos de la inmigración más reciente. Vienen de las carencias más marcadas, algunos de sus padres han llegado aquí en patera y luego han reunificado a la familia, muchos viven en condiciones precarias en pisos mínimos y tal vez muchos están en el desempleo, dado el parón que se ha producido en la construcción. Pero hay un espíritu que me llama poderosamente la atención y que me gusta. Hay ganas de luchar, en general no está extendida la apatía que invade a las generaciones nuevas españolas y cuya adolescencia es totalmente disruptiva. Evidentemente no se puede generalizar. Hay muchachos españoles excelentes y marroquíes poco escolares y con mal comportamiento. Pero si yo tuviera que escoger el perfil que en mi instituto marca el pundonor, la constancia, la lucha contra la dificultad y la tenacidad sería el de una muchacha marroquí. Es como si tuviera motivos para luchar y creyera en lo que está haciendo, además de ser más cuestionadora de la realidad que lo que es habitual entre los varones y nativos españoles.

Sin embargo, uno podría pensar que el futuro de estas muchachas es limitado porque podemos temer que terminen casadas con algún primo elegido por la familia, y no puedan seguir estudiando, de modo que en poco tiempo las veré cargadas de hijos en alguna plaza del barrio. No lo sé, sinceramente no lo sé. Sólo cuento lo que veo: que muchas luchan denodadamente y con convicción por su futuro, que participan más, que tienen valores morales más profundos y que se cuestionan las cosas con una intensidad más elevada que la que es habitual entre los muchachos de aquí. Los debates en que intervienen suelen ser ricos en aportaciones y en matices, pues añaden su experiencia del mundo marroquí que es, por un lado, objeto de nostalgia intensa, pero por otro, sin que ellas lo sepan, es también cuestionado y sobrepasado. Estas muchachas no serán igual que sus madres. Conocen el valor de la cultura y de la educación y saben lo que está en juego en su formación. ¿Qué será de ellos y de ellas? No lo sé, me gustaría seguirles la pista. Cada vez hay más que siguen estudios de bachillerato pero no es mayoritario. Temo que su vida y sus expectativas queden truncadas por una realidad familiar impuesta que limite su futuro.

Sin duda son más rebeldes en el sentido propio de la palabra que lo que es habitual en los nativos. Entiendo rebelde no como sinónimo de indisciplinado o contestón. Eso es fácil. La rebeldía auténtica cuestiona, ve ángulos diferentes, reflexiona, piensa... A veces con estos muchachos siento sensaciones parecidas a las que sentía hace más de veinte años con los adolescentes que tenía antes de que la mayoría se rindiera al adocenamiento y a la comodidad. Sin duda, algo está pasando, y no sé si lo detectan los medidores sociológicos. Atentos a ello. 

viernes, 20 de abril de 2012

El guerrero masái y lo top fashion



No suelo ver la televisión, solo las noticias y pronto dejaré de ver el telediario de la primera en cuanto el PP se haga con el control político e ideológico de la cadena. La otra noche, coincidiendo con no sé que trascendental partido de la Champions (!), cambié de canal y me fui a Antena 3. Allí estaban emitiendo un programa que supongo que conocéis y que se llama El hormiguero que conduce Pablo Motos. Nada reseñable. Pero todo cambió cuando advertí que los visitantes de la noche eran un guerrero masái y una bella mujer llamada Eugenia Silva, especialista en moda y tendencias fashion, modelo y licenciada en Derecho, además de colaboradora con diversos proyectos humanitarios. 

El guerrero masái respondía al nombre de William pero tenía otro nombre en lengua maa que no apunté. La situación me atrajo. Nada más ni nada menos que un guerrero masái vestido a la usanza tradicional, estilizado, hermoso, sonriente... que venía con una atractiva joven a presentar una colección de sandalias de la marca Pikolinos que se fabrican originariamente por más de 1400 mujeres masái entre Tanzania y Kenia y que son terminadas de montar en España. Eugenia nos mostró las que llevaba y eran muy hermosas.

