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miércoles, 28 de diciembre de 2005

Balí


Con acento en la i, no al modo inglés con que es conocido. Como no puedo viajar en estas vacaciones y para relajarme rememoro retazos de viajes que hice en el pasado, que siguen estando frescos en mi retina.

Mi estancia de casi un mes en Balí fue de lo más sereno en mi viaje a Extremo Oriente. Un viajero va demasiado deprisa, no tiene tiempo de armonizarse con el tiempo de las regiones que pisa. Nunca he querido irme a un país lejano para una estancia de una semana. Sé que es imposible adquirir mínimamente el sentido del tiempo necesario para intentar comprender algo de la cultura que visitas. El turismo es demasiado rápido y superficial.

¿Qué recuerdo de Balí? El cultivo en terrazas curvas y sus arrozales perfectos de un equilibrio y proporción bellísimos. En ellos se reflejaban las altísimas palmeras al atardecer cuando las mujeres iban a los ríos para bañarse. Las normas de buen comportamiento dictaban no hacerles fotos en esos momentos íntimos. Recuerdo las ofrendas matutinas a los dioses. Toda la isla se llenaba de pequeños cestillos de palma con pequeñas cantidades de arroz o de dulces que luego las gallinas picoteaban. Recuerdo las ceremonias nocturnas e infinitas en los templos, lugares de convivencia y relación con los dioses. Todo era relajado en Balí. No te sentías extraño en ningún sitio. En todos eras bien recibido.

El atardecer era un momento solemne tras un día de calor agobiante. Entre las dos y las cinco de la tarde era imposible moverse. Me quedaba tumbado en mi losmen pequeñito e intentaba aguantar el sudor que me cubría. Cada media hora me duchaba para aliviarme un poco. Sólo duraba unos minutos y volvías a sudar. Al atardecer salías a dar un paseo por la playa bajo los cocoteros y charlabas con los suaves y amabilísimos balineses.

Imagino que sabéis que Balí es un reducto hindú en medio de un mar islámico de casi doscientos millones de musulmanes. La comunicación era fácil y distendida. Yo había estudiado indonesio varios meses antes de ir allí, y tuve ocasión de perfeccionar el bahasa indonesia con mi diccionario y las continuas notas que tomaba de mis conversaciones con ellos. Siempre tenían ganas de hablar y la fórmula de intercambio era siempre muy parecida. Había unas cincuenta preguntas que eran previsibles y cuyas respuestas ya conocías perfectamente. Yo era "guru kesusastraan" o lo que es lo mismo que "profesor de literatura" ¡Qué tiempos aquellos en que todavía podías considerarte profesor de la materia más hermosa!

Al atardecer una tarde me senté a observar la puesta de sol. Enseguida acudieron a la playa de arenas blancas varios muchachos que se pusieron a hablar conmigo. Era imposible estar solo y menos si se daban cuenta de que hablabas su lengua. Incluso incorporé rudimentos de balinés para hacérmelos más cercanos. Eran otros tiempos y lo primero que aprendía era cómo decir "te quiero". No sé qué esperaría de semejante frase... Una tarde, como decía, vinieron algunos muchachos de cabello muy negro, vestidos con sarong y el pecho descubierto. Uno de ellos era pescador. Charlamos y nos caímos bien. Ni he olvidado su nombre ni la aventura que vivimos juntos. No sé si llamarla aventura o una auténtica vergüenza para mí. Era pescador y me invitó el día siguiente a ir a pescar con él en su barca. He de decir que estábamos al norte de Balí en una playa llamada Lovina Pantai. Era un lugar maravilloso y alejado de los emporios turísticos masificados como Kuta o Legian Beach, que no llegué a pisar.

El pescador, Rahul, vino buscarme al atardecer siguiente. Su barca era estrecha y como de unos cuatro metros de longitud. Se apoyaba sobre cuatro grandes travesaños que se equilibraban luego con unos maderos a modo de flotadores. Son como las típicas barcas polinésicas. Salimos hacia las nueve. El sol teñía el mar con sus últimos estertores. Rahul iba remando y yo charlaba con él. Imagino que esperaba que yo le atrajera la suerte en la pesca. Lo que pescara aquella noche sería lo que serviría para dar de comer a su familia al día siguiente, bien comiéndolo o vendiéndolo. Me ofreció enseguida pan y cigarrillos de clavo kretek. Lo del pan es extraño porque es carísimo y no es una comida habitual entre los balineses. Ellos, como todos los indonesios, comen arroz y no pan. ¡Lo había comprado para mí! Se había desvivido para que yo estuviera bien. Nos alejamos dos o tres kilómetros de la playa y la barca se estabilizó. Para complacerle fumé varios cigarrillos y comí de aquel pan que era el mayor regalo que podía hacerme. El pan era gomoso. Mezclado con el tabaco y el movimiento continuo de la barca hizo que me sintiera mal. Tenía el estómago revuelto y empezaba a marearme. Me enseñó cómo pescar. Era sencillo. Se trataba de tirar el anzuelo con cebo y con la mano sostener el sedal. No había caña. Pasaríamos varias hora así. Rahul era extremadamente amable conmigo. Me dio todo lo que tenía, pero yo estaba terriblemente mareado. Intenté mantener el tipo y durante dos horas interminables tiré mi sedal al mar sin conseguir pescar nada. Volví a fumar a ofrecimiento suyo, pero ya mi organismo estaba muy alterado y me puse a vomitar en el mar. Fue una imagen patética. Rahul me miraba desolado y sorprendido. ¡Vaya turista inútil que me ha caído! No pude luego hacer otra cosa que tumbarme en la barca intentando que el mareo se me fuera pasando. Notaba el movimiento de la barca. El mar estaba en calma pero, a pesar de ello, me seguía revolviendo el estómago. Abría los ojos y le veía a él procurando pescar alguna pieza bajo la luna casi llena que nos iluminaba. Creo que le di mala suerte. Fue una noche aciaga para él y para mí.

Sobre las cuatro se decidió volver a la costa remando. Volvimos en poco más de media hora. No estábamos lejos. Recuerdo que le indiqué adonde debía dejarme, y entonces me asaltó la duda más inquietante. ¿Debía darle algo de dinero? ¿Debía compensarle por lo amable que había sido conmigo? Me dije -no sé si muy acertadamente- que no le daría nada. Entonces sería como haber comprado su amabilidad y gentileza, aunque la valoración del dinero era totalmente diferente para él y para mí. Una noche en un losmen valía 160 pesetas. El cambio en dolares nos era muy favorable. Indonesia era un país muy barato. Haberle dado unos centenares de rupias no me habría supuesto prácticamente nada y para él hubiera sido una cifra considerable, pero "no quería pagarle", no quería compensar su bondad. No quería entrar en el juego de que todo tiene su precio. Así que no le di nada. Luego lamenté no haberle localizado al día siguiente para hacerle algún regalo. No sabía cómo encontrarlo. Siempre me ha quedado de esta noche un sabor agridulce.

No sé por qué pero creo que me equivoqué en algo.

2 comentarios :

  1. Preciosa historia. Disfruté tanto de su lectura que sentí vergüenza junto a usted y me quedó esa pesadez que usted mismo arrastra con el recuerdo. ¿Pero sabe qué? Usted acaba de regalarle algo al pescador con este escrito, aunque él no lo sepa.

    Ver mi Libro abierto.

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  2. Estoy conociendo mundo gracias a ti. Y estoy de acuerdo con Victor Manuel, ya le has hecho el regalo. Todo lo mejor para ti y los tuyos en el año que empieza. De todo corazón, feliz año.

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