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viernes, 27 de febrero de 2009

El bosque

No sé cómo lo descubrí. No sé cómo uní los dos estímulos. Debía de tener siete años y ya había hecho la primera comunión en uno de los días más ominosos que recuerdo. Hoy pienso que fue fruto de una inspiración genial. Estaba en casa de mis tías solteronas, Elda y Angelita. La primera era huraña y malhumorada mientras que la segunda siempre estaba de buen humor y tenía ganas de cantar y hacer bromas. Preparaban una de las mejores paellas que he comido en mi vida en la que el arroz tenía un color oscuro por las alcachofas que le añadían. Cuando iba a su casa, me maravillaba el aire antiguo que tenían todos los muebles, los techos altísimos, el largo e interminable pasillo, las baldosas que se movían cuando las pisabas, el cuadro de época -un hidalgo sombrío y solemne con gorguera, con la mano en el pecho, cuyo rostro me producía miedo cuando pasaba junto a él: ellas pensaban que era un cuadro valiosísimo por la antigüedad que tenía ¿siglo XVII?-, el despacho de muebles oscuros y siniestros... Todo era un espectáculo para un niño imaginativo e hipersensible.

Un día que estaba solo -mis tías habían ido al mercado y no volverían en un buen rato- me dio por beber agua. Me bebí un vaso de agua del grifo, me quedé con sed (era verano), seguí bebiendo y fueron cayendo más vasos. Ya no tenía sed pero volví a abrir el grifo y echaba más agua. Así hasta nueve o diez vasos. Aquello me produjo un fuerte mareo. ¿Habéis probado a beberos dos litros de agua sin parar? No sé por qué pero aquello me produjo un estado próximo a la ensoñación. Me puse a deambular por la casa, de un lado a otro, hasta que entré en el baño. Vi la gran bañera de metal blanca y sostenida por cuatro patas. Bebí otro vaso de agua y entonces se me ocurrió tomar el espejo que estaba encima del lavabo. Lo descolgué y lo cogí con mis dos manos a la altura del vientre. El espejo reflejaba lógicamente el techo. Comencé a caminar por la casa mirando únicamente al espejo. ¡Ohh! -exclamé- Iba andando por el techo. Tenía la impresión de haber cambiado de dimensión y moverme en un mundo aparte. Mi hinchazón por el agua y el juego del espejo reflejando el techo me transportó a un mundo distinto. Lo más sorprendente era cuando tenía que salir de una habitación y entrar en otra o al pasillo porque había de sortear el dintel de la puerta. Lo hacía con suma precaución, alzando primero un pie y luego el otro. Estaba al otro lado del espejo, en otra casa, en otro mundo que era sólo mío, era como un mundo en negativo del que estaba acostumbrado a ver cotidianamente. Aquella no era la casa de mis tías, era la casa de otras tías que estaban en otro lugar. Vi la realidad transfigurada, dotada de una nueva luz. ¡Qué sensación de sorpresa! ¿Nadie conocía aquel mundo excepto yo? Fui de una habitación a otra atravesando el pasillo en el que sorteaba las luces anticuadas del techo, la lámpara de madera oscura del despacho, los desconchados en que la pintura estaba cayendo, entraba y salía de las habitaciones con sumo cuidado de no tropezar... No sé cuánto tiempo pasé así, pero de pronto oí la voz cantarina de Angelita que llegaba por la terraza que daba a la escalera. Me llamaba. Fui caminando deprisa por el pasillo hasta el baño sin salir de mi hechizo. Volví a colgar el espejo en las dos escarpias y salí del baño confuso sin saber en qué dimensión estaba. Me costaba andar por el mundo de este lado. Angelita y Elda abrieron la puerta de la cocina y yo me quedé mirándolas extrañado de estar aquí, en este ángulo.

Podrá parecer extraño que traiga este recuerdo aquí. Volví a repetir aquello siempre que tenía ocasión. Para ello sólo hacían falta tres elementos, todos maravillosos para un niño: soledad, agua y un espejo. Hace unos días visité en el MACBA (Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona) unas instalaciones del artista brasileño Cildo Mereiles, y tuve una impresión semejante sin necesidad del agua o del espejo. El artista nos trasladaba a espacios mágicos, a otras dimensiones, a lugares cuyas imágenes no veo sino existentes en el mundo poderoso de la infancia. En una entrevista que hoy publica El Periódico de Catalunya, Cildo Mereiles dice acerca del sentido del arte: El arte es algo que te secuestra del momento y del lugar. Viajas. Quizá porque te mueve algo que procede de la infancia, un relámpago de lo que se materializó...

No me cabe duda de que yo aquel día estaba dando mi réplica personal a la experiencia reciente y sórdida de mi primera comunión. Allí estaba descubriendo mi mundo personal, extraño y enigmático. Toda mi vida he estado persiguiendo recuperar aquella sensación primigenia del sentirme aéreo, ligero, de caminar por el otro lado de las cosas. La literatura y el arte en general nos conectan con otras dimensiones, nos hacen salir fuera de nosotros mismos, como si camináramos por el techo y uno no puede sino sentirse estremecido de emoción estética. Había llevado a cabo una de mis primeras “acciones poéticas” y había tenido una reflexión artística de modo inconsciente.