Pablo Motos entrevistó al guerrero masái cuya amplia sonrisa era elocuente. Pero algo no funcionaba. El ambiente del programa, el tono de la conversación, los aplausos del público, los sonidos de fondo... me parecieron de un extremado infantilismo y sentí la impresión de que aquel guerrero estaba siendo trivializado y banalizado en aras de un espectáculo televisivo que me resultó pueril. No por lo que dijeron. William contó como a sus dieciocho años mató a un león en una prueba iniciática que tienen que pasar todos los guerreros masái. Afirmó no temer a la muerte ni a nada, porque un masái no teme a nada. Sabe que nace y que ha de morir. Expuso las diferentes concepciones del tiempo en las culturas africanas sin reloj y el estrés europeo donde todo es impaciencia. El entrevistador le preguntaba por sus andanzas en Masai Mara, por el peligro nocturno de encontrarse elefantes furiosos, hipopótamos o leones, y William respondía en inglés con extrema amabilidad y cordura. Aquello me estaba resultando agradable, pero a la vez deploraba que la cultura masái, una cultura indígena más en trance de reducción y globalización, participara de un programa espectáculo en que se reían las supuestas gracias y se sucedían los aplausos programados del público. El guerrero masái regaló a Pablo Motos una manta tejida en su tierra y una pulsera que se quitó de su muñeca. Luego hubo de pasar diversas pruebas como saltar en una cama elástica, lo que se tomó con buen sentido del humor. Sin embargo, yo pensaba que todo aquello me estaba resultando pueril, que nuestro mundo es infantiloide y banal, y que aquel guerrero probablemente estaría pensando que los europeos somos como niños. Pero su pueblo forma parte ya de la sociedad del espectáculo y cada vez es más penetrado en sus modos de vida por las concepciones occidentales y la globalización. No son tontos y saben que resultan exóticos y que son fashion su aspecto, su estatura, su artesanía, sus leyendas y su carácter irreductible que lleva a que nunca los masáis hayan sido esclavizados... Sentí entonces el peso tremendo de un mundo que ya no permite la diferencia, que solo es posible en el aislamiento cultural o en contacto con otros pueblos semejantes. Sentí que nuestra civilización es infantil a la vez que depredadora y que no lograba dar sentido a la existencia como la que tan clara tenía aquel joven masái que miraba con firmeza y seguridad y afirmaba no temer a la muerte, ignoro si porque dentro de sus creencias místicas y religiosas, las cosas tenían un orden y sentido y el universo tenía alguna armonía que nosotros desconocemos. 

No sé, sentí una honda inquietud por que aquel guerrero formara parte de una empresa dedicada a la moda glamourosa y a la frivolidad que trae productos masái que son vendidos a altos precios como complementos exóticos. Sin embargo, esta realidad estaba permitiendo que mil cuatrocientas mujeres masái recibieran algo de dinero a cambio de su trabajo e incluso que la empresa Pikolinos hubiera abierto una escuela en Tanzania como proyecto de colaboración cultural. Sentí que probablemente todo aquello era bueno y que los masái, como cualquier pueblo indígena, ha de integrarse, entrar en la globalización, participar de la economía dineraria y los valores occidentales que intervendrán para juzgar también sus costumbres ancestrales como la circuncisión de los varones y la ablación clitorial que se practica a muchas mujeres. Acepté que todo aquello formaba parte de una evolución lógica e inevitable, que los masái son un reclamo turístico más, junto a los safaris fotográficos en Kenia y Tanzania para occidentales ansiosos de exotismo y con posibilidades económicas. Acepté que era imposible la supervivencia de modos de cultura autóctonos y que todos los grupos tribales que han mantenido sus diferencias han de pasar por el cedazo de la civilización que conocemos, pero esta noche en que vi el programa y a William riendo y  saltando en una cama elástica, jaleado por los aplausos y risas del público, me pareció sobrecogedoramente pobre nuestro mundo, pobre e inmaduro. Solo faltó que cambiara de canal y entrara en Gran Hermano y viera a otros jóvenes en una habitación haciendo no sé qué pero demoledoramente imbécil, y me di cuenta de lo que les espera a estos masái cuando sean oportunamente reconvertidos a nuestros esquemas no sé si llamarlos existenciales o esta palabra ya es demasiado grandilocuente para reflejar lo que realmente parecemos. 

miércoles, 18 de abril de 2012

El discurso del Rey



Yo, Juan Carlos I, rey de España, hoy fecha dieciocho de abril de dos mil doce, declaro solemnemente ante mi diario más íntimo, al que no tendrán acceso ningún medio de comunicación y solo la historia sabrá de él, que hoy me he disculpado por haber ido de cacería de elefantes a África. Lo he hecho porque no me quedaba ninguna otra opción, dada la campaña masiva de desprestigio de la institución que ostento. Desde derecha hasta izquierda, nacionalistas de todo pelaje, opinión pública y medios de comunicación han visto como inadmisible que yo, el Rey, me vaya de safari a África. Pero yo reflexiono honestamente y expongo ante la intimidad de mi diario personal:

Llevo treinta y siete años, que se dice pronto, aguantando la corona de un pueblo desagradecido y caótico que no ha apreciado que este periodo ha sido el más estable de toda su historia. ¿A quién le gustaría llevar la corona española? Yo me eduqué para ello, desde pequeño. A los diez años, mi padre, el conde de Barcelona, y Franco pactaron que yo me trasladaría a España para cursar estudios y prepararme para ser el sucesor de mi abuelo. Tuve la inmensa mala fortuna de matar a mi hermano Alfonso en un luctuoso accidente. Yo no he podido elegir. Siempre he tenido mi vida dirigida identificándome con el destino de España. Hube de educarme en el régimen de Franco y a la vez siendo fiel a mi padre que me aconsejaba desde la distancia para que yo fuera el instrumento que llevara de nuevo a España a la democracia para lo cual hube de soportar la dictadura y la omnipotente figura de Franco que nos despreciaba, a mí y a mi padre, como una dinastía débil.

He tratado de identificarme con España, toda mi vida no he hecho otra cosa. ¿Saben lo que es que una vida humana lleve tal sello de identidad? ¿La marca de la historia? Gozosamente renunciaría a ello. No es un privilegio ser el rey de los españoles. Estoy harto. Llevo treinta y siete años intentando representar dignamente a este país. ¿Qué tiene de malo que un rey tenga determinadas escapadas? ¿De qué vale ser rey si uno no puede tener algún lío de faldas? ¿Quién aguantaría la corona de un país cainita y desnortado como éste si uno no pudiera de vez en cuando irse de safari a África? Aguanto la representación día a día de la dignidad menos reconocida. Mi vida está milimetrada. Represento una estabilidad que no veo presente en la conciencia de este pueblo que ya no sé si considerar el mío. Entiendo a Amadeo de Saboya, que fue rey de este país y dejó la corona, harto de un país incontrolable, tras dos años de reinado. No puedo más. Sé que he de disculparme, pero a la vez veo un país con terribles perspectivas, un país que tiende a la disgregación, que solo goza en su autodestrucción. ¿Qué esperan los que ahora gozosamente me critican, me vapulean, y se mofan de mi afición a los safaris? ¿Que me humille? ¿Qué abdique? ¿Que abandone este país y lo deje a su deriva siempre tendente a la guerra civil? ¿Cuánto aguantaría España sin una monarquía moderadora que pusiera algo de estabilidad en este caos interterritorial? ¿Serían capaces los españoles de edificar unos cimientos estables que les permitieran la convivencia en paz y sin fragmentarse? Yo no lucho solo por mí y por mi familia. No. Lucho por el devenir histórico de este país que no sabe o no puede gobernarse sin alcanzar el caos y el conflicto. Nadie podrá negar que este tiempo en que la Reina y yo hemos reinado, ha sido el único pacífico y estable de la desgraciada historia de España. Para eso me educaron. Para eso he aguantado todo este tiempo. ¿Por un elefante más o menos he de ser puesto en cuestión y llevado ante el paredón de las befas y cuchufletas de los tuiteros, feisbukeros y medios de comunicación? ¿Qué sería de un rey que vive, como yo, en una jaula de oro, pero jaula, si no pudiera alguna vez gritar gozosamente en las sabanas africanas y disparar mi rifle contra la bella testuz de un elefante que barrita? Otros se dan al alcohol, otros tienen terribles aficiones inconfesables. ¿He de ser perfecto? ¿He de representar hasta la hez esta patraña de la monarquía para evitar que los españoles vayan a la ruina siguiendo su destino histórico?

Mala suerte he tenido con mis yernos. Espero que Letizia no nos salga rana. En el fondo la compadezco. Dejar su vida de profesional destacada para integrarse en una familia cada vez peor avenida y progresivamente disgregada como la mía, ha tenido que ser difícil. Ha de saber que es difícil que ella reine. Este país es demasiado complicado, y nunca será querida de verdad. La monarquía tiene los pies de barro aunque yo he hecho todo lo posible por sacarla a flote e intentar dar un sosiego a este país en su torturada historia.


