En mi vida la lectura ha sido esencial. Me he
pasado la vida leyendo y sigo haciéndolo. Lo que quizás para mí ha entrado en
crisis en este nuevo giro de la historia es la lectura de literatura, la que
tanto tiempo me había dado alguna consistencia. Leo algo, pero poco, absorbido
por la tecnología. En consonancia observo que la mayor parte de los
profesores defensores de las nuevas tecnologías en la educación, han dejado la
literatura en un segundo o tercer lugar, casi irrelevante. Su dedicación a la
informática es tal que su posible tiempo para la literatura, que es
radicalmente absorbente, es próximo a cero. La complejidad del discurso literario entra en contradicción con la
simplicidad de los tweets y la información rápida que abunda en la red.
Este es el nuevo siglo en que la literatura ha entrado en crisis, según mi opinión. Las grandes obras del pasado no tienen ya mucho
que aportar a los hombres del presente. Se han quedado irremisiblemente
desfasadas tanto en forma como en fondo, y sólo están destinadas a pequeños reductos de nómadas supervivientes de la
literatura.
Tecnología y literatura son contradictorias. Lo vemos en
nuestros alumnos. Su capacidad de atención es mínima, su cerebro probablemente
ha mutado hacia otros tipos de atención más selectiva que la que implica el
lenguaje literario que, dicho sea de paso, exige un tiempo y una voluntad que
no concuerda con la realidad que vivimos: frenética e incapaz de dejar ningún
poso. La tradición ha muerto, salvo en las fiestas de los pueblos.
Para mí la literatura ha dejado de ser útil. Me causa
dolor leer textos impregnados de otra dimensión de la vida, del arte, del mundo, de las
cosas. Leer a Cortázar me abruma y me aburre. ¡Fue tan grande para mí! Pero su
mundo ha quedado irremediablemente anticuado. Su concepción de la imaginación
no tiene nada que ver con el mundo sin imaginación que vivimos ahora. En mis
treinta años de docencia puedo considerar que ha sufrido una mutación completa la
imaginación y la capacidad expresiva de mis alumnos. Ahora son próximas a la
nada más absoluta.
La literatura ya no dice nada a los ciudadanos de este
tiempo. No considero evidentemente literatura los libros de éxito en su
inmensa mayoría. Está bien que la gente lea, que lo haga. Pero yo no quiero
iniciar una cruzada pedagógica para estimular que mis alumnos lean. Que lean si
les da la gana. No estoy por hacerles leer, salvo por imperativo legal, las
tonterías editoriales que ahora se estilan. No pueden leer literatura, no les
interesa (y no les interesa a la inmensa mayoría del 99 por ciento), pues
muy bien. A mí tampoco me interesa. Se me ha quedado desfasada. Lo digo ya con
dolor, atemperado, porque yo no sería el que soy sin la literatura. Creo que aún
puedo subsistir hasta el final de mis días con lo que he leído.
No pienso que los lectores sean mejores personas
que los no lectores. A veces me he preguntado si estuviera a punto de morir en
una ciénaga y pasara por allí alguien que me pudiera salvar dándome la mano y
arriesgando su vida. ¿Quién lo haría? ¿Un lector o un no lector? ¿Verdad que no
hay respuesta? No puede haberla. Sólo me gustaría que fuera buena persona, y me
daría igual si hubiera leído La montaña mágica o no.
Creo que la literatura exige un pacto social. Los
escritores deberían revelar el consciente y el inconsciente colectivo de modo
artístico. Y la sociedad creer en ellos u odiarlos. Hoy la literatura sólo
suscita indiferencia. No hay una sociedad necesitada de literatura.
Lo mejor que lo podría pasar a la literatura es que la
prohibieran. Páginas tan hermosas, tan reveladoras de lo profundamente humano,
de esa tensión entre la vida y el arte (y los límites del arte) son ahora equivalentes a cualquier texto sociológico o de diario de información tipo
Veinte minutos o ADN. La literatura es prescindible en el mundo que vivimos. No
la necesitamos. Claro que habrá una minoría -muy minoría- de inadaptados que la
seguirán leyendo. Allá ellos. Serán raros, anómalos, lo pasarán mal.
Por eso, no estoy más por enseñar literatura a jóvenes
como los que hoy pueblan nuestras aulas. No los voy a calificar. Son hijos del
tiempo actual. No puedo vender la literatura porque ya no creo en ella.
Pero ¡qué hermoso era el mundo y la vida cuando me
sumergía en alguna obra en tardes infinitas de aburrimiento!
Pero ya no. Lo siento y mucho.
(Este post está motivado por la petición de ayuda de un amigo bloguero para poder argumentar contra la literatura, contra el libro, contra la bien considerada y políticamente correcta adhesión universal al valor del libro)