A veces he hecho cerrar los ojos a mis alumnos, les he propuesto respirar hondo varias veces y he iniciado con ellos un recorrido imaginario en que iban descalzos a través de su casa y de pronto llegaban a una puerta. La abrían y salían a un bosque cubierto por el musgo. Les he descrito sensaciones en sus pies andando por el bosque y cuando encontraban un arroyo de agua helada, y han podido sentir el frío, el aire en su rostro, sus manos acariciando la corteza de los árboles, algunas suaves y otras rugosas. Entonces se desnudaban y caminaban solos por el bosque, oyendo el rumor de las hojas, el trino de los pajarillos, las irregularidades de la tierra y el musgo. De pronto pisaban una piedra, pero el dolor era agradable.

Faltaban cinco minutos de clase (en el tiempo de fuera), pero ellos estaban en otro lugar misterioso. Les hacía volver poco a poco, vestirse, y llegar de nuevo a la puerta por que habían salido. Volvían a entrar en su casa y entonces sonaba el timbre para salir al patio, y muchos daban un suspiro volviendo aquí, a este lado... Abrían los ojos, les costaba reaccionar, cogían el bocadillo de chorizo o mortadela e iban saliendo lentamente de clase al patio. El de este lado.

martes, 24 de febrero de 2009

Creatividad

Hace unos años durante un viaje de estudios de mis alumnos a Tenerife tuve una especie de visión. Mientras ellos comían en el hotel durante su día libre, yo me había ido a dar un garbeo por el Puerto de la cruz y aterricé a la hora de comer en una pizzería junto al mar. Desde ella se veía el azul de las olas que chocaban contra las rocas, junto al paseo marítimo del Puerto. Era, como dijo Borges, una espada innumerable. Estaba fascinado viendo el espectáculo del mar, pero poco a poco comencé a fijarme en los demás comensales. La pizzería estaba casi llena. La mayoría eran extranjeros y reinaba en el restaurante una especie de euforia de rostros satisfechos, algunos rojos por el sol. El vino y la pasta estaba presente en muchas mesas. Los camareros volaban sirviendo las mesas. Yo estaba contento y mi pizza Margarita parecía bastante aceptable. El mundo estaba bien hecho. Mis alumnos estaban disfrutando del viaje, que estaba resultando interesante, y todo salía a pedir de boca.

Sin embargo, a medida que comía mi pizza tuve una creciente sensación de malestar que me golpeó el estómago. Tuve la impresión de que todos los que estábamos allí disfrutando de la vida y de la comida, vivíamos en una burbuja de bienestar en un mundo terriblemente injusto. Allí en Canarias, cerca de la costa africana, el mundo era de otra forma que en la mayor parte del continente africano. Todavía no había tenido lugar el genocidio tutsi en Rwanda, pero era evidente que tu visión del mundo cambiaba sobre dónde tenías la suerte o la desgracia de haber nacido. No podía ser aquel desnivel de formas de vida. En muchos sentidos era obsceno. La imagen de la burbuja se apoderó de mí, una burbuja que flota en el aire por encima de la tierra sin apenas contaminarse viviendo una realidad aparte y nutriéndose en gran medida, por hilos comunicantes, del mundo que se hunde en la pobreza en virtud de unas reglas económicas tremendamente injustas. Para que nosotros estuviéramos plácidamente allí comiendo pizza había otros seres en algún lugar del planeta que pasaban privaciones y miseria.

Ahora la burbuja en que vivíamos está a punto de estallar. Todavía no ha estallado de verdad, sólo estamos ante los momentos anteriores a que lo haga, aunque vivimos con la ilusión de que esto es un reatraimiento cíclico y que en unos meses o un año más o menos volveremos a la situación anterior, como ha pasado en otras ocasiones. Sin embargo, hay indicios muy sólidos de que estamos en los preámbulos de un desplome general de todas las economías del planeta, de un crash financiero mundial o, lo que es lo mismo, un fallo sistémico generalizado.

Hasta no hace mucho vivíamos en una liquidez crediticia extraordinaria. Buena parte de la sociedad vivía muy por encima de sus posibilidades, tirando del crédito, comprando y vendiendo viviendas que subían sin parar hasta límites imposibles, cambiando de coche con facilidad, cenando en restaurantes o yendo a balnearios de fin de semana. Era fácil conseguir una hipoteca que cubriera el cien por ciento del importe del piso y se concedían sin demasiadas garantías, igual que he vivido que reiteradamente me ofrecían dinero a crédito por teléfono en veinticuatro horas.

El bienestar de occidente se ha basado en la especulación, en la ingeniería financiera, en estafas piramidales de tiburones sin escrúpulos... Hay culpables, sin duda, pero también quiero hacer hincapié que ha sido todo un sistema de vida el que ha salido beneficiado. Nosotros hemos vivido en la euforia que caracterizaba antes la liquidez monetaria. Esto ha propiciado que el sistema funcionara engrasado, que hubiera dinero abundante en circulación y que el estado pudiera recaudar por mil formas diferentes más impuestos. Esto es una de las cosas que notaremos primero: el declive del estado de bienestar -por el descenso en picado de las recaudaciones en IVA, impuestos de compraventa de pisos, etc. - lo que quiere decir que el estado asistencial entrará en crisis lo que afectará a la escuela pública, a los servicios sociales, las prestaciones por desempleo, a las jubilaciones, a la seguridad social, a las ayudas sociales.