 Que yo cace elefantes no es tan grave. Además lo hice en una cacería en que defendía los intereses de España ante la monarquía saudí. Tuve mala suerte y se descubrió. Ahora he de decir que lo siento, pero en el fondo, sé que no es verdad. Lo cierto es que estoy harto, siento ganas de aventura, me veo envejecer atado a una dignidad que se me ha terminado haciendo odiosa, pero no puedo renunciar a ella porque siempre fui educado para servir a España, y eso haré hasta que no pueda más, pero en mi fuero interno pienso que pueden darles morcilla a todos y cada uno de esos asaltantes de la Bastilla que solo buscan verme afrentado y humillado, sin saber que yo, el Rey, soy el único que mantiene unido a este país que saltaría por los aires sin mi figura. ¿Que cazo elefantes? Hay cosas peores y me callo. Sé que he de callarme por prudencia, por discreción, por pudor... pero escribo en mi diario estas reflexiones que guardo en mi corazón junto a los colmillos de otros elefantes que he cazado. Nadie es perfecto, como decía una famosa película. ¡Qué cojones! 

lunes, 16 de abril de 2012

Malos presagios


El ministro de Educación, José Ignacio WERT

Los recortes últimos, añadidos a los presupuestos ya claramente restrictivos, de 10.000 millones de euros (lo que es equivalente a más de un billón y medio de las antiguas pesetas) en sectores como educación y sanidad, ponen a la sociedad frente a las cuerdas y va a sentir en carne propia lo que significa esto. Sabemos del cierre de plantas hospitalarias, de ambulatorios, de restricciones en las pruebas médicas, de ampliación de los periodos de espera para dichas pruebas y operaciones, despidos de profesionales, peor atención, copago. Se habla de que los enfermos tendrán que pagarse la comida en los hospitales, que los turistas habrán de pagar su atención cuando estén desplazados en vacaciones... Esto solo es el comienzo porque el billón y medio largos de pesetas es una cantidad brutal que todavía no se ha aplicado.

Yo lo veo desde el sector educativo. Esto supondrá sin duda la disminución de sueldo de los profesores, el empeoramiento de sus condiciones de jubilación, la ampliación de la ratio por clase (en lugar de 25 o 30 alumnos por aula, subirá a 35 o 40), el aumento de las horas lectivas y de permanencia en los centros, el despido de decenas de miles de profesores interinos, el deterioro absoluto de la atención a grupos con problemas de aprendizaje que serán integrados en las clases como si no requirieran especial dedicación, el despido de profesionales que nos servían de apoyo en los centros educativos (Técnicos de Integración Social, profesores de apoyo...)

El resultado os lo podéis imaginar. Si un profesor tiene a su cargo a 120 alumnos no es lo mismo que si tiene a 280. El número de pruebas no puede ser igual, el número de trabajos corregidos no puede ser el mismo, la atención y seguimiento serán sensiblemente inferiores, las salidas pedagógicas sufrirán un deterioro considerable porque no se podrán abordar.

Por poner un ejemplo que tengo cerca pero que para mucha gente es desconocido, puedo decir que mi mujer (tutora de PQPI y profesora de Aula de Acogida) dedica en casa, unidas a su jornada laboral, más de veinte horas suplementarias a la semana. No podemos salir los fines de semana porque tiene que complementar su trabajo con correcciones, seguimiento de alumnos, burocracia infinita (cada vez mayor). Yo dedico infinidad de horas añadidas a mi trabajo en el aula y mi estancia en el centro. Y no creo que seamos casos aislados porque sé que esta esclavitud de la profesión es común a la inmensa mayoría de los profesores.

¿Qué pasará si nuestros alumnos se multiplican por dos y desaparecen las atenciones individualizadas? ¿Qué pasará si decenas de miles de profesores interinos van a la calle (algunos con muchos años de presencia en las aulas)? A esto lo llaman "racionalización", "ajustes"... pero la realidad es que la brecha entre la enseñanza pública y privada será cada vez mayor. Hasta ahora podíamos ofrecer una especialización en sectores desprotegidos en la sociedad, alumnos a los que la enseñanza privada no tiene en sus presupuestos. Piénsese que muchas escuelas privadas suponen cuotas (siendo concertadas) elevadísimas y que los padres las pagan sin rechistar porque así se libran de la furrufalla (o borrufalla) de la pública en donde se agrupan los sectores más frágiles de nuestra sociedad a los que hasta ahora dedicábamos nuestra atención con unos medios determinados. Seguiremos, por supuesto, haciéndolo pero en unas condiciones sensiblemente menos equitativas porque no es solo nuestras condiciones de trabajo y de sueldo las que serán dañadas (esto parece ser objeto de alegría general) sino que será todo el entramado educativo el que sufra el impacto del deterioro mencionado. El que quiera imaginárselo, solo tiene que tomar la sanidad pública como paradigma de lo que va a pasar. El retraso de las pruebas de un paciente puede suponer la no detección y atención de un cáncer que no podrá ser atajado, el cierre de plantas supondrá que miles de pacientes  serán no admitidos en los centros hospitalarios porque no habrá infraestructura para atenderlos.

Se ha impuesto la política de la austeridad y el déficit cero para satisfacer a Alemania, pero eso no nos evitará las consecuencias de este posicionamiento que nos llevará a la recesión y al deterioro absoluto de los servicios públicos, la fuga de cerebros por la disminución de inversiones en investigación y desarrollo, y saber que hay unas o dos generaciones condenadas por estas políticas. Hay teorías muy fundadas que sostienen que la práctica absoluta de la austeridad solo puede llevar a la ruina y al hundimiento de un país.

Yo lo voy a ver desde un lugar privilegiado: en las aulas masificadas con crecientes y masivas desigualdades que no podrán ser atendidas. Si alguien quiere alegrarse porque machaquen a los profesores, ha de saber que no solo serán ellos los que paguen la situación.

Pero los políticos y banqueros (tan extraordinariamente amigos) saben que ellos tienen un buen futuro y una buena jubilación asegurada. 

sábado, 14 de abril de 2012

¿Mañana España será republicana?



Siempre he escrito sobre el catorce de abril en mi blog. Hoy no va a ser una excepción. Tengo una bandera republicana que he utilizado en mis clases de COU hace años en la fecha fijada, he salido con ella y mis alumnos a recorrer Cornellà para ver la reacción de la gente al advertir la bandera y escuchar el himno de Riego; he cubierto con la bandera republicana la tumba de Antonio Machado en actos en Collioure con mis alumnos. Durante mi  carrera leí docenas de libros sobre el periodo republicano y me emocionaba leer la descripción de Tuñón de Lara cuando al gobierno provisional presidido por Alcalá Zamora le fueron rendidos honores por la guardia civil. Soy republicano hasta la médula y amo la bandera tricolor a la vez que deploro la existencia de la monarquía, no porque sea onerosa (que no lo es) sino porque no entiendo que debamos sufragar la vida de unos individuos sobre cuya realidad los españoles nunca hemos podido votar. Es una farsa pensar que cuando votamos la constitución de 1978 votamos a favor de la monarquía. Es una trampa indigna. Yo no voté la constitución pero entiendo que en aquel momento nos daban a escoger en un paquete institucional entre la dictadura o una presunta democracia en la que iba incluida en letra pequeña la monarquía, como en los contratos con los bancos y las telefónicas. No tuvimos nunca ocasión de votar sobre el régimen que queríamos. Tal vez en aquel momento, con un ejército superpoderoso era imposible plantear aquel debate y hubimos de aceptar como mal menor la monarquía, sin que, además, se nos formulara abiertamente la pregunta. Esto es cierto. Nunca hemos elegido los españoles la forma de estado que deseamos. Fue una maniobra artera y quizás inevitable para facilitar la transición a la democracia.

Dicho esto, ahora vienen mis dudas. Deploro la monarquía, pero ahora temo más la realidad de los españoles como conjunto de individuos capaces de organizarse y definir su futuro. ¿Acaso la monarquía estructura el estado de modo que las tensiones interterritoriales son suavizadas y matizadas? El rey es abucheado en los partidos de final de copa entre el Atlétic de Bilbao y el Barça. Volverá a serlo en la final prevista en el Vicente Calderón. El rey es abucheado y él aguanta el tipo sabiendo que eso va incluido en el sueldo. ¿Qué pasaría en una transición hacia una república en un país que estalla en el debate regional? ¿Cómo sería la nueva España si es que existiría? ¿Sin Cataluña, sin Euskadi, con Navarra en la cuerda floja, con Valencia sometida a grandes tensiones sobre si integrarse en los Països Catalans y de igual modo Baleares o por otro lado Galicia. Pienso en la franja de Poniente aragonesa donde se habla catalán y su destino nuevamente sería incierto sobre si se integrarían en Cataluña o en lo que quedara de España. No sé si Canarias optaría por ser africana o española. No sé cómo se administrarían los odios entre regiones o pueblos. No sé si Castilla seguiría unida a León o si Cartagena a Murcia, si el Bierzo a León...

Dudo de nuestra capacidad política. Quiero pensar y me gustaría pensar que en una España republicana seríamos menos cutres, menos folklóricos, menos corruptos, más cultos, con menos procesiones y con menos poder de la iglesia que no recibiría subvenciones del estado, menos ansiosos por maltratar a los animales... Quiero pensar que en una España republicana podrían articularse armónicamente los diferentes intereses regionales y que seríamos capaces de mantener un país coherente y unido, o desunido sin odios que perduraran durante siglos.