Nadie se fía de nadie. Nadie sabe qué contenido tóxico hay en cada banco. No hay créditos de los bancos ni con buenas perspectivas comerciales; las pequeñas y medianas empresas están con el agua al cuello; el consumo ha caído en picado y todos los negocios lo notan. Estamos en recesión y se agita el fantasma de la deflación. Los precios bajan y la actividad económica se contrae, lo que significa muchos más parados. ¿Cuántos? Se habla de cuatro millones como cifra cercana, pero mucho me temo que no acabará ahí. ¿Podrá sostenerlos el estado? ¿Podrá éste aguantar la seguridad social? ¿Y el sistema de pensiones? ¿No se terminará acudiendo a esos fondos para intentar amortiguar la debacle?

No soy economista, pero suelo leer aquí y allí artículos y análisis de fondo, y mucho me temo que los dirigentes políticos saben mucho más de lo que dicen, y que no lo dicen para no causar pánico social. Entretanto, la mayoría de la población espera ingenuamente que esto es un incidente que se resolverá en unos meses y que volveremos a nuestro desquiciado antiguo estilo de vida.

Como esperanza, creo que la literatura y el arte en general saldrán reforzados de esta megacrisis económica, social, humana, ecológica, espiritual y de valores que se está abriendo ante nosotros como una sima oscura. De esta crisis saldrá lo peor del espíritu humano, pero también, sin duda, surgirá lo mejor y probablemente volveremos a necesitar la literatura, la poesía, el teatro, la danza, el cine de bajo presupuesto, que digan algo al corazón atribulado del hombre. Las crisis, con el sufrimiento que llevan aparejadas, nos hacen mejores y tendremos que innovar para redefinir un estilo ecológico de vida con el planeta y construir un mundo menos insolidario. La creatividad saldrá reforzada no me cabe duda. Un día el poeta Joan Brossa me decía que vivíamos en un mundo fofo, blando e inane, pero que esto se acabaría y llegarían otros tiempos. Mucho me temo, que para bien o para mal, los tiempos están cambiando.


miércoles, 18 de febrero de 2009

Extrañeza

Caminaba apresuradamente por uno de los pasillos del metro en el intercambiador de Plaza España. Iba pensando en el último relato de Cortázar que había leído, Las armas secretas. Pierre intenta alcanzar siempre a Michèlle, pero ésta se le escapa, y siempre acude a él la misma imagen, la de una escalera y una bola de cristal al comienzo del pasamanos... Me quedaban un par de páginas que terminaría en el trasbordo que tenía que tomar. Un músico tocaba el violín y pedía unas monedas. Era joven y tenía una larga melena rubia. Me lo imaginé como un estudiante del conservatorio que no encontraría trabajo en ninguna orquesta, o que tal vez estaba buscando un auditorio para su Canción de paz del poema sinfónico Finlandia del compositor finlandés Jean Sibelius. La reconocí en seguida porque es una de mis melodías preferidas. Me quedé un rato escuchándole disfrutando de la ocasión. El muchacho me miró agradecido. Todo el mundo pasaba rápidamente y nadie parecía prestar atención.

A su izquierda, a unos tres o cuatro metros había un hombre de unos sesenta años en el cual no había reparado. Ofrecía un aspecto desaliñado, con su americana de pana verde raída, sus pantalones vaqueros y sus zapatos deteriorados. Vendía libros. Tenía una treintena de ejemplares que me llamaron poderosamente la atención porque parecían de colecciones de hace veinte años, Bruguera y Alianza, con las famosas portadas de Daniel Gil. Pero aquel señor me resultaba familiar. Lo miré con atención mientras acababa la pieza de Sibelius. Me fijé en sus manos, extraordinariamente finas y expresivas. Colocaba los libros. Me acerqué y miré los títulos. Me parecieron todos del género policiaco. Uno de ellos era Cosecha roja de Dashiell Hammet, otro era El agente de la continental del mismo autor; más allá estaba El largo adiós de Chandler junto a títulos de Ross MacDonald, Richard Stark, Jim Thomson, Chester Himes, Horace McCoy... Eran libros que mostraban la pátina del tiempo y se los veía desgastados. Había un cartel que ponía que valían dos euros cada uno. El vendedor de joyas de la novela negra llevaba un sombrero tipo gran Gatsby. Tenía un paquete de Marlboro junto a los libros y un tetrabrik marca don Simón de vino blanco barato.