Cuando miro las portadas de la prensa de derecha (ABC, La Razón, La Gaceta, El Mundo...) me doy cuenta del poder de la España visceral y profunda, esa que recoge críticamente El ojo izquierdo en El País y que califica a Rubalcaba de antipatriota y saca pecho ante Marruecos por el asunto de Perejil o ante Argentina por el de Repsol. No me siento partícipe del mismo país que ellos. Creo que vivimos realidades diferentes. Siento que en esencia somos un país cainita, envidioso, rastrero, miserable, capaz de grandes cosas y generosidades sin límite pero condenados al cutrerío y al enfrentamiento por nuestro devenir interno. No confío en nosotros como sociedad y por  supuesto no confío en los políticos que no supieron prever una realidad aciaga económicamente como la que estamos viviendo. El descrédito de la política es tremendo y en ello tiene un lugar fundamental la cuestión territorial. Un aeropuerto en Ciudad Real, un aeropuerto en Castellón, en Lleida, en Huesca... AVES a todas las regiones (que van vacíos) setenta universidades en España (ninguna entre las mejores), cuando Alemania tiene cuarenta... pero todas las regiones quieren ser las que tengan todo y los mejores museos de arte contemporáneo (vacíos) y la mejor liga del mundo (y más millonaria) cuando somos pobres, y queremos organizar juegos olímpicos en Madrid, cuando somos rematadamente pobres y ni siquiera Alemania se ofrece para organizarlos. 

Quiero pensar que una España republicana daría mejores respuestas a este carácter interno que tenemos, y que sería mejor tener a José Bono o José María Aznar o Gregorio Peces Barba de presidentes de la república... pero tengo mis dudas. En el fondo no confío en nosotros.

No sé si he contribuido a la fecha o me he desviado de la cuestión, pero hoy no me siento eufórico por la celebración. Disculpad. 

miércoles, 11 de abril de 2012

El principio de Peter



Os supongo familiarizados con esta formulación creada por Laurence J. Peter que viene a decir que los responsables en una empresa ascienden hasta que alcanzan su nivel de incompetencia, de modo que podemos encontrar a numerosos ejecutivos a los que su responsabilidad les viene grande y ante la cual son auténticos incompetentes. Esta idea me ha venido poderosamente a la cabeza considerando los cien días del presidente de gobierno Mariano Rajoy. Tal vez este hombre fue un eficaz jefe de oposición que machacó al anterior jefe de gobierno acusándole de bobo y de ser un improvisador, a pesar de los mensajes que Zapatero le dirigía en nombre de la responsabilidad. Pero Rajoy y su partido solo querían el poder, les daba igual lo que sucediera después. De hecho no apoyaron al gobierno cuando estábamos al borde del precipicio solo jugando a la carta de ganar las elecciones por el desgaste que suponía la crisis. Ahora se acusa a los socialistas de no haber hecho lo que tenían que hacer cuando estaban en el gobierno y se les achaca todo el déficit acumulado. Yo me pregunto si un gobierno con mayoría insuficiente y careciendo de apoyos fijos podía haber llevado a cabo algo de mayor calado con una oposición cainita que solo se excitaba ante el poder absoluto sin proponer una sola idea sobre la crisis. Teniendo en cuenta además que el PP gobernaba en comunidades autónomas que no se han distinguido por su eficiencia, ni por su contención del déficit y sí por el despilfarro y la corrupción (Valencia, Baleares, Galicia).

Ahora, sin embargo, el PP es un eficaz agente de los mercados en España. Su mensaje es tan elemental como lo pudiera dar un presidente de escalera ansioso de ejercer su potestad. O un director de instituto endiosado por su poder institucional. Oigo a Mariano Rajoy y me dan escalofríos por la simpleza de su verbo y de su organigrama mental. Creyó que los mercados se rendirían a su sola presencia y que España recuperaría la confianza por estar él en el poder. Pero yo solo he visto un presidente cateto que no habla inglés (como Zapatero) y que en las cumbres internacionales canta como una almeja por su falta de habilidad a la hora de tejer alianzas y ejercer cierta influencia en Europa, haciendo confidencias para congraciarse, como un personaje sin densidad, con sus homólogos europeos. Incluso a Obama le dijo, para caerle bien, que él también estudiaba inglés. Sonroja semejante ingenuidad.

Ahora sus medidas atentan al núcleo del estado de bienestar en su dimensión más esencial: sanidad y educación, lo que dijo él que no tocaría. Pero Mariano Rajoy no da la cara ni nos explica qué pretende. Elude a la prensa, escapándose por la puerta del garaje, en el Senado. ¿Este es el hombre que quería convertirse el líder y aspirar a conducir a los españoles a la salida de la crisis? No niego que sea un eficaz gestor de los intereses de Alemania, a la que rinde vergonzosamente pleitesía. No niego que su política no apele al sentido común como el de un presidente de una escalera de vecinos, pero, dada la situación en que estamos, cabría esperar un dirigente político y moral que tuviera una buena política de comunicación y nos explicara cuál es su proyecto para España, qué pretende con la sanidad y la educación, con la investigación, así como por qué premia a los defraudadores con su amnistía fiscal. Si sabía lo que ahora sabe, ¿por qué jugó solo la carta de hundir al anterior gobierno? Si era tan listo como presumía ¿cómo es que sus recetas no surten efecto y el paro no deja de aumentar y de perder posiciones ante otros países como Italia que no hace mucho se debatía entre el ser y la nada y parece haber sacado pecho por obra y gracia de un tecnócrata como Mario Monti  que sugiere solvencia y seguridad?

Rajoy es un buen jefe de negociado pero el puesto de presidente de gobierno en las actuales circunstancias le viene demasiado grande. Ganó las elecciones por el enorme coste que supuso la crisis a otro incompetente como Zapatero que fue abandonado por el electorado de izquierda. No estoy defendiendo, como alguien podría suponer, al Partido Socialista que actualmente está totalmente perdido y sin alternativas, y en especial en Cataluña donde no sabe quién es ni qué pretende ni dónde está. No existe oposición ante un gobierno abiertamente desarbolado por los mercados especulativos. Ahora Rajoy y su equipo nos piden responsabilidad y esfuerzos pero son incapaces de actuar como verdaderos líderes políticos y humanos, sobre todo con su pasado en la oposición en la que no jugaron cartas de auténticos estadistas y sí de indignos trileros. A Rajoy y su equipo me da la impresión de que la crisis les desborda y que son enanos jugando un partido que es demasiado complicado para sus méritos. Esta es nuestra tragedia porque este es nuestro gobierno y carece de oposición creíble. Sería la hora de los estadistas pero lo que ofrece Rajoy es una increíble impotencia, improvisación y perplejidad ante lo que está pasando. No me extraña que huya porque no sabe qué decir. Es terrible que en solo cien días se haya evidenciado que lo único realmente cierto es que los incompetentes son ahora los que nos miran con ojos asustados y como diciendo ¡qué complicado es esto! Entretanto lo que tienen claro es que, siguiendo su tendencia ideológica, el estado debe ser desmantelado y pobre del que quede fuera de su manto protector. Nos esperan tiempos muy amargos y solo tenemos un Peter cualquiera mostrando su confusión e incompetencia. Y Rajoy solo titubea y obedece a lo que mandan. Porque se están enfadando...

sábado, 7 de abril de 2012

1057 palabras



Mis  primeros seis años de vida me atraen con una fuerza magnética irresistible. He escrito mucho sobre ellos, aunque raramente he publicado. Fue un territorio auténticamente salvaje, el único territorio salvaje de mi vida. Aprendí a leer a los cinco años, de modo que en aquel lejano tiempo el mundo pasaba a través de mis ojos sin el filtro de la lectura que luego me devoró. Yo era un niño callejero. A partir de mis cuatro años yo deambulaba por las calles  yendo suelto de un lado para otro, aunque nunca formé parte de las bandas que por allí había, como la del Velas, llamada así por sus mocos colgantes. Fumaba yo lo que los viejos tiraban al suelo. Iba buscando las colillas encendidas y las chupaba con fruición. Era un niño solitario y desquiciado que recorría la plaza del Pilar de Zaragoza, entre los cipreses tristes y sombríos, provocando e insultando a los viejos a los que detestaba. El mundo me fascinaba, siempre estuve dominado por visiones que la realidad de una mirada nueva aumentaba con una potencia que luego nunca he logrado recuperar. Solo tenía una amiga con la que jugaba en una vieja buhardilla e imaginábamos un mundo menos sórdido. Fue el primer amor de mi vida y, a pesar del tiempo pasado, aún recuerdo el olor de su piel y sus ojos profundos y oscuros. Mi padre no estaba o solo lo veía muy de vez en cuando. Mi madre era el ser más fascinante que he conocido nunca, pero disfrutaba causando dolor al único ser que tenía a su alcance. Yo orbitaba en torno a su fuerza prodigiosa como un satélite subsumido por el maelströn de su mundo sádico y obsesivo. Carecía de límites y de piedad. Yo viví aquel mundo de dolor inmenso y terrible, ampliando mi capacidad para la ensoñación, para la creación de entornos mágicos y oníricos. Me hice lento de reflejos pues me costaba salir de mis ensoñaciones. Aun después del tiempo pasado sigo yendo rápido a todos lo sitios para encontrar un tiempo luego detenido y magnético.