Me acerqué a él y me agaché para hojear algunos de los ejemplares. Me dijo entonces que cada uno de ellos había sido leído bastantes veces y que tenían una larga historia. Su voz era profunda y musical. Le dije que los conocía, que también para mí habían sido libros importantes. Me miró con un aire próximo a la desolación y a la vez pícaro. Sacó entonces de su macuto verde un vaso de plástico y me ofreció vino del que estaba bebiendo. Me sonrió y me lo pasó. Se lo acepté, y me senté junto a él. El violinista se puso a tocar otra pieza que me recordó a Mozart. Bebí de aquel pésimo vino blanco, y estuvimos charlando sobre novela negra. Hubo un tiempo en que siendo profesor en Berga planteé a mis alumnos un ciclo de lectura de las mejores novelas policíacas. Cada uno tenía que leer tres de ellas y hacer un trabajo monográfico. Recuerdo la experiencia como magnífica. Y ahora estaba sentado con aquel individuo cuando tenía que coger el tren hacia Cornellà. Me echó otro vaso de vino, y comenzó a hablarme de otros libros, de libros que a él lo habían marcado. Su voz me resultaba conocida, y su estilo claramente pedagógico. Me preguntaba qué hacía una persona como él sentado en un pasillo del metro. Me habló de Baroja, de Azorín, de Unamuno y de Valle, de la olvidada generación del 98 que, a su juicio, fue uno de los momentos estelares de la prosa española, tras las magníficas novelas de Galdós y Clarín. Entonces sacó un libro de su bolsa verde caquí y me lo enseñó. Era La lámpara maravillosa de Valle, me lo pasó y yo inmediatamente reconocí aquel libro de la colección Austral. Lo abrí sabiendo lo que iba a encontrarme en las primeras páginas bajo el título de aquella obra de estética quietista y panteísta del autor de Las comedias bárbaras. Estaba mi nombre, Joselu, y una fecha, julio de 1982. Bebí un sorbo de vino blanco y hojeé el ejemplar archiconocido por mí, igual que también me eran cercanos todos los títulos que había allí expuestos. Sus manos estaban gastadas por la vida, y sus ojos del mismo color que los míos, cansados por la desilusión, pero mantenían todavía el orgullo y la vivacidad. Me dijo que el libro era para mí. Le respondí que no podía aceptárselo, pero él insistió. Me levanté con La lámpara maravillosa en la mano y apreté la suya con fuerza. El se levantó también. Nos miramos cogidos de la mano, cuando comenzaba a tocar una pieza irlandesa el músico de al lado. La música era alegre y vital como una catarata.  Nos pusimos a bailar y a reírnos, carcajeándonos de la vida. La gente pasaba y no entendía nada. El ritmo parecía llevarnos a los prados y colinas de Irlanda lejos de aquel metro ordenado y gris. Probablemente el vino se me había subido a la cabeza. Era la una del mediodía y no había comido nada. Bailamos y bailamos, y cuando acabó la canción, cogí el libro de Valle y mi ordenador portátil que había dejado junto a sus libros, le abracé y me fui por el pasillo rumbo a Cornellà.

  • Adiós, Joselu, -le dije.

  • Adiós, amigo, -me contestó y se sentó nuevamente agitando la mano como despedida.

lunes, 16 de febrero de 2009

La pastelería

No sé si habéis visto la cinta cinematográfica Hijos de los hombres dirigida por el cineasta mejicano Alfonso Cuarón, basada en una novela de P.D. James. Es uno de los filmes más desoladores y pesimistas de ciencia ficción (ambientada en Inglaterra en el año 2027), que he visto desde aquel memorable Soylent Green, cuando el destino nos alcance. En la película la sociedad está militarizada, la superpoblación y el caos se han adueñado de las calles, los inmigrantes son perseguidos e internados en campos de concentración. En este tiempo las mujeres han perdido la capacidad de reproducirse y no nacen niños hace mucho tiempo. El resultado es un mundo opresivo, en esa sociedad futurista, profundamente enferma. Proporciona, en un arriesgado uso de la cámara sobre el hombre, mediante planos secuencia, un aterrador panorama de nuestro futuro, y plantea una crítica contundente al mundo libre de cada día.  

 Vi esta película hace unos meses, y sus imágenes potentes y magnéticas se me quedaron profundamente grabadas en mi retina. Estos días, cuando leía la prensa y escuchaba la radio, me han venido nuevamente escenas de la misma. Hoy toda la prensa española se hace eco de las redadas masivas que se efectúan en Madrid y otras ciudades españolas contra personas de aspecto físico no caucasiano. Se ve que los policías tienen que detener a un cupo de inmigrantes ilegales en algunos barrios de Madrid como Lavapiés, Vallecas, Parla, AlucheAbuy Nfubea, miembro del movimiento panafricanista y destacado lider negro, ha calificado estas identificaciones masivas e indiscriminadas por solamente el aspecto físico como la caza del negro y de racismo institucionalLos policías han de detener y llevar a centros de internamiento a personas con situación irregular para ser posteriormente deportados con las llamadas cartas de expulsión. Los esperan en las paradas del metro de determinadas zonas, locales de ocio, asociaciones culturales africanas, en los mismas filas de regularización de su situación ante las delegaciones del gobierno…Los policías que detienen a más inmigrantes obtienen permisos y días libres. 

 La propia policía mediante sus sindicatos (SUP, CEP, UFP, SPP), lleva meses denunciando esta realidad, y expresa su malestar por estas directrices policiales -confirmadas- que promueven las identificaciones y detenciones indiscriminadas basándose sólo en el color de la piel. Ahora la noticia ha saltado a los medios de comunicación. Puede que sea una noticia que dure sólo unas horas en primera plana, pero da mucho que pensar. Hay mucha gente que viene a ganarse la vida honradamente, atendiendo a personas mayores, o a trabajar en la construcción, o en el servicio doméstico. Algunos no tienen regularizada su situación. Ahora con la crisis se dice que el trabajo para los españoles, se asocia inmigración a delincuencia, y se entiende, en los foros que he visitado, la acción de la policía en la búsqueda de ilegales, equiparándolos a violadores o malhechores.

 La CEAR (Comisión Española de Ayuda al Refugiado) y otras organizaciones antirracistas denuncian este acoso basado exclusivamente en el aspecto físico. Si tienes la piel más oscura eres inmediatamente objeto de sospecha, y se te puede retener o detener. Muchas personas sufren continuas humillaciones por esta razón porque la policía no es especialmente delicada ni respetuosa. Hay que decir que como telón de fondo a esta política policial están las palabras aparentemente tolerantes del jefe del gobierno que acusa a la oposición de agitar el racismo para ganar votos. ¿Se puede hablar de doble moral? ¿De hipocresía? Del mismo modo, no considero de recibo que destacados miembros socialistas como el ministro de justicia participen en cacerías de lujo, organizadas por caciques y empresarios, esté acompañado o no de otros jueces de reconocido renombre. Pero no era este el tema del post. Solamente quería expresar mi desolación por esta situación y plantear los dilemas humanos, morales y filosóficos a que nos hayamos expuestos y que el futuro acentuará, y que me recuerdan profundamente el mundo y el descenso a los infiernos que expone este filme aterrador que es Hijos de los hombres y cuyos primeros planos parecen estar viéndose ya en Madrid.

 Nos olvidamos de la distribución (e injusticia) de la riqueza mundial. Alguien ha dicho que para optar a una parte del pastel hay que haber nacido en la pastelería, y que el que haya nacido fuera no tiene derecho a él. Como complemento añado que hoy ha llegado una patera a Lanzarote en la que han muerto veintiún  inmigrantes (mujeres y niños incluidos) y varios están siendo atendidos por hipotermia. El mensaje actual está claro. La pastelería es nuestra, y ahora no admite a más visitantes. 

jueves, 12 de febrero de 2009

La vuelta al día en ochenta mundos

La clase estaba expectante. Era lunes a media mañana. Eran las doce, una hora excelente para hablar de literatura. Había pasado un fin de semana desde nuestra propuesta teatral a la ciudad de Berga. La clase esperaba. ¿Qué había pasado? ¿Era lo que habíamos hecho una tontería? ¿Estábamos locos, según la versión más extendida? ¿Era un irresponsable el profesor que lo promovió?

 Pocas veces he visto una tensión semejante en el ambiente. La clase estaba en asamblea. ¿Qué había pasado el viernes, en esos diez minutos de tensión total que habíamos vivido? Manos levantadas. Unos resaltaron la emoción que sintieron cruzando el paso de peatones con las margaritas, otros destacaron la sensación de ser el centro de algo, otros, que habían pasado miedo. La gente les insultaba, los coches pitaban, llegó la policía… Hubo miedo y la mayoría se retiró. Había muchas personas mirando la situación.

 Les dije que lo que habíamos hecho era una acción poética, una propuesta creativa a la ciudad de Berga. Habíamos transgredido las normas sin ser insultantes. Nuestro juego había sido una cierta provocación de lo más inocente. Habíamos cruzado el paso de peatones con una margarita en la mano mientras estaba verde. Recibimos insultos y aplausos. Durante diez minutos habíamos sido actores y habíamos interpelado al público que, sin saberlo, se había metido dentro de nuestra representación teatral reaccionando frente a ella. Lo nuestro era una sencilla propuesta de incluir la poesía durante unos minutos en la vida cotidiana de Berga. La respuesta del público, que se había convertido en actor, fue desmesurada y tremenda. No dejamos a nadie indiferente. Es a lo máximo que puede aspirar un artista.

 Todos reaccionaron en función del criterio de autoridad. Lo nuestro era una transgresión. No se puede cruzar el paso de peatones con una margarita en la mano a las cinco y cuarenta y cinco de la tarde de un viernes. ¿Por qué? La ciudad nos lo demostró. Nos llamaron gamberros, terroristas, sinvergüenzas. Todo había durado diez minutos en total. Parte del publico nos aplaudía, una minoría.

 La policía municipal había recibido cuatro llamadas alertando de lo que estaba pasando allí por parte de ciudadanos normales. La guardia civil también había recibido alguna llamada, pero no intervino porque era de competencia municipal. ¿Qué había pasado? ¿Por qué los ciudadanos reaccionan tan agresivamente ante una propuesta inocente?

Un alumno, Miquel, puntualizó que deteníamos el tráfico. No lo habíamos previsto, es cierto. Pero fue un tiempo escaso. La gente podía haberse unido a nosotros. ¿sociedad esclava del orden? ¿del tiempo? Todos se habían convertido en actores. Nosotros también. Habíamos sentido emociones entre ellas el miedo. Éramos actores y espectadores a la vez. El hapenning es un ejercicio de transgresión, nos habíamos atrevido a vivir con los cinco sentidos. Pocas veces se puede percibir la carga teatral de un sencillo acto como coger una flor y pasar el paso de peatones cuando está verde.