La vida era terriblemente triste e inmensa, y esa tristeza que me inundaba amplió mi universo multiplicado por mil al entrar en contacto aquel niño salvaje con la concepción religiosa de un colegio de monjas al que empecé a ir a mis cuatro años. Los primeros días me escapaba,  insultaba a las monjas tildándolas con los motes y palabrotas más obscenos y soeces que conocía y eran muchos, me negaba a sentarme con los niños y me escapaba al sector de las niñas a pesar de los castigos y las reprimendas. La capilla de la iglesia excitaba mi universo interior sumiéndolo en escenas terroríficas. Mi espíritu indomable se vio dominado por la culpa y sintió más dolor, inenarrable, hasta que llegó uno de los días más ominosos de mi vida: el día de la primera comunión. El abismo del fin del mundo se abría y yo esperaba la llegada de Dios en medio de ángeles y arcángeles que tocarían sus trompetas para castigar a aquel ser de seis años que era profundamente malo y era culpable de todo lo que sucedía a su alrededor.

No sé en qué ocupan sus primeros seis años de vida otras personas. Tal vez en ser felices. Yo no tuve esa oportunidad, pero el tiempo me ha enseñado que aquello posiblemente fue una ocasión única e irrepetible y no renuncio a mi particular Auschwitz emocional. No sé qué hubiera pasado si yo hubiera sido un niño querido en un universo amable y acogedor. Lo ignoro. Pero sé que en aquello había un mensaje poderoso, que ha nutrido toda mi vida posterior con una fuerza extraordinaria. Desarrollé una potencia cósmica que me permitió observar todo desde la perspectiva del dolor y a la vez alcanzar la dicha en instantes de plenitud. He vuelto una y otra vez a aquel mundo incluso desde la perspectiva del teatro que ensayé durante unos años. Reproduje la escena de la manzana asada en la que reside el día más doloroso de mi vida. Mi madre a mis cinco años me echó de casa por no querer comer una manzana que me repugnaba. Para mí no era un juego y sentí en mis entrañas el abismo de la soledad total y el abandono del único ser al que estaba unido. Este día ha sido reproducido en una escena dramática en presencia del director ruso Boris Rotenstein muchos años después. Éste asistió maravillado a aquello y dijo que era la escena teatral más potente que había visto hasta entonces. De tal manera aquellos años espantosos aún nutren mi modo de ver el mundo que en su dimensión apocalíptica son capaces de alumbrar magnéticamente una potencia personal a la que no renuncio y que casi llego a considerar como una suerte. Probablemente otras personas de sus primeros seis años solo tienen recuerdos tiernos y afectuosos a los que miran con nostalgia y una reprimida melancolía. Yo, en cambio, viví de entrada la apoteosis del sufrimiento en cantidades inimaginables, pero ¡cómo desarrolló mi capacidad para la observación interior, para la generación de universos paralelos, para el erotismo intenso en escenas íntimas con aquella primera muchacha que conocí y amé, hasta que llegó aquel día gris y triste en que hice mi primera comunión en un colegio de pobres y Mariví definitivamente se trasladó de barrio y no la volví a ver jamás! Suerte que entonces pude sustituir definitivamente aquel mundo insólito y violento por la literatura cuando descubrí los libros, que han sido una forma de prolongar las visiones de la infancia con una dicha difícil de imaginar para los que solo tienen recuerdos entrañables de estos primeros seis años.



Cuando el año pasado acompañé a mi madre a la entrada del crematorio, toqué su frente helada, la miré por última vez, ya totalmente indefensa, y advertí que tal vez había sido un monstruo, pero había sido mi monstruo. El cadáver entró por la puerta, y luego sus cenizas fueron esparcidas, como ella quería, en un bosque de Santillana del Mar, cerca de Altamira. Aquella mujer había sido en sus años jóvenes artista de cabaret. Algún día escribiré su historia, no sé si real o imaginaria, del mismo modo que ignoro si lo que cuento o lo que soy es real o fruto de la ensoñación. 

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