 Creo que Cortázar, que era taoísta en el fondo, se unió a nosotros y salió con su margarita en la mano.  Y hoy desde la distancia, muchos lo recordamos sin admiración, que no le gustaba, pero sí con profundo interés. Su obra sigue siendo revulsiva y provocadora. Sigue siendo eternamente joven.

 Tras aquello cuatro alumnas se comprometieron a leer y comentar Rayuela fuera de horas de clase. De esto hace ahora, como he dicho, veinticinco años, los que Julio lleva lejos de nosotros. 

domingo, 8 de febrero de 2009

Febrero de 1984 (capítulo segundo)..


Para los que no leísteis el post anterior, os resumo. Esta es una experiencia que llevé a cabo en febrero de 1984 con alumnos de COU con motivo de la muerte de Julio Cortázar. El homenaje que le hicimos está basado en uno de los relatos de La vuelta al día en ochenta mundos.  Tenía que ver con las flores y la combinación de ficción y realidad. 
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Viernes, por fin, después de las clases. Nuestro proyecto era sencillo. Se trataba de cruzar el paso de peatones mientras estuviera verde con una margarita en la mano. Cuando se pusiera rojo, nos detendríamos –llegándonos hasta la acera- como buenos ciudadanos y esperaríamos de nuevo a que llegara el verde. La clave es que pasaríamos todas las veces que pudiéramos llevando airosamente la margarita a la altura de nuestros ojos y con los brazos separados del cuerpo. Pasaríamos sin excesiva prisa, pero tampoco con excesiva parsimonia. Los veinticinco alumnos y yo quedamos de acuerdo. Nadie se rajaría. No sabíamos qué iba a pasar. Aquello era un happening y todas las reacciones que se produjeran allí formarían parte de una obra teatral cuyo guión había de escribirse todavía. Nosotros sólo éramos el grupo que hacía la propuesta teatral. Faltaban actores que no sabían que iban a participar en una obra teatral: el pueblo de Berga: conductores, viandantes, vecinos, alumnos, profesores, ayuntamiento, policía.

 La idea era sencilla. Se trataba de hacer una humilde e inofensiva propuesta que alteraría mínimamente y durante unos minutos la rutina diaria ¿cómo reaccionaría la gente?

 Llegamos en pequeños grupos, casi clandestinamente, y nadie se fijó en nosotros, pequeños conspiradores. Parecía que íbamos a hacer una manifestación como en tiempos del todavía reciente franquismo. Teníamos una cita con la poesía. Lo nuestro era un pequeño poema para añadir a alguna imaginaria obra no acabada del escritor. Eran las cinco cuarenta y tres. Nos mirábamos y nos sonreíamos. Cuando la aguja señaló el exacto minuto cuarenta y cinco, alcé la margarita y la moví tres veces como habíamos convenido. Arriba y abajo, arriba y abajo. El semáforo estaba rojo. Esperaríamos agazapados esperando la ocasión. Verde para los peatones. ¡Esta es la nuestra! ¡Verde para los peatones y ámbar intermitente para los coches! Nos agrupamos y empezamos a actuar. Las margaritas se cimbreaban gustosas. Pasamos a la otra acera y como seguía verde volvimos a cruzar en dirección contraria. Algunos peatones se fijaron en nosotros. Éramos un grupo compacto y llamativo. Nos entrecruzábamos de un lado a otro. Los conductores, que esperaban poder pasar, nos miraron primero con sorpresa porque veían cortado el paso. Cuando se puso rojo, alcanzamos la acera contraria más cercana y nos quedamos quietos con nuestra flor en vilo y como paralizados, auténticas estatuas humanas. El semáforo rojo para nosotros abría el paso para otros conductores, pero los que habíamos detenido, se quedaron sin pasar esperando que se pusiera otra vez verde para los peatones. Entonces recuperamos el movimiento y volvimos a cruzar, interrumpiendo el tráfico de nuevo. ¡El pandemónium que se organizó! Repetimos la operación dos o tres veces más. Los conductores, irritadísimos, arremetieron contra el claxon y empezaron a desgranar insultos contra los manifestantes. Los peatones vieron que por allí se estaba cociendo algo gordo y se arremolinaron en torno al paso de peatones. Pronto estuvimos rodeados de espectadores, que es al súmmum que puede aspirar un actor. Alumnos del instituto vieron a sus compañeros con las margaritas en la mano y les preguntaron a grandes voces que qué hacían. Nosotros ni nos inmutamos. La sonrisa no podía aflorar en aquel crítico momento que el mundo parecía gravitar sobre nosotros. Mujeres cargadas de compras, abueletes que pasaban por allí, niños que iban con sus padres, estudiantes de todos los colegios, clientes de la ferretería y de los numerosos bares cercanos, todos se acercaron a ver qué pasaba. Se oyeron, entonces, todo tipo de insultos. Desde el clásico “gamberros” hasta los calificativos más despiadados sobre todo por parte de los conductores. Un grupo de jóvenes nos aplaudía mientras otros destacaban nuestra faceta de sinvergüenzas y terroristas. Una larga fila de coches estaba detenida mientras nosotros cruzábamos con nuestras enhiestas margaritas. ¡Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii! La algarabía era absoluta. Cuando se puso rojo, nos volvimos a paralizar y ahí fue donde arreciaron los improperios. Que si estábamos locos, que si iba a venir la policía, que si eso era lo que nos enseñaban en la escuela, que si éramos unos hijos de tal, que si Franco viviera... Algunas chicos empezaron asustarse y se apartaron de la comitiva. De los veinticinco iniciales, quedábamos diez o doce. Una sirena de la policía (el Ayuntamiento estaba cercano) rasgó el ambiente frío de la tarde. Eran las cinco y cincuenta y cuatro minutos. Había tardado nueve minutos en aparecer un coche patrulla. Nos quedamos sólo cinco. Algunos profesores del Instituto me miraban moviendo la cabeza. Ya se sabe. Éste nos va a hundir el Centro. Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii. Insultos por doquier. Un policía con gafas oscuras y de paisano escoltado por tres municipales se nos acercaron. Miraron la escena atónitos y luego se dirigieron al que parecía organizar el cotarro. ¿Qué pasa aquí? –me gritó más que preguntarme el de las gafas de sol-. No estamos haciendo nada ilegal. Sólo pasamos cuando está verde –le respondí moviendo la margarita con convicción-. ¿Ah, no? ¿Es usted el organizador de esto? Queda usted detenido.Hablaba con el tono de los policías de las películas americanas. Me había quedado solo con dos alumnos que se negaban a retirarse. Cuando me iban a poner las esposas, pensé que ya habíamos llevado la experiencia demasiado lejos y le confesé al hombre de Harrelson, que estaba a punto de llevárseme al calabozo, que lo que habíamos hecho era un homenaje literario a Julio Cortázar que había muerto hacía una semana. El policía se rascó la cabeza porque maldita la idea que tenía de quién era el autor de Los premios y Alguien anda por ahí. Le vi dudar tras el tono holivudiense de la detención. Entonces ¿esto es algo cultural? Pues  sí, y no queríamos causar problemas. 

No me detuvo, pero me exigió que acabara la alteración del orden. 

(Continuará)

viernes, 6 de febrero de 2009

Una de cronopios (capítulo primero).

Quiero traer aquí una vieja historia, una historia real o que tal vez sucedió en un sueño, pero tiendo a pensar que era real a la manera cortazariana: era convencidamente literaria. Era un día de febrero de 1984. Yo en aquel entonces era profesor de Literatura Española en un instituto de Bachillerato situado en Berga, a ciento y pocos kilómetros al norte de Barcelona. Toda la vida en Berga giraba –en mis recuerdos- y gira –en la realidad- en torno a las insólitas fiestas de la Patum. Uno llega a aquella ciudad y la primera pregunta que te hacen es que si conoces la Patum. Pues no. Ya verás cuando llegue... –te espetan-. Berga es una ciudad industriosa y limpia, pero habitualmente aburrida. Se diría que dormita en  el sopor del recuerdo de cuatro días que aparecen luminosos como una conjunción de planetas, que se produce regularmente cada año, en torno a la fiesta del Corpus. Berga es una ciudad de provincias, rodeada de un bello entorno montañoso. Está al pie de las montañas del prepirineo y junto al llano. Se diría rodeada de un circo vesubiano.

Berga. Febrero de 1984. El profesor paró la clase y dio la noticia: Julio Cortázar ha muerto. Ayer domingo doce ha muerto en París el escritor fantástico, el poeta inigualable Julio Cortázar.  Ninguno de los alumnos sabía demasiado bien quién era Julio Cortázar, pero para eso el profesor iba preparado y les leyó algunos relatos de Historias de Cronopios y de Famas, La vuelta al día en ochenta mundos y Rayuela. Aquellos eran tiempos en que los alumnos todavía tenían sensibilidad literaria, y poco a poco el mundo y las imágenes recurrentes de Cortázar fueron atrayéndoles. Les había fotocopiado el famoso capítulo 69 de Rayuela, que fue leído con regocijo varias veces, tras el inicial desconcierto. Apenas el le amalaba el noema... Les gustó especialmente el relato de Pérdida y recuperación del pelo en que se atacaba de raíz la tendencia horriblemente creciente ya en aquel lejano 1984 del pragmatismo. También gustó Conducta en los velorios y Tía en dificultades... La clase pasó como un suspiro y todos se contagiaron de un aire cortazariano que nos animaba a convertirnos en un poco absurdos. ¿Y si le hacemos un homenaje? ¡¡¡¡Vale!!!! –gritaron todos. Pero ha de ser algo público. Algo difícil de olvidar. Nos dimos un tiempo para traer ideas. De aquella clase salió un grupo de chicas que se animaron a quedarse entre dos y tres de la tarde, una vez acabado el horario escolar,  a leer y comentar la novela Rayuela.

Al día siguiente, el profesor les propuso lo que sería el eje del homenaje. Tenía que ver con su antipragmatismo y con las flores. La base era un happening que el mismo Cortázar sugiere en uno de sus libros, creo que en La vuelta al día en ochenta mundos. Se lo expliqué con detalle y la idea les entusiasmó. Sería el viernes 17 a las cinco cuarenta y cinco de la tarde. Lugar, el centro de Berga, al lado de la ferretería Sistachs, allí donde el tráfico era más denso porque era un importante cruce de vías de salida y entrada en Berga. Allí era nuestro punto de reunión, y todos habrían de llevar una margarita.

Nos prometimos que nuestro proyecto era totalmente secreto, que nadie debería hablar de él fuera de clase. Sería un bombazo.

La semana transcurrió lentamente, quizás más  que en otras ocasiones. Cada día que teníamos clase leíamos relatos de Cortázar que nos iban impregnando de un sutil aire entre piratas y conspiradores. Un poco de todo habíamos de ser, porque íbamos a alterar el perfecto orden de la aristocrática ciudad, anclada en el vacío, durante los inacabables meses invernales. 

(Continuará)

martes, 3 de febrero de 2009

Ciudad satélite

Mi instituto no está en un entorno privilegiado. Si a alguien se le hubiera ocurrido diseñar un espacio urbano lleno de fealdad a conciencia, de aglomeración de bloques en forma caótica, de edificios grises en forma de colmena, alzados como cajoneras de horror concentrado, sin duda habría ideado un barrio como la ciudad Satélite X. Sin duda estamos en una barriada construida en la avalancha de inmigración de los años cincuenta y sesenta. Todo se hizo sin planificar, sin gusto, sin belleza, sin tradición. Probablemente todo esto eran campos y en pocos años se pobló con miles y miles de personas en busca de un lugar para vivir y trabajar. La geometría que se instauró fue espontánea pero sin gracia; se trataba de amontonar a mareas de inmigrantes y no se hizo en las mejores condiciones. Los que construyeron este barrio no ganarían un premio de diseño, más bien lo merecerían en cuanto a su capacidad de generar un espacio de pesadilla y grisura.

Nada hay más alejado de la naturaleza que este amontonamiento y condensación humana. Los inmigrantes andaluces, extremeños y murcianos de los años del desarrollo español se han visto sustituidos o superpuestos a los que han llegado en oleadas en los años recientes, sobre todo magrebíes y latinoamericanos. Es un choque para ellos que provienen a veces de espacios hermosos con naturaleza cercana sumirse en este espectáculo de geometría de la fealdad que sugiere un aplastamiento y un ahogamiento de la belleza y un hálito de aspereza y deshumanización.

Los chavales están en consonancia con el barrio. Cada uno tiene su historia detrás. Y muchas veces no son fáciles. No hay demasiada sutileza o delicadeza en sus relaciones o comportamiento que son poco refinados y abruptos. La cultura no les atrae: son inquietos como lagartijas y nada hay más alejado de la mayoría de ellos que el trabajo académico. Un instituto se convierte entonces para muchos en una prisión más que en un espacio de oportunidades.

Los profesores no lo tienen fácil. Es la lucha permanente de la subversión de la clase frente al orden académico, de la suciedad que domina en las aulas y el patio al final de la jornada frente a la limpieza y los buenos hábitos ciudadanos; es la lucha por intentar impartir conocimientos frente a los que pretenden que los institutos sean sólo espacios de socialización democrática; es la lucha de la mala educación, de los gritos, de las peleas o los insultos como lenguaje habitual frente a la educación y la cortesía; es la lucha de la grosería frente a la delicadeza o la formación estética.

El profesor es un referente importante. Éste ha de estar centrado y ser consciente de su lugar. No es extraño que sea una profesión con tendencia a padecer depresiones. El que no trabaja en la docencia no sé si lo puede entender, pero el profesor es analizado y escrutado en cada clase por treinta pares de ojos inquietos y astutos que detectan el más mínimo fallo psicológico. Y éste es inmediatamente utilizado. Nada hay más difícil que dirigir una clase en estas condiciones. El profesor es una especie de dinamizador de grupo, sociólogo, psicólogo, terapeuta, y además -al final- es especialista en la materia que imparte. Y no debe faltarle el sentido del humor ni mostrarse distante con sus alumnos. La cercanía es esencial. El proceso comunicativo debe funcionar. Cuanto más difíciles son los chavales más mago ha de ser el profesor. Ha de querer y conseguir ser querido, a la par que respetado.

En mi barrio feo y desangelado existe una afición que me sorprende. Son hombres los protagonistas. Se los ve agrupados en plazas y espacios abiertos. Llevan jaulas con pajarillos, supongo que canarios, calandrias o jilgueros. Dichas jaulas están cubiertas con una tela hasta que llegan a la plaza donde se las quitan y los juntan a otras con otros pajarillos. Los trinos se multiplican llamándose unos a otros. Se reúnen por las mañanas y por las tardes. Pienso que debe ser la nostalgia del campo y la naturaleza la que lleva a estos hombres a cuidar pequeñas aves cantoras en un barrio como éste.

Si existiera también la nostalgia por la cultura y el conocimiento... pero estos han de ser duramente cultivados. Es la labor más difícil porque todo está en contra. Pero la delicadeza también florece en los lugares más inhóspitos.

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